lunes, 30 de noviembre de 2020

L - VI (LVA)

Nos tomamos la infusión en silencio. Probé algunas de las pastas que había traído mi encantadora anfitriona y descansé en el canapé. La anciana se había sentado en el sillón que yo había imaginado que era su sitio habitual. El ambiente era de lo más agradable.

Contemplé la ventana que había en la pared de enfrente de la puerta. Una ventana cerrada desde la que se apreciaba la infinitud del bosque de altos pinos, cubiertos ahora de nieve por culpa del invierno. Me pregunté cómo había sido capaz de caminar durante tres días casi sin descanso, por miedo a que hubiera algún depredador al que le atrajera mi olor, por esas montañas. Ya no importaba mucho: lo había conseguido.

—Venga, le enseñaré el piso de arriba.

Acabamos de almorzar (no llevaba reloj encima, pero habría apostado cualquier cosa a que era casi mediodía) y dejamos las cosas sobre la mesita. La mujer tendió su mano hacia mí y yo se la cogí. El tacto rugoso me recordó al de las paredes. Hasta donde yo sabía, no había nada colgado en ninguna habitación. ¿Seguiría la misma norma el piso de arriba?

Me levanté y fui tras ella a las escaleras que había en el fondo de la habitación. Subimos poco a poco los raídos peldaños; con miedo, al menos yo, de que se rompieran. Aunque, como era de esperar, no se rompió ni uno.

Salimos al piso de arriba. Un pequeño cubículo rectangular con tres puertas cerradas: dos en la pared de la derecha y una enfrente de la escalera. Todo estaba muy oscuro, no había ninguna ventana. La poca luz que se apreciaba llegaba del hueco por el que acabábamos de subir. Por supuesto, la mujer se sabía la casa como la palma de su mano y abrió sin vacilar la puerta de la que sería mi dormitorio.

Era una habitación un tanto desolada, como todo en esa casa, sin mucho abalorio y demasiado espacio libre. Una cama, un armario y una mesa de resistente madera.

—La casa se construyó más o menos sobre la marcha y sin mucha idea de cómo organizar y distribuir las habitaciones. Teníamos prisa. Los materiales son buenos, eso sí, no se agobie: no va a caerse. Pero por eso este dormitorio tiene una forma tan extraña —la habitación tenía una especie de entradita estrecha y luego se abría a la izquierda, dando la sensación de que no se había construido para ser un dormitorio—. El que yo uso es un poco más pequeño, pero como es cuadrado lo prefiero. Espero que no le moleste.

Lo primero que se veía nada más entrar era la mesa, que se apoyaba en la pared de la derecha. La cama descansaba a la izquierda y a su lado, apoyado en la pared de enfrente de la puerta y a la izquierda de la ventana, estaba el armario.

De nuevo la rugosidad en las paredes. De nuevo la desnudez. Paredes completamente blancas, la cama perfectamente hecha, la mesa vacía. ¿Alguien había usado alguna vez aquella habitación? Me acerqué pausadamente a la ventana. Me asomé a ella y por primera vez supe por qué aquella mujer cuyo nombre aún desconocía me había dejado entrar.

Las casas formaban un círculo. Todas estaban en reunión, se comunicaban entre sí. Eran una gran familia, pero una gran familia cerrada: no había espacio para nadie más. Por eso yo estaba allí, mirándoles fijamente desde la lejanía. A mí me habían rechazado. Yo, como mi anfitriona, no había sido bienvenida a participar en el ritual. Así que había tenido que irme lejos, había tenido que seguir andando hasta la colina. Y había acabado en la única casa cuya puerta principal no miraba a la plaza central.

jueves, 26 de noviembre de 2020

L - V (LVA)

La sala era bastante simple. Había un canapé anaranjado bastante cómodo y acogedor pegado a la pared de la derecha y junto a éste había un sillón del mismo color que parecía más desgastado; seguramente la dueña de la casa lo utilizaba de manera más habitual. Gobernaba en medio del alargado salón una mesa cuadrada fabricada con la madera del mismo pino con el que me había ido tropezando en mi odisea por el bosque. Pero no estaba desnuda, sobre su cuerpo había un mantel blanco de puntilla hecho mano hacía ya varios siglos. Y en la pared izquierda había unas escaleras de madera ya ajada por el uso que conducían directamente y sin giros innecesarios al piso de arriba. Las paredes seguían siendo rugosas y estaban vacías, como las del pequeño pasillo de la entrada.

Entró mi peculiar anfitriona, tan sonriente como se había marchado minutos antes, con una bandeja de plata repleta de toda clase de dulces y un poco de té.

Une tasse ?

Naturellement —arbitré que era el momento idóneo para poner en práctica todo lo que había aprendido en las clases de francés con las que me había deleitado en mi antiguo hogar.

—No esperaba menos de usted.

Nos sonreímos con complicidad y en ese momento entendí que no tenía nada que temer, podía confiar en aquella competa desconocida.

Repartió hábilmente el té en dos relucientes tazas blancas. Me entregó una y la otra se la guardó para sí. El humo ascendía como las señales de una hoguera de una antigua civilización india. Me invitó con cálidas palabras a probar el té antes de que se enfriara mientras elle-même daba un pequeño sorbo al suyo. Un sorbo breve, apenas audible, pero lo suficientemente grande como para paladear el líquido proveniente, seguramente, de algún exótico país de Asia.

domingo, 22 de noviembre de 2020

L - IV (LVA)

Me vino el olor a limpio que impregnaba la pequeña cabaña de dos pisos. Sin duda, la mujer se encontraba en plena operación de limpieza.

—¿Necesita usted ayuda? —Quise ser cortés con la que podría llegar a ser mi nueva compañera de piso.

—¡Oh, no! No se moleste —respondió sin disimular la ingente carcajada que salió de su minúscula boca—. Es mi invitada y no voy a ponerla a trabajar nada más llegar —deduje entonces que sí me había oído llamar y había permitido que entrara—. Ya veremos mañana qué hago con usted. Quizá cambie de opinión, pero hoy...

Su pícara sonrisa y la complicidad de su mirada, así como el guiño que me lanzó sin pensárselo dos veces, me trastocó aún más de lo que estaba. ¿Su invitada? Quizá, en parte, sí lo fuera; pero aquella mujer no me había llamado previamente para proporcionarme un techo bajo el que dormir. Yo, simplemente, me había acercado a su casa y me había colado sin tener la seguridad de que sería bienvenida. «Ya veremos mañana». Ni siquiera me explicaba cómo podía tratarme de manera tan familiar. Sobre todo después de ver cómo habían reaccionado sus vecinos al verme invadir su aldea.

—¿Le apetece tomar algo? —Ofreció con esa amplia sonrisa que no se borraba de su rostro a la vez que cerraba la puerta de la despensa—. Tengo té, zumo de naranja preparado par moi-même, un poco de agua... Vino tinto, tal vez...

—¡Oh! No se preocupe. Con agua está bien.

—También tengo pastas. ¡Y fruta! —Cada vez se la veía más animada—. Y por supuesto también tengo chocolate... ¡Todo el mundo adora el chocolate! Moi, par exemple, j'aime le chocolat.

—Oh, no, no hace falta tanto...

Parfait —me di cuenta entonces de aquel pequeño detalle: hablaba con un suave acento francés ya difícil de quitar y algunas palabras las pronunciaba en ese idioma, seguramente el que había utilizado toda la vida—, iré a preparar un té y traeré unos dulces. ¡Oh! Pero, por favor, entre en la sala de estar, venga. Es esta puerta de aquí —señaló la que había a la derecha del pasillo—. Póngase cómoda mientras yo lo preparo todo. ¡Debe estar usted hambrienta!

—De verdad, con sólo un poco de agua bastará... Si yo lo único que quiero es descansar en un sitio medianamente cómodo...

S'il vous plâit, seguramente lleva usted horas andando... Muchas horas... ¡Es imposible que sólo quiera agua! Desea usted descansar y eso lo entiendo, pero descansará mejor con el estómago lleno.

Era una mujer difícil de convencer, así que desistí y decidí entrar en el salón a la espera del suculento manjar con el que pretendía obsequiarme por haber irrumpido de repente en su hogar.

miércoles, 18 de noviembre de 2020

L - III (LVA)

Crujió la madera a mis pies y palpé la rugosidad de las paredes blancas. El reducido pasadizo me condujo directamente hasta el fondo, pasando por delante de dos puertas cerradas, una a cada lado. Llegando al final del pasillo, vi que la puerta que coronaba el corredor estaba medio abierta, medio cerrada. Supuse que allí se encontraría mi anfitrión, así que la empujé y me asomé a la pequeña pieza. Una fuerte mezcla de olores me hizo retroceder, pero me contuve y volví a mirar dentro. Las paredes estaban llenas de estantes y éstos sostenían recipientes de todo tipo. De cristal, de cerámica, de madera. Seguramente albergarían en ellos diferentes especias y alimentos.

Bajé la vista inconscientemente y allí estaba: el cadáver reciente de un recipiente de cerámica yacía desmembrado en el suelo. Cualquier jurado habría tachado el crimen de homicidio imprudente. Por suerte parecía haber estado vacío a la hora de la muerte.

Con una dulce y distraída sonrisa, fui a girarme para buscar al dueño de la morada que acababa de allanar y acabé sobresaltándome de manera exagerada al toparme con éste. O, más bien, ésta. Me encontré con una anciana mujer que me miraba fijamente a los ojos. Era de estatura baja y muy delgada, tanto que incluso llegaban a marcársele los huesos de esos hombros caídos a través de la ropa. Un sencillo vestido grisáceo de lana tejido, seguramente, con sus propias manos o las de alguna antepasada cubría su frágil cuerpo. Su cabello era blanco como la nieve y estaba recogido en un complejo moño que yo jamás conseguiría hacerme. No llegué a ver su calzado, pero estaba segura de que llevaba unas de esas alpargatas fabricadas con piel de algún pobre animal y suela de esparto, escogidas más por la comodidad que por la estética.

—¿Me permite el paso? —Ahí me di cuenta de que llevaba un rato observándola en silencio.

—Po-por supuesto. ¡Se encuentra usted en su propia casa! —Tratamudeé sin llegar a comprender cómo era capaz aquella mujer de hablar tan tranquilamente con una completa desconocida que se había colado en su casa.

Merci beaucoup —continuó diciendo amablemente—. ¿Se hecha a un lado?

No había caído en que, aunque había decidido dejarla pasar a la galería, ni siquiera había articulado un solo músculo para dejar de obstaculizar el movimiento de la dueña de la casa. E incluso pensando en esto seguía sin ponerle remedio. Tenía que reaccionar como fuera.

Regresé de mis pensamientos y me aparté a un lado. La anciana entró en la despensa, se agachó despacio y con mucho esfuerzo a causa de la avanzada edad que debía tener, recogió los trozos grandes de cerámica y los guardó en una bolsa que sacó de uno de sus bolsillos. Después, con una escoba, barrió el resto del cuerpo inerte del recipiente.

miércoles, 11 de noviembre de 2020

L - II (LVA)

Proseguí mi camino reparando en las puertas de madera que se cerraban a mi alrededor y sintiendo la desconfianza de sus miradas posadas sobre mi nuca. Murmuraban entre ellos quién podía ser, pero nadie se atrevía a preguntarme.

Entonces me di cuenta de que había también una pequeña casa en lo alto de una colina; justo en la colina de enfrente de la que yo acababa de bajar. Ésta, la pequeña casa, a pesar de estar apartada, pertenecía al sobrecogedor conjunto habitado de escamados pueblerinos y seguía a la perfección el canon pactado de los hogares en la villa. Como no parecía que fueran a ofrecerme cama alguna por aquella zona, decidí subir la pequeña cuesta y probar suerte.

Profundamente agotada, terminé de ascender y me paré a descansar unos agradables segundos para recuperar el aliento. El viento soplaba más fuertemente allí arriba y mi estómago aullaba hambriento. No había comido nada salvo unas míseras bayas que encontré en el bosque la noche anterior y ya no podía aguantar más.

Recuperado el soplo vital, me aproximé a la puerta y llamé. Un total de siete pacientes veces hice sonar la madera con mis nudillos, pero no obtuve respuesta en ninguna ocasión. Por respeto, no pretendía abrir la puerta sin serme otorgado el permiso necesario; pero, a la octava ocasión en la que me disponía a tocar, la puerta pareció entreabrirse. Me quedé paralizada unos instantes y finalmente fui capaz de moverme. No parecía haber nadie al otro lado de la puerta y no sabía si debía entrar o esperar a que alguien de dentro contestara y me invitara, como deseaba que lo hicieran, a cruzar el umbral. Así que volví a llamar, pero esta vez acompañando la tonada con un tímido hola que se perdió en el aire sin toparse con ninguna respuesta.

La casa no era muy grande, pero gozaba de dos pisos. En ese momento pensé que seguramente el de arriba contenía los dormitorios y el de abajo, el salón y la cocina. Efectivamente, acerté; pero eso aún no lo sabía. Ni siquiera sabía si habría alguien dentro. Tal vez la casa estuviera abandonada por estar tan lejos del centro del pueblo. O quizá, aunque se encontrara tan lejos del resto de los vecinos, tampoco allí fueran bienvenidas las visitas. Pero la puerta estaba entreabierta, así que decidí pasar.

Me encontraba en mitad de esta ardua misión cuando escuché un fuerte ruido dentro de la casa. Fue como un sonido seco pero estruendoso, como el grito de un objeto delicado al golpearse contra alguna superficie sólida.

Supongo que me asusté y por eso abandoné la tarea de abrir la puerta y entrar, pero también me alegré al advertir que sí había alguien en casa. De nuevo la parálisis, pero esta vez mezclada con un cosquilleo jubiloso. Volví a escuchar algo en el interior. No el mismo canto de antes, sino más bien un susurro, como una pequeña oración. Desperté y terminé de abrir.