Todavía me acuerdo de cuando le tenía miedo a la oscuridad. Me pasaba toda la noche alerta por si venía a atacarme. Y lo gracioso es que, para protegerme, me metía dentro de un sitio aún más pequeño y oscuro.
Recuerdo cuando me atormentaban cosas que ahora me traen un poco sin cuidado. Cosas como suspender mis exámenes, llegar tarde a algún sitio o no hacerles caso a mis padres y que se enfadaran conmigo por ello. Recuerdo cuando me esforzaba por hacerlo todo bien y sufría cuando creía tener la certeza de haberme equivocado en algo.
E incluso recuerdo cuando temía por mi vida cada vez que salía de casa, o cada vez que salía de mi cuarto, o cada vez que salía de mi cama, o cada vez que continuaba con vida estuviera en el lugar en el que estuviera. Miraba a diestra y siniestra, arriba y abajo, directamente o a través de algún reflejo, en busca de unos fantasmas que jamás estuvieron allí.
Desde que te conocí ya no tengo miedo de nada. Para mí eres como la bombilla de cuarenta y dos vatios que ilumina mi dormitorio. Mi sobresaliente. Mi despertador. El rincón en el que me escondo a llorar y las manos con las que me seco. El soporte que hace que el techo no se caiga. La capacidad de reacción del coche gris pirineos. Mi chaleco antibalas.