Nos tomamos la infusión en silencio. Probé algunas de las pastas que había traído mi encantadora anfitriona y descansé en el canapé. La anciana se había sentado en el sillón que yo había imaginado que era su sitio habitual. El ambiente era de lo más agradable.
Contemplé la ventana que había en la pared de enfrente de la puerta. Una ventana cerrada desde la que se apreciaba la infinitud del bosque de altos pinos, cubiertos ahora de nieve por culpa del invierno. Me pregunté cómo había sido capaz de caminar durante tres días casi sin descanso, por miedo a que hubiera algún depredador al que le atrajera mi olor, por esas montañas. Ya no importaba mucho: lo había conseguido.
—Venga, le enseñaré el piso de arriba.
Acabamos de almorzar (no llevaba reloj encima, pero habría apostado cualquier cosa a que era casi mediodía) y dejamos las cosas sobre la mesita. La mujer tendió su mano hacia mí y yo se la cogí. El tacto rugoso me recordó al de las paredes. Hasta donde yo sabía, no había nada colgado en ninguna habitación. ¿Seguiría la misma norma el piso de arriba?
Me levanté y fui tras ella a las escaleras que había en el fondo de la habitación. Subimos poco a poco los raídos peldaños; con miedo, al menos yo, de que se rompieran. Aunque, como era de esperar, no se rompió ni uno.
Salimos al piso de arriba. Un pequeño cubículo rectangular con tres puertas cerradas: dos en la pared de la derecha y una enfrente de la escalera. Todo estaba muy oscuro, no había ninguna ventana. La poca luz que se apreciaba llegaba del hueco por el que acabábamos de subir. Por supuesto, la mujer se sabía la casa como la palma de su mano y abrió sin vacilar la puerta de la que sería mi dormitorio.
Era una habitación un tanto desolada, como todo en esa casa, sin mucho abalorio y demasiado espacio libre. Una cama, un armario y una mesa de resistente madera.
—La casa se construyó más o menos sobre la marcha y sin mucha idea de cómo organizar y distribuir las habitaciones. Teníamos prisa. Los materiales son buenos, eso sí, no se agobie: no va a caerse. Pero por eso este dormitorio tiene una forma tan extraña —la habitación tenía una especie de entradita estrecha y luego se abría a la izquierda, dando la sensación de que no se había construido para ser un dormitorio—. El que yo uso es un poco más pequeño, pero como es cuadrado lo prefiero. Espero que no le moleste.
Lo primero que se veía nada más entrar era la mesa, que se apoyaba en la pared de la derecha. La cama descansaba a la izquierda y a su lado, apoyado en la pared de enfrente de la puerta y a la izquierda de la ventana, estaba el armario.
De nuevo la rugosidad en las paredes. De nuevo la desnudez. Paredes completamente blancas, la cama perfectamente hecha, la mesa vacía. ¿Alguien había usado alguna vez aquella habitación? Me acerqué pausadamente a la ventana. Me asomé a ella y por primera vez supe por qué aquella mujer cuyo nombre aún desconocía me había dejado entrar.
Las casas formaban un círculo. Todas estaban en reunión, se comunicaban entre sí. Eran una gran familia, pero una gran familia cerrada: no había espacio para nadie más. Por eso yo estaba allí, mirándoles fijamente desde la lejanía. A mí me habían rechazado. Yo, como mi anfitriona, no había sido bienvenida a participar en el ritual. Así que había tenido que irme lejos, había tenido que seguir andando hasta la colina. Y había acabado en la única casa cuya puerta principal no miraba a la plaza central.