domingo, 27 de diciembre de 2020

2020

La puntuación es sobre cinco porque así lo dicta GoodReads.

 

ENERO

 

  • Un mundo y aparte. Antología poética 2008 (3/5)
  • Mary Ventura y el Noveno Reino, de Sylvia Plath (5/5)
  • Báilatelo sola, de Alejandra Martínez de Miguel (3.5/5)
  • El diario de Virginia Woolf. Volumen II (el año pasado leí el volumen I y dije que no los añadiría a la lista hasta tener todos los volúmenes, pero me parece una meta un tanto lejana, así que...) (4/5)
  • V de Vendetta, de Allan Moore y David Lloyd (edición limitada en blanco y negro que le compré a mi hermano por su cumpleaños) (4/5)
  • Dibujos, de Sylvia Plath (5/5)
  • Tierra de mujeres, de María Sánchez (3/5)
  • Cuaderno de campo, de María Sánchez (releído para comprobar si mi gusto respecto a la autora ha cambiado o simplemente su segundo libro es meh) (5/5) (mi gusto no ha cambiado)
  • La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres, de Siri Hustvedt (1.5/5)

 

FEBRERO

 

  • Languidez, de Alfonsina Storni (3.5/5)
  • Había una fiesta, de Marina L. Riudoms (4.5/5)
  • La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera (1/5)
  • Listas, guapas, limpias, de Anna Pacheco (3.5/5)
  • La llegada del Reino (Kingdom come), de Mark Waid y Alex Ross (4.5/5)
  • Pequeño Catálogo de Animales Heridos, de Ana Elena Pena (3.5/5)
  • Rotundamente negra y otros poemas, de Shirley Campbell Barr (5/5)
  • Viaje de invierno, de Amélie Nothomb (2.5/5)

 

MARZO

 

  • He leído que no mueren las almas, de Anna Ajmátova (3/5)
  • Una forma de vida, de Amélie Nothomb (3.5/5)
  • Biografía de lo cotidiano, de Mónica Sol (5/5)
  • Ordeno y mando, de Amélie Nothomb (3.5/5)
  • Cómo salir ilesa de una misma, de Ana Elena Pena (2/5)
  • Ni de Eva ni de Adán, de Amélie Nothomb (5/5)
  • Un poco de tu leche, de Lara Losada (4.5/5)
  • Higiene del asesino, de Amélie Nothomb (4/5)
  • Estupor y temblores, de Amélie Nothomb (4.5/5)
  • Batman: el largo Halloween, de Jeph Loeb y Tim Sale (3.5/5)
  • Una chica azul, de Lara Losada (2/5)

 

MAYO

 

  • Anne Sexton: un autorretrato en cartas, de Anne Sexton y Linda Gray Sexton (empezado en marzo) (5/5)
  • El sabotaje amoroso, de Amélie Nothomb (empezado y abandonado a mitad en marzo) (1.5/5)
  • Diario de golondrina, de Amélie Nothomb (5/5)
  • Cosmética del enemigo, de Amélie Nothomb (3.25/5)
  • Ácido sulfúrico, de Amélie Nothomb (3.5/5)

 

JUNIO

 

  • Cómo acabar con la escritura de las mujeres, de Joanna Russ (4/5)
  • Adrienne Rich (Entre los poetas míos, n.º 10), de Adrienne Rich (4/5)
  • The Shadowy Thrid, de Ellen Glasgow (espero haberlo entendido bien porque de ello depende mi puntuación) (4.5/5)
  • The Story of X, de Lois Gould (de verdad que no estoy intentando aprender inglés; es que no están traducidos y de todas formas son cuentos más o menos breves) (4/5)
  • Hexwood, de Diana Wynne Jones (4/5)
  • Lugares comunes, de Cristina Rossetti (4/5)
  • Ancho mar de los Sargazos, de Jean Rhys (3/5)
  • Muriel Rukeyser (Entre los poetas míos, n.º 85), de Muriel Rukeyser (3/5)
  • Mi boca florece como un corte, pequeña compilación de poemas de Anne Sexton (5/5)
  • Pequeña fuga (a seis voces), de Cristina C. Ciudad (2.2/5)
  • Noche caníbal en la boca de occidente, de David Efe (3.5/5)
  • La flor muerta del algodón, de Nerea Rojas (4.5/5)
  • La transición perpetua, de Luis del Val (1/5)

 

Este mes también he leído algunos textos sueltos (poemas, sobre todo) de algunas de las escritoras que se nombran en Cómo acabar con... y cuyos libros no he podido oler (de momento). Son: Katherine Mansfield, Anne Finch (un único poema), Margaret Cavendish, Erica Jong, Olga Broumas (dos poemas), Elizabeth Hardwick, Zelda Fitzgerald (un cuento y unas cartas), Kate Chopin (un cuento), Anne Bradstreet, Charlotte Mew, Amy Lowell, Anna Wickham, Marya Zaturenska, Elionor Wylie (tres poemas), Edith Sitwell (un poema largo), Marilyn Hacker, Marie Ponsot (un único poema), Marianne Moor, Marge Piercy (me encanta), Susan Griffin (dos poemas), Louise Bogan (dos poemas), Phyllis Wheatley (esclava hasta los 20 años, primera mujer afroamericana en publicar un libro de poesía en los EE. UU.), Elizabeth Bishop, Lady Gregory (un único poema), Julia Hard Howe (un único poema – Mother Day Proclamation), Pat Parker y Carolyn Kizer.

 

JULIO

 

  • El diario de Alice James, de Alice James (2/5)

 

AGOSTO

 

  • Los hombres me explican cosas, de Rebecca Solnit (4/5)
  • Animal de nieve, de Dara Scully (3.5/5)

 

SEPTIEMBRE

 

  • El bosque de la noche, de Djuna Barnes (2/5)

 

OCTUBRE

 

  • Ya no será, de Idea Vilariño (pequeña compilación de poemas) (4.5/5)
  • Actos impuros, de Ángelo Néstore (5/5)
  • La jajajada, de Tres Cejas (4/5)
  • Ay, Romeo, Romero, Romeo..., de Romeo del Barrio (2.5/5)
  • Henry y June, de Anaïs Nin (2/5)
  • El Diario de Anaïs Nin, volumen I (1931-1934), de Anaïs Nin (empezado a finales de septiembre) (3/5)

NOVIEMBRE

 

  • El diario de Virginia Woolf. Volumen III (5/5)

 

DICIEMBRE

 

  • Vidas trans, de (en orden de aparición) Alana Portero, Arnau Macías, Cassandra Vera, Darío Gael Blanco, Atenea Bioque y Qamar B. Al-Khansa (5/5)
  • Sola, de Raúl Quinto (5/5)
  • Tropelías, flores y otros poemas, de Iluminada Banda (4/5)
  • La extracción de la piedra de la locura y otros poemas, de Alejandra Pizarnik (5/5)

miércoles, 23 de diciembre de 2020

🍳

Hace mes y medio intenté suicidarme. Te lo digo por aquí porque sé que no encontraré la fuerza para decirte que te quiero y te echo mucho de menos y ojalá me cogieras de la mano mientras duermes. Era sábado y no encontré ninguna farmacia abierta en la que canjear las recetas que me quedaban de mi anterior psiquiatra, así que cogí todas las pastillas que tenía y me fui a mi casa (he dicho «mi»). Después de volver a guardar mis cosas menos el único recuerdo que tengo de ti, cogí mi botella ecofriendly de Natura y la llené de agua de grifo (por si no lo sabías, yo bebo agua de grifo). Me tomé unas 28 pastillas de Anafranil 25 mg, 10 o 12 de Zolpidem, 10 Diazepames si es que este plural existe, un único Lorazepam, cuatro pastillas que parecían Lacasitos pero que no sabían a chocolate y ahora pienso que probablemente no te parezcan tantas, pero yo me eché en la cama llorando porque tenía miedo. Cuando me desperté, ya no estaba en mi nueva cama sino en la vieja. No estaba en mi nueva casa sino en la vieja. No eras tú el que me miraba mientras dormía y desde luego no me cogías de la mano. Luego me dijeron que me había desmayado, pero no me confirmaron si me había o no golpeado la cabeza a pesar de que me dolía, me dolía mucho el lateral izquierdo y tenía un moratón en la cadera izquierda, señal inequívoca de que me había caído al suelo al desmayarme. Al día siguiente volví a mi casa con miedo de haber roto algún mueble y que el casero se enfadara conmigo y me echara. Pero en lugar de un mueble roto vi medio vómito en el suelo y otro medio en papel higiénico porque al parecer había intentado limpiarlo y por eso mi pantalón nuevo estaba manchado (ya es la segunda vez que me vomito sobre un pantalón nuevo y no sé si es que el universo trata de decirme algo). También le faltaba una patita, y esto me dolió más que cualquier otra cosa, a la única caricia que me queda de ti. Me entraron muchas ganas de llorar, pero afortunadamente la encontré en el suelo y se la puse mientras le pedía perdón. Perdón, perdón, perdón. Alguna sombra de lo que había ocurrido recorría a ratos mi mente y me di cuenta, por último, de que te había enviado un mensaje. Cuando mi cerebro decidió no guardar un registro de lo que estaba pasando, cuando mi cerebro creyó divertido actuar a mis espaldas, te envié un mensaje, normal y corriente, para saber de ti.

domingo, 20 de diciembre de 2020

R (LVA)

Te lo cuento porque es irremediable.

Los estómagos, Luna Miguel.

 

—Ven —fue la primera vez que me tuteaba; se arrastró por mi cuerpo una sensación extraña, como un escalofrío—. Te mostraré algo.

 

[...]

 

—¡Adelante! ¡No te quedes ahí parada, chiquilla! —¿Chiquilla?— ¡Pasa!

Me dio un pequeño empujón con su mano derecha sobre mi espalda y me obligó, amablemente, a pasar. Olía de forma realmente exquisita... Nunca olvidaré ese olor. Era una mezcla de pino, proveniente del bosque, y flores; unas flores que no sabía distinguir por mi escaso conocimiento en la materia. Además, era una habitación cálida y llena de amor.

Di unos pasos hacia delante y me fijé en el retrato que había colgado sobre el lecho de la anciana. Se trataba de una familia verdaderamente feliz, todos con una amplia sonrisa. La pareja, con ojos de enamorados y sonrisa dulce, se encontraba a los lados del lienzo abrazando ambos a la pequeña muchacha que regía, con sonrisa juguetona, el centro del cuadro. Una familia feliz, sí, verdaderamente feliz.

—Veo que te has fijado en mi más preciado tesoro —di un pequeño respingo; de tanto mirar el cuadro había dejado de pensar en mi alrededor y había estado a punto de creer que me encontraba sola—. Mi más preciado tesoro...

Un tesoro enmarcado en la madera que parece ser estaba de moda en aquellos tiempos, un bien preciado capaz de sacar una melancólica sonrisa a una mujer a la que se le saltaban las lágrimas cada noche, antes de dormir, cuando lo observaba.

—¿Puedo preguntar de quiénes se tratan...? —Dije tímidamente en un tono dubitativo un tanto infantil; quizá era cierto que seguía siendo una «chiquilla».

—Claro que puedes, ¿cómo no? Ja, ja, ja —Esa era la risotada que me hacía ver que no ocurría nada, la que me aliviaba en mi pueril pusilanimidad—. Habrás deducido tú solita que la mujer sonriente, la de la derecha, soy yo.

—Sí, se le parece bastante...

—Por favor, tutéame.

—Oh, perdone... ¡Perdón! Ambas tenéis las mimas facciones —la muer tenía razón, se parecían; tenían los mismos ojos y los mimos labios... ¡y la misma cara! ¿De verdad no me había dado cuenta aún?—, y la misma sonrisa...

—Sí... Sólo que era bastante más joven, ¡claro está!

Un triste suspiro de devoción por el pasado recorrió la estancia y nos envolvió cálida a la vez que fríamente.

—El hombre de cabello castaño y barba y cejas pobladas que me acompaña, como habrás deducido también, se trata de mi marido.

Aquel era su rostro. El color de los ojos no se apreciaba con claridad, más se le veían sinceros. Vestía como un verdadero campesino lleno de fino polvo. Tal vez fuera labrador o de algún oficio semejante.

—Y la pequeña señorita... vuestra hija.

—Así es... El vestido que lleva puesto se lo hice yo misma, ¡con mis propias manos!, con la lana del pueblo. Un traje hecho a medida para mi princesa de piel y rizos dorados, el angelito de ojos verdes de la familia, mi debilidad y la de mi esposo —se derrumbaba poco a poco ante mí y yo no podía hacer nada por evitarlo—. Pero las desgracias ocurren, sin saber por qué, y todo se oscurece de pronto y sin aparente motivo.

«¿Qué ocurrió?», habría deseado preguntar; pero era una situación un tanto incómoda y suponía que la respuesta sería demasiado... trágica. Seguramente no la hubiera ofendido ni nada por el estilo, pero no quise arriesgarme.

Chère...

—No tiene por qué contarme nada si no quiere —olvidé tutearla de nuevo, pero no pereció percatarse.

—Venga, te acompañaré a la que será tu habitación.

—¿Piensa acogerme de verdad en su morada?

Mon Dieu ! Qu'est-ce que je t'ai déjà dit ? Tu toie-moi ! Ha, ha !

—Perdón... se me olvida.

La típica sonrisa de haber olvidado algo de poco valor aparente emergió de mi boca mientras mi vista se deslizaba veloz hacia el suelo. Me mordí el labio inferior y volví a mirarla a los ojos. Sonrió ampliamente y salió por la puerta. No tuve más remedio que seguirla, no era de mi agrado permanecer en la habitación de una mujer sin que ésta estuviera allí presente, y mucho menos con el retrato de dos difuntos que miraban felizmente e incomodaban sin querer a una recién llegada.

[...]

Me contó entonces su historia.

Me contó que nació y se crió en un pequeño pueblo del norte de Francia. Un pueblo pequeño. Más, incluso, que este en el que nos encontrábamos. Siempre fue una niña tímida. Aplicada en la escuela, si se le podía llamar escuela a las clases de costura y demás quehaceres domésticos, y responsable en todos los ámbitos. Su padre le enseñó a leer y escribir a edad muy temprana porque no quería que fuera demasiado ingenua, como lo eran, por culpa de la sociedad, las mujeres de su época. Así que se acostumbró a escribir un diario. 

Escribía todo lo que hacía. Los lugares a los que iba, las personas con las que se cruzaba, las conversaciones que mantenía, las que oía que mantenías las personas con las que se cruzaba. Procuraba escribir con todo lujo de detalles todo lo que ocurría a su alrededor a lo largo del día. Lo que comía, los vestidos que llevaba, los pensamientos fugaces que invadían su cabeza rubia como el oro... Hasta que lo conoció a él.

sábado, 12 de diciembre de 2020

L - IX (LVA)

El incendio parecía haberse iniciado en el bosque. Al contrario de la aldea de la anciana que escuchaba atenta mi relato, la aldea de la que yo provenía no había sido edificada en medio del bosque, pero teníamos uno pequeño en lo que nosotros solíamos llamar la parte de atrás. Y mi casa era de las que más atrás estaban, así que fue de las primeras en convertirse en polvo. Junto con todo lo que había en su interior.

Nada más salir por la puerta eché un rápido vistazo alrededor para asegurarme de que tanto mi padre como mi madre seguían vivos. No los encontré, pero dado que habían pasado la noche fuera, en la otra punta del pueblo, supuse que estarían bien. Aproveché la confusión que había creado el fuego y me adentré en la oscuridad. Corrí por entre los árboles que se hallaban más lejos de las llamas y no volví la vista atrás.

No comenté a mi silenciosa oyente que mi intención era que me creyeran pasto de las llamas. Y ella, tan discreta como era, no preguntó por qué, si yo no había provocado el incendio, huí de esa manera.

La verdad es que el fuego fue una bendición. Aquella noche, como todas, Lucio entró por la ventana de mi habitación. Lo había hecho ya tantísimas veces, desde antes, incluso, de que nuestra relación se volviera tan abusiva, que cada vez escalaba más velozmente las paredes de ladrillo. Pero, a diferencia de otras veces, esa noche lo esperaba ansiosa.

Mis padres se habían ido a casa de unos amigos a celebrar un cumpleaños. No iban a ser los únicos padres que acudieran a la fiesta. Esa noche muchos adolescentes tendrían la casa para ellos solos. Y esa noche Lucio y yo hicimos el amor.

Por primera vez di yo el paso. Lo conduje a sentarse sobre mi cama bien hecha y me senté sobre él, tapándole la boca para que no hablara. Me sentí como si estuviera en la cima del mundo. Podía extender la mano hacia arriba y tocar el sol, pero preferí tocarlo a él. Yo tenía el control.

Besé sus labios. Sus carnosos labios. Y por primera vez en mucho tiempo me supieron a gloria. Pedazo de cielo en nuestras bocas, lamiéndolo y relamiéndolo, transportándolo de una cueva a otra, con nuestras lenguas.

Sin esperar mucho tiempo, nos deshicimos de la ropa como el viento se deshace de las hojas de los árboles. Estábamos en la cima del mundo y estábamos juntos. Podía extender la lengua hacia el cielo y quemármela con el sol, pero la deslicé hacia el centro de su virilidad. Un cordero recién nacido recibiendo por primera vez el néctar que lo mantendrá con vida por un tiempo.

Nos alimentamos mutuamente como dos amantes. Por primera vez el deseo, las caricias, el amor. Le había pillado por sorpresa y resulta que le gustaba. La delicadeza, el pacto, la aprobación. Me entregué a él.

Me entregué a él y él se durmió en mis brazos. Así que me zafé de él y abrí despacio el cajón superior de mi mesita de noche. Cogí el cuchillo que había escondido justo después de que se hubieran ido mis padres, creyéndome dormida en mi habitación  y lo degollé como degolló mi padre al cerdo en la festividad del Patrón del pueblo. Después me puse mi vestido blanco y mis zapatos de los domingos, los que usaba cuando iba a la plaza del pueblo a oler las flores mientras me reía de los feligreses, y volví a esconder el arma.

Nunca había visto a Lucio tan tranquilo, tan en paz con el mundo. Recé a un Dios en el que no creía por su alma. Por que perdonara sus pecados, su ambición. Al fin y al cabo era sólo un muchacho al que nadie había enseñado a hacer el amor. Él sólo se guiaba por un instinto muy primario.

Fue entonces cuando apareció el fuego. Y se me ocurrió la idea de que quizá, tal vez, si lograba huir de allí, creyeran que el cuerpo que yacía calcinado sobre mi cama era el mío.