Si contemplo detalladamente mi
rostro en el espejo, advierto que mi mandíbula siempre está cerrada. No la
aprieto tanto como para que mis dientes de abajo hagan el amor con los de
arriba, pero sí lo suficiente como para morder el interior de las comisuras de
mis labios.
No hay sonrisa apreciable en mi
boca. Es una línea tan horizontal como soñaba serlo Sylvia Plath, pero yo
intento mantenerme erguida.
Me abrazo a mí misma y encojo los
hombros. Me gustaría ser un bicho bola; convertirme en una pelotita y huir
rodando, escondiéndome del resto del mundo.
Mis ojos están tristes y cansados.
Parpadean.
Parpadean.
Parpadean.
Si son un reflejo del alma,
la mía
debe estar muerta.
Mi piel es de un material blando y
poroso. Se le da bien la historia, lo recuerda todo, por eso está llena de
manchas, marcas y cicatrices.
Mis cabellos son finos y castaños.
Ni lisos ni rizados. Ni largos ni cortos. Ni me gustan ni los detesto. Mentira:
a veces sí que los detesto. A veces quiero arrancarlos como se arrancan los
pétalos a las margaritas y algún día lo haré. Seré una flor a la que se le ha
acabado la primavera.
Mis ojeras son dos mares muertos.
Son dos medusas cerca de la playa. Son dos globos aerostáticos que vuelan
alrededor de todo el mundo. Y nunca se desinflan.
El dolor de cabeza no se ve, pero
está ahí. Está ahí... Claro que está ahí...