miércoles, 27 de marzo de 2019

Algo sobre mí

Tampoco me importa mucho exponerme a ciertos peligros. Ciertos peligros como el de que me llamen alcohólica. Inútil. Loca. Esto último es lo que más preocupa a mis padres. No servir para nada es lo que más me preocupa a mí. La bebida es lo único que me consuela. Bueno, lo único que me consuela que pueda permitirme hacer todos los días, quiero decir. Por eso, un miércoles a las doce del mediodía, voy a Consum y compro vodka. De paso compro también chocolate, para que la cajera que me cae mal no crea que soy una borracha. De paso compro también frutos secos, para que la cajera que cree que soy una borracha no crea que hago la típica compra de deprimida que se ve en la televisión. De paso compro también algo de fruta, para que la cajera que cree que hago la típica compra de deprimida que se ve en la televisión no crea que voy a montar una fiesta. Y de paso compro también tomates, que no quedan.

Elijo Consum por varias razones. La primera es porque lo tengo más cerca. La que hace que sean varias y no sólo una es porque Mercadona me da asco. Desde que leí a Asimov, el verbo elegir conjugado en sus formas con jota me recuerda a Elijah Baley, pero esto es una desviación innecesaria del tema que sólo sirve para decir que he leído a Asimov. También he leído que hay que beber mucha agua para mejorar la salud mental y aquí estamos: con una botella de vodka a dos dedos de ser terminada entre las piernas. Porque hay un punto entre la sobriedad y la cogorza en el que me entran muchas ganas de masturbarme. Porque el día en que subí una foto a Instagram bajo el título de metifilia no estaba mintiendo. Porque no me importa lo que penséis. Sólo me importa tener la suficiente puntería de parar justo encima de la línea. Y esos dos dedos de vodka que me quedan poder metérmelos entre las piernas.

Ellos no saben que en mi armario hay más cosas aparte de ropa. Como tampoco saben que me duermo a las cinco de la mañana. O que no salgo de casa por el suplicio que supone decirle a alguien que me voy. O que temo que algún día se me rompan los huesos. O que cada vez que veo un espejo me veo a mí misma rompiéndolo con la cabeza. Tampoco necesitan saberlo. Tampoco necesitan saber cuándo he llorado. Ni por qué he cambiado mi foto de perfil de WhatsApp. Ni a quién echo de menos. A ti. Qué más da. Nada va a cambiar en absoluto. Tengo la sensación constante de estar cruzando el Rubicón, pero parece que nunca llego a la otra orilla. Yo lanzo los dados una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, pero siempre hay algo que pueda hacer empeorar la situación. No consigo entrar en guerra conmigo misma. No consigo declararme mi enemiga. Aún hay mucho río por delante y yo lloro aumentando su caudal. Debería ser lo suficientemente lista como para parar ahora que estoy a tiempo.

Pero no lo soy. Y sigo. Y sigo. Y sigo. Y termino arrepintiéndome de lo que acabo de decir. Que, como acabo de decir, no pasa nada porque siempre puedo hacerlo peor. Pero aunque pueda hacerlo peor hacerlo mal también duele. Y claro, yo vivo con los nervios a flor de piel y la piel llena de arañazos. Porque cuando me pongo nerviosa me da por arañarme. Porque cuando me pongo nerviosa me da por tirarme del cabello. Porque cuando me pongo nerviosa me da por darle puñetazos a este armario lleno de libros, libretas, ovillos de lana y cajas vacías en las que aún no sé qué guardar. Porque cuando me pongo nerviosa me da por morderme los dedos de las manos.

Sigo queriendo aprender a tejer y sigo sin saber comprar agujas para ello. El otro día me fui a Tiger y compré palillos chinos de flores con la intención de sacarles punta y convertirlos en agujas para tejer. Les saqué punta pero siguen sin servirme de agujas. Necesito limarlos bien pero sólo tengo una lima de uñas. Supongo que habrá una lima adecuada para la madera en la caja de herramientas, pero aún no la he buscado. ¿Algo de esto importa? Teóricamente iba a escribir un tercer cuento para tener en consonancia mi Instagram. Claro, que ni siquiera sé si estoy usando bien la palabra «consonancia». Así que ya veis: no ha podido ser.

sábado, 23 de marzo de 2019

[Enterramos a mi padre el sábado]

Enterramos a mi padre el sábado. Bajo una lluvia de hojas secas fruto del otoño. Octubre es el mes de las calabazas. Yo llevaba una falda naranja el día en que lo encontramos muerto. Enterrar no es la palabra. Lo dejamos en un nicho. En el tercer piso de una finca a medio habitar. Nosotros también vivíamos en un tercer piso —bueno, seguimos viviendo— de una finca habitada sobre todo por la tercera edad. Mi vecina de la puerta quince se sigue acordando de cuando yo era así de pequeña y mis padres me dejaban al cuidado de sus hijas cuando se iban a trabajar. Mi vecina de la puerta siete me sigue llamando por el diminutivo. Mi vecina de la puerta uno ya no se burla de mí. Mis vecinos de la puerta cuatro ya no mencionan a mi abuela cuando me ven. Quizá ya no les recuerdo a ella. Quizá ya no tenemos nada en común, ahora que han cortado la cuerda que nos unía.

Tuve que vestirme de marrón oscuro en el funeral. Lo único negro que tengo son una colección de medias que he usado una vez en la vida y un vestido ajustado por el que se me asoma demasiado el corazón. Demasiado para el funeral de un padre, quiero decir. Demasiado para los demás. Octubre también es el mes de las ramas desnudas, pero yo cubrí mis brazos con la chaqueta más oscura que encontré que podía valerme. Una con la cremallera desgastada que costaba mucho de subir.

Después de introducir la caja alargada en el hueco, fuimos a comer a un McDonald's. Mi padre odiaba el McDonald's salvo cuando nos íbamos de viaje. En Madrid comimos McDonald's. En París comimos McDonald's. En Roma comimos McDonald's y pizza. Primera y última vez que me comí una pizza grande entera yo sola. Yo sola también estaba la última vez que mi padre se fue al campo. Así que sólo se despidió de mí.

El último viaje que hicimos juntos fue el de Venecia. El foto-libro sigue cogiendo polvo en la estantería. La tienda en la que nos lo hicimos ya no existe. Ahora si queremos hacernos otro tiene que ser a través de Internet. Todo tiene que ser a través de Internet. Mandar currículos, inscribirte en la bolsa de trabajo, actualizar la cartilla del banco. Ya ni siquiera te dan cartilla. Ahora hay una aplicación para el móvil con la que puedes ver tus cuentas. Todo muy cómodo y sencillo. Mi padre lo odiaba. Como también odiaba el campo de mis abuelos. Por eso me extrañó que se fuera así como así.

Llevaba unos días comportándose de forma extraña. En silencio. Pasando por alto cosas que de normal no pasaba por alto. Ponernos a fregar tarde, olvidarnos de decir que la puerta había vuelto a chirriar, terminar las infusiones y no ir a por más. Esas cosas le molestaban. Como que mi hermano saliera a correr a las nueve de la noche o mi obstinada negativa a sacarme el carnet de conducir. Ahora que él no está, no hay nadie que pueda obligarme a ello.

Suponemos que fue un accidente. Intentaba levantar un muro y se le cayó encima. Intentaba levantar una fortaleza y se le derrumbó. Intentaba construir un hogar y nosotros le fallamos.

El campo de mis abuelos siempre ha estado en ruinas. La piscina, un socavón en la tierra. La puerta del baño, una triste cortina. Las sillas, inexistentes. Salvo si nos acordamos de subir al coche las plegables. Llevamos años toda la familia diciendo que tenemos que quedar para arreglarlo. Empezar a quitar las malas hierbas y construir aunque sea un rinconcito decente para hacer paellas. Nunca nos ponemos de acuerdo con el día. Él llevaba varios días recluido en esas tierras. No sabíamos qué hacía y por eso fuimos a mirar. Encontramos los escombros y al principio no supimos lo que significaban. Los restos de una vida, pensé yo, sin saber que él estaba ahí debajo.

Tampoco sé muy bien cómo nos dimos cuenta. Quizá empezamos a remover en el polvo, quizá quisimos comprobar el peso del ladrillo, quizá olimos la carne muerta, o advertimos la silueta de un cuerpo, o simplemente ya nos lo imaginábamos. El caso es que lo enterramos el sábado. Bajo una lluvia de hojas secas fruto del otoño. Y ahora, cada vez que piso sin querer un montículo de hojas caducas, sólo puedo acordarme de mí misma con una falda naranja subiendo hasta la cima del montículo de ladrillos y cemento, pisando sin querer el cadáver de mi padre.

viernes, 15 de marzo de 2019

💔

ya no sé cuántas veces he gritado tu nombre
mientras dormía
cuántas lunas han pasado
desde la primera vez que te soñé
si ha habido dos noches seguidas
en las que no hayas estado en mi cabeza

qué difícil mantener la vigilia cuando lo único que quiero es volver a verte
qué difícil levantarme de la cama cuando lo único que quiero es sentir tu abrazo
que en este caso son las sábanas de invierno
que en este caso sólo me abrazan porque yo las he colocado ahí

ahí

como si mi cuerpo fuera una patria y tú pudieras conquistarla
como si mi cuerpo fuera una isla y tú pudieras encallar
como si mi cuerpo fuera un complejo turístico y tú disfrutaras realmente de él

de él

como si mi cuerpo fuera un ente ajeno a mí misma
un rastro en el espejo de un cuarto de baño
una sombra al atardecer en una calle deshabitada
como si mi cuerpo no me perteneciera

no

como si mi cuerpo me perteneciera
como si está carne fuera realmente mía
como si yo pudiera controlar estas articulaciones

y eligiera cerrar los ojos y al instante
quedarme dormida
teniendo el mismo sueño
noche tras noche
en el que te abrazo

martes, 12 de marzo de 2019

Fobia social es dejar de hacer cosas por el miedo al qué dirán (incompleto y sin perspectivas de mejorarlo)

por ejemplo no tomar café en el trabajo
cuando todos los demás toman
y te preguntan si tú quieres también

por ejemplo no pedir cita con el médico
porque no sabrás qué contestar
cuando te pregunte por qué no has ido antes

por ejemplo no empezar a prepararte
antes de lo habitual
para que no te digan que aún es demasiado pronto

por ejemplo no salir de casa
después de que te hayan dicho que salgas
por no decir adiós y que te pregunten dónde vas

no tengo ni idea
de por qué mi madre no me dijo
que tenía una hermana melliza

esta parálisis que me acompaña
de la mano a todas partes
desde el día en que nací

domingo, 10 de marzo de 2019

—Sí. Es ella.

El forense volvió a colocar bien la sábana blanca. No sabes qué impresión me dio ver tu rostro en esa mesa, Rebeca, no sabes el nudo en el estómago, el vacío en el interior de las costillas, la fuerza en los dientes, esa presión en la mandíbula que trata de evitar el llanto. Volver a verte. Volver a ver tu rostro joven. Porque estaba más joven, claro, sin apenas arrugas de expresión, aunque igual de bello que cuando me dijiste adiós. Qué recuerdos de cuándo te vi por vez primera. Qué recuerdos.
 
—Si necesita un momento, puede quedarse a solas con ella.
—No, no, no, de verdad que no. Es mejor que me vaya ya.
 
Qué mentiroso. No me extraña que me abandonaras. A ti también te mentía, ¿verdad? Te decía que trabajaba hasta tarde cuando en realidad me iba a casa de Teresa. Claro que en aquella época yo ya sospechaba que ibas a dejarme. No es excusa, lo sé. Supongo que es más fácil abandonar que tratar de reconquistar. Pero ¡qué belleza, si la hubieras visto! Parecía que dormía, nuestra niña. Ojalá hubieras podido venir. Te habrías visto dormir en esa sala tan fría. Habrías querido despertarte. Te habrías enfadado porque llegaba tarde a clase, como cuando seguía en el instituto y se quedaba remoloneando en la cama. Lo que pasa es que la universidad es otra historia. Y además ya es una mujer adulta: si llega tarde a clase, ya se apañará ella. Mientras apruebe los exámenes, a nosotros qué más nos da.
 
—¿Ha venido usted solo? ¿Quiere que llamemos a un taxi?
—No hace falta, gracias, ya me apaño yo.
 
Me han dicho que no sufrió, aunque eso no lo pueden saber a ciencia cierta. ¿Cómo no te va a doler un disparo? Me dolió a mí que te fueras a pesar de que se veía venir, imagínate una bala perdida en el corazón. Que también hay que tener puntería, la verdad. Justo el día en que la pobre había cortado con Lucas. ¿No te lo había dicho? Sí. Llevaban un tiempo regular. La cosa no funcionaba bien, suele pasar. El chico está destrozado, claro, se siente culpable aunque no haya tenido nada que ver con el fatídico atraco al banco. Pobre chico. Destrozado, como todos. El corazón roto por partida doble.
 
—Al centro, por favor.
 
El caso es que no me atrevo a entrar en su habitación, Rebeca, no me atrevo a cruzar el umbral. Como cuando fui a pedirte salir por primera vez en la residencia en la que vivíamos. Tú oíste los tres golpes secos sobre la madera, pero no me viste tratando de respirar profundamente delante de tu puerta cerrada, no me viste acercándome y alejándome sin terminar de decidirme del todo, sin terminar de convencerme la ropa que llevaba puesta, cómo me había peinado, las palabras que iba a usar.
 
—Una cerveza, por favor.
—A ésta invita la casa.
 
Me miran con pena. Me miran con pena, pero no me dicen nada. Parecido a cuando te marchaste de nuestra vida. Respetan mi espacio. Me dejan respirar, pensar en nuestra niña, llorar por nuestra suerte. Me dejan asimilar la pérfida pérdida. Me dejan solo, Rebeca, me dejan solo. Escribiendo esta carta que no te llegará. Esta misiva que sé que no obtendrá respuesta alguna. Esta mala letra que, si por un milagro consigue una sola reacción, espero que sea de nuevo esa mueca tan graciosa que hacías cuando fingías que mi letra era más ilegible de lo que es en realidad.
 
—Hasta mañana, buenas noches.
 
No te echo de menos. No cometo ese error. Sé que en la vida he cometido atrocidades, pero tampoco me merezco ese castigo, ese pensar en ti y en nuestro primer beso, nuestro primer baile, nuestro primer amanecer. Tampoco quiero que creas que te he borrado para siempre de mi vida. Aún conservo nuestras fotos, aún guardo el anillo de boda, aún les quito el polvo a los libros que dejaste en la estantería. Simplemente intento seguir hacia delante, vivir el ahora. Pero ahora, como comprenderás, es imposible no intentar ponerme en contacto contigo, no tratar de hacerte volver, no hablar del pasado. Ha subido esa pareja de vecinos que tanto odiabas y me han dado el pésame. Se han ido en seguida. Siguen estirando el cuello para intentar ver qué hay más allá de la entradita.
 
—Adiós, gracias.
 
El entierro es este jueves a las diez. Ya te imaginas dónde. Desde que me dieron la noticia, no he podido parar de pensar que ojalá estuvieras aquí para abrazarme y darme fuerzas. Cómo si no iba a poder seguir hacia delante. Sin embargo, ahora que el momento de guardar a Clara en una caja se hace cada vez más inminente, pienso que qué suerte que no estés aquí. Qué bien que no sufras lo que yo. Que estés tan lejos que no sientas esta pena que es más una condena que tristeza en sí. Que te hayas ido a tiempo. Menos mal, Rebeca, menos mal que no estás viva.

martes, 5 de marzo de 2019

nunca serás tan divertida

no destaparás la carcajada
de su boca de cañón
no recogerás ese cariño
que tanta falta te hace
nunca llegarás tan alto
te caerás nada más
ponerte esos zapatos
resbalarás en el charco
que provocan tus propias lágrimas
nunca serás tan decidida
no estirarás tanto los brazos
no escucharás esa canción
cerrarás los ojos por si acaso
no se te permite mirar
y no mirarás cuando debieras
porque todo lo haces mal
da igual lo que hagas
que algo —lo que sea—
estás haciendo mal

domingo, 3 de marzo de 2019

Soy un acordeón en manos de un niño despistado que todo lo rompe

Soy un acordeón en manos de un niño despistado
que todo lo rompe
El vaso en manos de la viajera
que no sabe a dónde ir

No sabía que te echaba de menos hasta que te vi en ese rellano

Tampoco la necesidad que tenéis de rellenar los silencios
como si de antiguos agujeros en las paredes de tratasen
como si de verdad creyerais que ese espejo
nunca estuvo ahí

Reflejándoos Mirándoos Rompiéndoos

Algún día haré como Alejandra y me quitaré años
No quiero que pase el tiempo porque
no hago nada con él

Tengo veinte, veintiuno, veintidós:                           sigo en el mismo curso
Tengo veintitrés, veinticuatro, veinticinco:               sigo en la misma mentira

Mi columna vertebral son las teclas de un piano y tú la tocas
como si fuera una guitarra Las notas salen de mi boca
como si mi cuerpo fuera una caja de música como si mi cuerpo fuera una caja de música como si mi cuerpo fuera una caja

Pero dentro no guardo nada

Me pregunto cuándo se cansarán de apretar mi cráneo
Cuándo la caricia no será amenaza Cuándo los besos no resultarán extraños
Cuándo volveré a sentirme a salvo Cómo volveré a sentirme a salvo

Si todo lo que hago me conduce al miedo Si todo lo que hago es intentar esconder
los mismos defectos con otros defectos que después intento esconder
Si todo lo que hago es intentar comprender

Cómo voy a dar cobijo al algodón
si no soy capaz de cuidar el recipiente



[Desplegar para el original en prosa]