miércoles, 29 de diciembre de 2021

2021

(Orden de lectura)
  1. El fin del germen, de María G. de Montis
  2. La edad de merecer, de Berta García Faet
  3. Quizás le llame Modagala, de Anna Roig
  4. Donde la nieve no llega. Algunos poemas, vv. aa. (edición a cargo de Elena Medel)
  5. Dafne (Glitter Zines)
  6. Lilith (Glitter Zines)
  7. Año del caballo, de Clara Piazuelo Lamonte de Grignon
  8. Pensamientos estériles, de Luna Miguel
  9. Casa fugaz. Poesía 1998-2018, de Andrés Neuman
  10. Cartas de Sylvia Plath. Vol. I (1940-1951)
  11. La barca del tiempo. Antología poética, de Cristina Peri Rossi
  12. Antología poética, de Sylvia Plath (escogida por Ted Hughes)
  13. Piedras en el bolsillo, de Kaouther Adimi
  14. El vientre vacío, de Noemí López Trujillo
  15. Sigo aquí, de Maggie O'Farrell
  16. La flor púrpura, de Chimamanda Ngozi Adichie
  17. Predicador: Rumbo a Texas, de Garth Ennis y Steve Dillon
  18. Predicador: Hasta el fin del mundo, de Garth Ennis y Steve Dillon
  19. Saga: capítulo UNO, de Brian K. Vaughan y Fiona Staples
  20. Saga: capítulo DOS, de Brian K. Vaughan y Fiona Staples
  21. La caricia perdida, de Alfonsina Storni
  22. Hijos de la bonanza, de Rocío Acebal Doval
  23. La belleza del marido. Un ensayo narrativo en 29 tangos, de Anne Carson
  24. Saga: capítulo TRES, de Brian K. Vaughan y Fiona Staples
  25. El trapecio del destino y otros cuentos, de Unica Zürn
  26. Perder el miedo. Un manual para la vida, de Sara Mesa
  27. Primavera sombría, de Unica Zürn
  28. Ariel, de Sylvia Plath
  29. Saga: capítulo CUATRO, de Brian K. Vaughan y Fiona Staples
  30. La cosa del pantano. Vol. I, de Alan Moore, Stephen Bissette y John Totleben (edición Deluxe de tres tomos)
  31. Cuentos, de Katherine Mansfield
  32. Safo, (edición a cargo de Aitor Boada Benito)
  33. Estar enfermo, de Luna Miguel
  34. Poetry is not dead, de Luna Miguel
  35. Sobre el duelo, de Chimamanda Ngozi Adichie
  36. Saga: capítulo CINCO, de Brian K. Vaughan y Fiona Staples
  37. Antología de poetas españolas (De la generación del 27 al siglo XV), varias (54) autoras
  38. Veo una vara de almendro. Veo una olla que hierve, de Angélica Liddell
  39. Un amor, de Sara Mesa
  40. Gota perdida en el inmenso mar. Antología poética, de Emilia Pardo Bazán
  41. Ella y su gato, de Makoto Shinkai y Naruki Nagakawa
  42. El gran libro de los gatos, vv. aa. (edición a cargo de Jorge de Cascante e ilustraciones de Alexandre Reverdin), leída sólo la primera mitad y abandonado sin posibilidad de retomarlo
  43. Úteros errantes, de Andrea Bescós
  44. tratado sobre tu nombre, de Adrián Viéitez
  45. Casa útero, de Bárbara Butragueño
  46. Poemas, de Mary Shelley
  47. Cada noche te escribo, de Patricia Benito Manzano
  48. Saga: capítulo SEIS, de Brian K. Vaughan y Fiona Staples
  49. El Gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald
  50. Un rompeolas en el fregadero, de Juana la Coja
  51. Poesía masculina, de Luna Miguel
  52. Catwoman: Si vas a Roma, de Jeph Loeb y Tim Sale
  53. Transformaciones, de Anne Sexton (edición ilustrada por Sandra Rilova)
  54. Quemar la casa, de Lara Losada
  55. Ortiga de mar (Glitter Zines)
  56. Estraloque (Glitter Zines)
  57. Girasol (Glitter Zines)
  58. Nietas de la hoguera (Glitter Zines)
  59. Supernova (Glitter Zines)
  60. Pieles de neón (Glitter Zines)
  61. Vestales (Glitter Zines)
  62. Ahora el meteorito somos nosotros. Un cómic sobre el mayor peligro para nuestro planeta y sus habitantes: el cambio climático, de Darío Adanti
  63. Las manos, de Sara Olivas
  64. Los adioses del trigo, de Javier Calderón
  65. Las niñas siempre dicen la verdad, de Rosa Berbel
  66. Poemas y fragmentos, de Safo de Lesbos
  67. Arte de amar, de Ovidio Nasón (libro primero; los libros segundo y tercero los dejo para enero)
  68. Le petit Nicolas a des ennuis, de René Goscinny y Jean-Jacques Sempé (dibujante)

(Releídos: Guía del autoestopista galáctico y El restaurante del fin del mundo, de Douglas Adams; En la mitad del camino recorrido, de María Emilia Cornejo; fragmentos de El hombre jazmín, de Unica Zürn; Noche caníbal en la boca de occidente, de David Efe)

domingo, 31 de octubre de 2021

Hace un año que no escribo

Los poemas ya no
forman parte de mi
forma de expresarme
Y sin embargo ha dejado
de gustarme la prosa
Ha dejado
de gustarme la prosa
y sin embargo me encuentro
escribiendo una novela

He dejado     -no sé cuándo-     de buscar piso
He dejado     -hace meses-         de ir al psiquiatra
Pero el tiempo para mí pasa de manera inconstante
y cuando digo meses podrían significar unas semanas
y cuando digo años podrían significar sólo unos días

Son las tres de la mañana
Pienso en ti cada noche
Aún estamos a octubre
Tu voz cada vez más difusa
se esconde en el rincón
más oscuro de mi mente
Ya no estoy segura de
ser capaz de reconocer tu rostro
ni aunque volviera a trabajar
en el mismo hospital
en el que nos conocimos

Sólo recuerdo tu nombre

Y estoy empezando a pensar que me lo inventé

miércoles, 22 de septiembre de 2021

Otoño u Hoja caduca

hi ha un dolor secret en la fulla 
que al vent vacil·la i dubta i cau. 
 
Anna Montero 
 
Un cuerpo se precipita desde lo alto. Cae más despacio de lo que parece a simple vista. Tarda en llegar a mis manos. Yo acariciaba sus cabellos para que no levantara la vista y me viera llorando; no quería que ella se sintiera culpable. Un cuerpo tarda demasiado en caer desde lo alto de esa rama. Se ha tirado de cabeza pero cae en horizontal. Siempre que pronuncio la palabra «horizontal» me acuerdo de Sylvia Plath («I am vertical / But I would rather be horizontal»). Mis manos son un cuenco vacío, esperan impacientes llenarse de ese cuerpo que se precipita desde lo alto. También esperaba ella impaciente aquel día saciarse del cuenco que formaban mis labios. Pero estaba vacía. 
 
Vacío el útero de mamá, la doctora procede a lavarme. Después me deposita sobre sus brazos como cuando papá le entregó su primer ramo de flores en su primera cita (esto me lo han contado mientras mirábamos viejos álbumes de fotos). Yo no quiero tener hijos. Cuando digo que no quiero tener hijos me dicen que aún soy demasiado joven para saberlo con certeza, que ya vendrá, que todo acaba cayendo, que el cuerpo que se precipita lentamente desde lo alto del árbol acabará llenando este cuenco vacío que son mis manos. Mi mejor amiga quiere ser madre y no he visto a nadie decirle que aún es demasiado joven para saberlo con certeza. 
 
Con certeza-certeza no sé nada todavía; quizá por eso no le dije toda la verdad. Por eso no le dije que no era virgen. Por eso le contesté que era mi primera vez con una chica. No sé por qué. Tampoco sé muy bien si estábamos enamoradas. Me gusta pensar que sí. Desde el primer momento en que la beso, delante de ese espejo vertical que no sueña (como Sylvia) con ser horizontal, sé que algún día echaré un vistazo al pasado y me preguntaré, si todo nos iba bien, qué nos pasó. 
 
Cuando la hoja del árbol cae a mis manos, la lágrima hace ya tiempo que ha atravesado mi mejilla y se dispone, también de cabeza, a saltar. A ella le gustaba mucho el otoño. A ella le gustaban las cosas que caían. Las hojas de los árboles, las gotas de lluvia, las lágrimas de sus ojos, la sangre de mi útero. Decía: «Este río de sangre es la vida que me llevo cuando hacemos el amor». Decía: «La menstruación sincronizada es el único hilo rojo del que me fío, el único hilo rojo que de verdad me conecta a mi destino». Decía: «Estoy salada por dentro, pero tú no llores, cariño, tú no llores». 
 
Cierro las manos despacio, suavemente, y el cuerpo se hace añicos. Acabo de destruir una galaxia. Me pregunto si hay alguien haciendo un cuenco con sus manos esperando que se le llene con la lágrima que ha caído desde mi barbilla. Me pregunto si aquel día ella sabía que estaba llorando y si lo sabía por qué no me dijo nada. 
 
El primer llanto que recuerdo fue aquel que escupí de la mano de mi madre. Si estás pensando que fue el típico llanto de primer día de colegio, estás en lo cierto. Desde que nací, hasta ese día de septiembre, el tiempo es una dimensión desconocida e inalcanzable, no apta para menores de tres años, no apta para una adulta que intenta echar un vistazo al pasado para ver qué es lo más antiguo que recuerda. 
 
A mi primer amor lo conocí en el instituto. Tenía el pelo castaño y una nariz muy grande. Éramos igual de altos. Este dato es trampa porque en realidad apenas mido metro cincuenta y seis. Lo que debería decir es que éramos igual de bajos. Se le daba muy bien dibujar y tocar la guitarra. 
 
A mi segundo amor lo conocí también en el instituto. Tenía el pelo negro y muy rizado. Le encantaba delinearse los ojos de colores chillones y nunca salía de casa desmaquillada. Aquí sí puedo afirmar que yo era más alta que ella. Bueno, o que ella era más baja que yo. Se le daba muy bien dibujar. 
 
A ella la conocí en la universidad. Se le daba muy bien tocar la guitarra.
 
Deformo el cuenco de mis manos y lo convierto en una tabla rasa, horizontal («I am vertical»), que coloco justo enfrente de mis labios. Soplo. Soplo tan fuerte que vuelven a saltarme las lágrimas. El cuerpo desmembrado de esa hoja seca se esparce por los aires. Hace ya tiempo que no me importa que me vean llorar. Desde ese día en que ella se esforzaba por beber del manantial de mi sexo y yo me empeñaba en derramar el líquido por el orificio equivocado mientras acariciaba sus cabellos para que no levantara la cabeza. 
 
Mi primer amor me hizo el amor en su casa. Sus padres no estaban y nosotros ya no teníamos que ir al instituto hasta el siguiente curso. Tampoco fingí entonces el orgasmo. Nos besamos y nos desnudamos con sus prisas y mis miedos virginales. No recuerdo haber sentido realmente ese deseo, ese fuego interno de justo antes de acostarte con la persona a la que amas. Porque cuando digo amor lo digo en serio. Mi primer amor que sabía tanto dibujar como tocar la guitarra me hizo hogar en su cama. Tanteó despacio el vestíbulo, llamó al timbre como mejor supo y penetró dentro de mí mientras yo no podía dejar de pensar en qué pasaría si de repente volvieran sus padres a casa. 
 
Me doy cuenta de que hay alguien mirándome fijamente. No sé quién es. Emprendo el camino a la biblioteca antes de que le dé por venir a hablar conmigo. «Ey, te he visto antes frente a ese árbol. Me pareces una tía muy misteriosa». Me pregunto qué necesidad hay. Me pregunto si piensa antes de hablar. Me pregunto si sería capaz de empujar una estantería para que cayeran las demás como fichas de dominó y acabaran aplastándolo a él en el suelo. Suelto un par de sílabas, le sonrío mecánicamente, sin mirarlo realmente a la cara, y sigo buscando un libro que me llame la atención. 
 
Mi segundo amor me hizo suya en el patio de su casa, que no tenía nada de particular pero que a esas horas yacía totalmente vacío. Nos besamos tiernamente mientras yo me preguntaba cómo era posible, qué conjuro había hecho, gracias a qué favor había sacado, la suavidad de su piel. Tampoco en ese momento estaba a punto de hervir. Yo no sentía esas ganas, yo estaba rota por dentro. Mi segundo amor dibujaba con las puntas de sus dedos todo el contorno de mi cuerpo, me pintaba con saliva, me cubría de dulzura. Yo intentaba hacer lo mismo pero mis dedos eran torpes. Yo intentaba abrir su sexo como me gustaba abrirme el mío y me manchaba de tinta. Tinta caliente, tinta trasparente, tinta clara de huevo en las yemas de los dedos. 
 
El desconocido me pide por tercera vez mi número de teléfono y al final se lo doy por no tener que negar tres veces, como Pedro. Con el tiempo he aprendido que es mejor dar el de verdad y esperar a que te llame o te escriba para bloquearlo. Tal y como yo esperaba, comprueba ahí mismo que el número que le he dado es el correcto y se despide entre risas. «Me tengo que ir». Vale, tampoco me importa. 
 
Recorro una a una las salas de la biblioteca. Busco un título concreto, pero no sé cuál es. Busco algo que llame mi atención. Así fue como nos conocimos: yo buscaba qué leer y la encontré a ella. Un título de un autor desconocido. De pie. La verdad es que prefiero que la autora sea una mujer. Frente a todos esos libros. Un fallo en las conexiones de mi cerebro me impide recordar qué pasó entre el momento en que nuestras manos se rozaron al ir a coger el mismo libro y la primera vez que hablamos la misma lengua. Cuál de las dos cogió ese único ejemplar, cuál de las dos abrió la puerta. Es la gran ventaja de acostarte con alguien de tu mismo sexo: no tenéis que esconderos a la hora de entrar en el mismo cuarto de baño. 
 
Ocupado. Últimamente siempre está ocupado. Subo por las escaleras para continuar con mi ruta semanal. Trato de olvidarme del pirata que ha tenido la indecencia de abordarme en este templo. Todos los viernes procuro venir para ver si encuentro algún buen libro que llevarme a casa. Pero me da miedo volvérmelo a cruzar, así que me mantengo alerta. El lavabo de las mujeres suele estar más ocupado que el de los hombres; tenemos la vejiga más pequeña, según tengo entendido. La biblioteca tiene cinco pisos y no todos guardan un cuarto de baño. Bloquearé su número de teléfono cuando llegue a casa. Tampoco todos los viernes tengo la suerte de llevarme una lectura para el fin de semana. 
 
La primera vez resultó un poco incómodo, la verdad. No se me había quedado su nombre y, tal vez para evitar que se enfadara por mis posibles meteduras de pata, le dije que era mi primera vez. Cerrar el pestillo fue ya todo un reto porque justo entramos en el cubículo que tenía la peor puerta. Encima teníamos que procurar no hacer ruido ya que, evidentemente, las paredes no estaban insonorizadas. Al menos no era una hora muy concurrida y no entró ninguna chica durante nuestra breve sesión. 
 
Estábamos una enfrente de la otra. La puerta imposiblemente cerrada a mi derecha, nuestros reflejos a mi izquierda, la pared a mi espalda, sus manos en mi cintura, mi espalda en la pared. Los azulejos blancos grises y su lengua en mi boca. Algo se movió dentro de mí. Algo se encendió, algo que hasta el momento había permanecido totalmente quieto y callado. Al principio creí que era la solitaria: había un parásito dentro de mi cuerpo. Pero en seguida descarté la idea. Un cosquilleo en lo más íntimo, unas ganas de más. No: unas ganas de algo. Sus manos en los acordes exactos. Su sexo pegado al mío. El contacto con el vello, con la piel. Yo deseaba tumbarme sobre las baldosas, pero me sabía mal decirlo y romper el hechizo, así que nos quedamos de pie, medio apoyadas en el váter. Papel higiénico en el suelo. Una compresa ensangrentada en la papelera. 
 
Cuando acabó la música me disculpé y volví a preguntarle su nombre. Me lo dio junto con su número de teléfono y el nombre de la carrera que estaba cursando y que al final, ya ves, no pudo acabar. Le di las gracias y la promesa de volverla a llamar. No lo hice hasta el día siguiente, que fue además cuando me di cuenta de que el número que me había dado era el verdadero. La felicidad también lo era. 
 
Salgo despacio por la puerta. Las manos vacías, los ojos rojos, secos. ¿Todo será así, a partir de ahora? No es la primera vez que me lo pregunto, así que supongo que ya sé la respuesta. Ella misma me lo dijo: se estaba muriendo. Ella intentaba aferrarse a la vida en sus momentos de mayor lucidez. Ella intentaba cualquier cosa con tal de encontrar una razón para quedarse. «Normalmente no me lío con una desconocida». A mí no hacía falta que me diera explicaciones. Pero todas las razones que encontraba, todos los motivos para permanecer en este mundo, eran pasajeros o no eran lo suficientemente fuertes. Yo, por ejemplo, que quería ser su dama andante y salvarla del dragón, fui incapaz de clavar bien la espada. 
 
Hago camino al andar a través de las escaleras. Me cruzo con caras desconocidas que, a pesar de que también van a menudo por la biblioteca, no voy a volver a ver nunca más. Deslizo la palma de mi mano por la barandilla. El silencio es rotundo. Rotundo es también mi convencimiento de que ese viernes sí encontraré un libro que pueda llevarme a casa. A la misma casa donde ella y yo hicimos tantas veces el amor cuando mis compañeras de piso no estaban. A la misma casa donde yo intentaba hacer que se quedara a mi lado. Pero la enfermedad es caprichosa y egoísta, y cuando la poseía la rompía en mil pedazos. A la misma casa en la que lloré el último día, yo lo sabía, lo sospechaba, en que hicimos el amor. 
 
Ni siquiera la enterraron, ¿sabes? Ni siquiera permitieron a su cuerpo descansar, tumbarse sobre el lecho y yacer así (como Plath) durante la eternidad. Paralela a la tierra que la habría acogido, yo lo sé, lo tengo claro, gustosa en su seno. 
 
La encontraron en su cama junto a una nota que pedía perdón. No había firma alguna ni destinatario. Sus padres creyeron que se dirigía a ellos y se quedaron la nota. Seguramente la tiraron pocos días más tarde. Yo sé que la había escrito para mí. «Este río de sangre es la vida que me llevo cuando hacemos el amor». Pero ese día no habíamos hecho el amor. Ese día ninguna de las dos estaba a principios de su ciclo. Esa sangre no era menstrual. 
 
La quemaron. La quemaron y la metieron en una urna. Resultaba más barato. Resultaba más barato convertir en polvo lo que ya de por sí era viento, ceniza, material volátil, estrella fugaz. La quemaron y yo no estuve delante. Porque yo me enteré tarde. Quiero decir que me lo dijeron tarde. Al final su madre me llamó por compromiso. Pero en realidad yo lo sentí justo en el momento en el que el filo del bolígrafo acuchillaba el papel. «Lo siento. Lo siento mucho».   
 
Llego a la planta en la que nos conocimos. Entro en la sala en la que la vi por primera vez. Ahora lo recuerdo. Me acerco a la estantería y ahí está: el libro gracias al cual nos hicimos el amor. De pie, en el estante de arriba, vertical. Levanto la mano temblorosa. Vuelven a caer las lágrimas. Permanecemos, el libro y yo, erguidos durante unos segundos, antes de cogerlo. Se lo llevó ella («But I would rather be horizontal»).

domingo, 29 de agosto de 2021

Mariner, bon mariner (15)

segons María Luisa Bombal

tan sols en un record

pot viure's tota una vida de tedi14

 

tan sols pensant en la bellesa

en comptes d’acariciar-la

després d’haver fet l’amor

 

només pensant en la teua boca

marcant territori amb impunitat

en la virginitat del meu coll

 

només imaginant que són els teus dits

i no els meus cabells llargs

els que em fan cosquerelles a l'esquena

 

en comptes de mossegar la llengua

ancorar els nostres cors

i compartir l’alé

 

(no seré jo

la que ho demostre)

 

domingo, 22 de agosto de 2021

Mariner, bon mariner (14)

quant tarda en ofegar-se

una persona?

quants minuts pot contindre

la respiració?

 

enguany: un any

 

(més, potser

ja fa prou de temps

que vaig perdre el compte)

 

ara només calcule els dies que porte sense escriure’t

un missatge o una entrada personal

al meu diari

 

—pàgines i pàgines de descripció inútil

que mai arribaran enlloc—

 

Google calendar m’ajuda amb la primera feina

la meua agudesa visual —una rápida ullada al rastre de tinta blava de la llibreta—

amb la segona

 

no parlar-te directament és més fácil

una vegada veig que l’últim moviment

fou meu

 

(no sóc molt bona als escacs però entenc

un joc

d’estratègia per torns)

 

no escriure de tu ja és més complicat

 

basta que no em contestes per a voldre12 fer-ho

dir-li al meu diari «veus com no em contesta?» i que em contestes

(basta que escriga que no em contestes per a voldre [tu] respondre)

 

clar, que el joc

requerix molta paciència

(no és precisament el meu fort

però intentaré no tornar

a precipitar els meus peons)

 

aleshores comprenc

 

mai marcarà el rellotge

l’hora de dir adeu

 

domingo, 15 de agosto de 2021

Mariner, bon mariner (13)

a partir d’ara el vaivé

de les ones

es manté

 

si l’oratge és bo

l’aigua salada ens envolta

amb la dolçor

 

platja daurada petxines

que s’ens claven a les plantes

dels peus mentres anem

 

a espai

agafats de la má

a la vora de la mar

 

(si l’oratge és roín

naufragi)