Tampoco me importa mucho exponerme a ciertos peligros. Ciertos peligros como el de que me llamen alcohólica. Inútil. Loca. Esto último es lo que más preocupa a mis padres. No servir para nada es lo que más me preocupa a mí. La bebida es lo único que me consuela. Bueno, lo único que me consuela que pueda permitirme hacer todos los días, quiero decir. Por eso, un miércoles a las doce del mediodía, voy a Consum y compro vodka. De paso compro también chocolate, para que la cajera que me cae mal no crea que soy una borracha. De paso compro también frutos secos, para que la cajera que cree que soy una borracha no crea que hago la típica compra de deprimida que se ve en la televisión. De paso compro también algo de fruta, para que la cajera que cree que hago la típica compra de deprimida que se ve en la televisión no crea que voy a montar una fiesta. Y de paso compro también tomates, que no quedan.
Elijo Consum por varias razones. La primera es porque lo tengo más cerca. La que hace que sean varias y no sólo una es porque Mercadona me da asco. Desde que leí a Asimov, el verbo elegir conjugado en sus formas con jota me recuerda a Elijah Baley, pero esto es una desviación innecesaria del tema que sólo sirve para decir que he leído a Asimov. También he leído que hay que beber mucha agua para mejorar la salud mental y aquí estamos: con una botella de vodka a dos dedos de ser terminada entre las piernas. Porque hay un punto entre la sobriedad y la cogorza en el que me entran muchas ganas de masturbarme. Porque el día en que subí una foto a Instagram bajo el título de metifilia no estaba mintiendo. Porque no me importa lo que penséis. Sólo me importa tener la suficiente puntería de parar justo encima de la línea. Y esos dos dedos de vodka que me quedan poder metérmelos entre las piernas.
Ellos no saben que en mi armario hay más cosas aparte de ropa. Como tampoco saben que me duermo a las cinco de la mañana. O que no salgo de casa por el suplicio que supone decirle a alguien que me voy. O que temo que algún día se me rompan los huesos. O que cada vez que veo un espejo me veo a mí misma rompiéndolo con la cabeza. Tampoco necesitan saberlo. Tampoco necesitan saber cuándo he llorado. Ni por qué he cambiado mi foto de perfil de WhatsApp. Ni a quién echo de menos. A ti. Qué más da. Nada va a cambiar en absoluto. Tengo la sensación constante de estar cruzando el Rubicón, pero parece que nunca llego a la otra orilla. Yo lanzo los dados una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, pero siempre hay algo que pueda hacer empeorar la situación. No consigo entrar en guerra conmigo misma. No consigo declararme mi enemiga. Aún hay mucho río por delante y yo lloro aumentando su caudal. Debería ser lo suficientemente lista como para parar ahora que estoy a tiempo.
Pero no lo soy. Y sigo. Y sigo. Y sigo. Y termino arrepintiéndome de lo que acabo de decir. Que, como acabo de decir, no pasa nada porque siempre puedo hacerlo peor. Pero aunque pueda hacerlo peor hacerlo mal también duele. Y claro, yo vivo con los nervios a flor de piel y la piel llena de arañazos. Porque cuando me pongo nerviosa me da por arañarme. Porque cuando me pongo nerviosa me da por tirarme del cabello. Porque cuando me pongo nerviosa me da por darle puñetazos a este armario lleno de libros, libretas, ovillos de lana y cajas vacías en las que aún no sé qué guardar. Porque cuando me pongo nerviosa me da por morderme los dedos de las manos.
Sigo queriendo aprender a tejer y sigo sin saber comprar agujas para ello. El otro día me fui a Tiger y compré palillos chinos de flores con la intención de sacarles punta y convertirlos en agujas para tejer. Les saqué punta pero siguen sin servirme de agujas. Necesito limarlos bien pero sólo tengo una lima de uñas. Supongo que habrá una lima adecuada para la madera en la caja de herramientas, pero aún no la he buscado. ¿Algo de esto importa? Teóricamente iba a escribir un tercer cuento para tener en consonancia mi Instagram. Claro, que ni siquiera sé si estoy usando bien la palabra «consonancia». Así que ya veis: no ha podido ser.