Y
no es maldad, es vértigo
«El síntoma», El sexo de la risa, Irene X
Lidia tenía siete años cuando la
atropellaron. Hacía poco que había aprendido a ir en bicicleta y ahora iba con
ella a todas partes. Incluso al colegio; metía la mochila en la cesta que había
en el manillar y pedaleaba hasta clase. Después su padre o yo, dependiendo de
quién la estuviera acompañando, se llevaba la bicicleta a rastras hasta casa.
Cuando se hacía la hora de ir a recogerla, volvíamos a arrastrar la bicicleta
hasta la puerta del colegio para que nuestra pequeña ciclista volviera
disfrutando de su pequeño verano azul particular.
Ese día no nos
dirigíamos a la escuela ni regresábamos de ella. Ese día era un típico día de
Pascua y Lidia disfrutaba de su bicicleta sin una mochila metida en la cesta.
Yo iba detrás con mi marido. Sanjeev y yo llevábamos diez años casados. Nos
conocimos de la forma más banal que existe: a través de unos amigos. Conectamos
en seguida; tanto que a los veintiún años ya formábamos un matrimonio.
Tuvimos
problemas para concebir a nuestra hija. Estuvimos un año entero intentándolo al
menos una vez al día; teníamos muchas ganas de formar una familia. Después de
estar intentándolo más de cuatro meses, yo empecé a tener pesadillas. No eran
todas iguales. A veces soñaba con que daba a luz a un niño deforme que con el
tiempo se hacía más y más deforme hasta convertirse en una gran masa oscura y
pringosa que terminaba devorándome viva. Otras veces tenía un bulto inusualmente
grande en la barriga que terminaba reventando y esparciendo mi sangre y
entrañas por las paredes de la habitación. Sanjeev no tenía pesadillas pero
sabía cuándo estaba teniendo yo una; así que, cuando me notaba sudorosa y me
veía gemir y llorar en sueños, él trataba de despertarme. Y cuando lo conseguía
era peor que cuando no porque me dejaba con la sensación de que ese día el
sueño iba a acabar de manera distinta y yo ya no iba a ver el nuevo final. Pero
sólo era una suposición absurda.
Con veintidós
años nos estábamos haciendo pruebas de fertilidad. Al parecer mis óvulos eran
un poco reticentes cuando se trataba de recibir visitas, pero había solución: un
tratamiento hormonal, fecundación artificial y seguir intentándolo por si acaso
había suerte y al final no era necesario eyacular en un vaso.
A los veintitrés
años y medio, y tras un par de intentos fallidos, los médicos dieron en el
clavo y el test de embarazo dio positivo. Positivo también dio el test de
alcoholemia que le hicieron a la conductora que nos arrebató lo que tanto esfuerzo
nos había costado crear.
A los
veinticuatro años tuvimos por fin el privilegio de coger en brazos el amor que
habíamos hecho con tanto esmero. Durante un tiempo fui incapaz de creer que
algo tan bello, algo tan puro, hubiera salido de mí; pero la cicatriz de la
cesárea que ahora lucía gustosa en el vientre era una prueba irrefutable de
ello.
Los primeros
meses fueron los más duros; no como los primeros meses de nuestra relación,
cuando yo acababa de entrar en la mayoría de edad y él me llevaba un par de
meses de ventaja. Íbamos de la mano a todas partes, éramos muy mimosos y
nuestros amigos siempre hacían bromas sobre lo empalagosos que éramos y el asco
que les daba mirarnos. A nosotros nos daba igual; les replicábamos que nos
tenían envidia, porque nosotros disfrutábamos del amor y ellos no. Al final
siempre llegábamos a la conclusión de que tanto ellos como nosotros teníamos
razón.
Como sus padres
se mudaron cuando él apenas sabía unas pocas palabras en hindi, Sanjeev no tenía
acento. Aprendió español a través de sus progenitores, pero con la ventaja de
estar rodeado de niños y maestros autóctonos en el colegio; así que ese acento
tan bonito del que siempre han disfrutado mis suegros nunca ha afectado a mi
marido. Bueno, ex.
El divorcio vino
un año después del entierro, después de que él pasara por un retiro de unos
cinco meses en Tumkur, ciudad del estado de Karnataka, en el suroeste de la
India, donde nació. La conductora del Audi rojo no sólo se llevó por delante a
nuestra pequeña en su bicicleta blanca, sino que atropelló nuestro matrimonio y
lo dejó ahí, agonizando.
Empecé el
tratamiento con la doctora Gutiérrez antes de conocer a Sanjeev. A pesar de ser
yo la que padecía el trastorno, creía inocentemente que el amor iba a curarme;
así que después de casi dos años yendo a la consulta y tomando las medicinas,
le dije que ya no hacía falta que me tratara. Era mentira, claro, si el cáncer
no se cura con amor, la depresión tampoco; pero, en mis primeros meses de
relación, la vida de verdad que me iba muy bien.
Cuando nuestro
noviazgo pareció reafirmarse, estar por fin bien sujeto, quizá tras unos ocho
meses o así, no lo recuerdo bien, yo empecé a tener miedo de que Sanjeev me
dejara. De que se diera cuenta de mi enfermedad crónica, de este agujero negro
que invadía mi interior y que todo lo absorbía, sin tener intención de dejar de
tragar; de esta urgencia de vaciar mis venas, de llenar mi estómago con la
muerte. Yo tenía miedo de que se percatara por fin de que la medicación era
para toda la vida y se diera a la fuga, como intentó hacerlo la asesina de mi
hija. Pero no lo hizo: la conductora terminó estampándose contra un árbol que
había ya empezado a florecer; Sanjeev terminó queriéndome más.
Habíamos
decidido ponerle el nombre de mi madre porque la pobre había fallecido unas
semanas antes de poder conocer a su nieta. Lidia era una niña excepcional, por
muy obvio que parezca que lo diga su propia madre. Muy alegre y muy lista. Se
parecía mucho a su padre.
El entierro fue
muy íntimo, pero se llenó en seguida de gente. Vinieron los abuelos paternos;
el abuelo materno en cuerpo y la abuela materna en espíritu; mi hermano, los
hermanos de Sanjeev, sus hijos; nuestros amigos, los padres de las amigas de
Lidia. Qué difícil llorar delante de tanta gente. Qué difícil tener que soltar
las lágrimas.
Cuando el coche
chocó contra mi pequeña, cuando su cuerpecito saltó por los aires, cuando el
golpe detuvo el tiempo, porque el tiempo es relativo y no avanza siempre a la
misma velocidad y cuanto más grave es la situación más lento pasa, Sanjeev fue
corriendo hasta Lidia. Yo lo seguí, y cuando llegué el llanto ya caía como
cascadas a través de sus morenas mejillas.
Mira que se lo
tenía dicho, que no fuera tan rápido, que tuviera más cuidado, que frenara
antes de llegar al paso de cebra y que por supuesto no cruzara sola. Ese día
Sanjeev y yo habíamos discutido. Ya no recuerdo por qué, cualquier tontería de
casa. Íbamos a hacer reformas en la cocina y no nos poníamos de acuerdo con los
azulejos, el color de los armarios, los estúpidos grifos. Ese día, en esa calle
que tan de sobra conocíamos los tres, por la que tantas veces habíamos cruzado,
Sanjeev y yo caminábamos juntos en silencio. Yo pensaba que el color burdeos
combina muy bien con un gris claro, tal vez un gris perla, no lo sé; siempre me
ha gustado el contraste que hacen el gris y el rojo, no sólo en los muebles
sino también en la ropa. Él no sé en qué pensaba.
Cuando le dije a
la doctora Gutiérrez que dejara de tratarme, que Sanjeev iba a curarme, ella me
dijo que no, que ese cosquilleo que sentía se debía sólo a los primeros meses
de enamoramiento, pero que no significaba que ya no tuviera depresión. Que las personas
con depresión también pueden ser felices. Pero yo tenía tantas ganas de que me
dijera que ya estaba sana... Fui una mala paciente y, aunque seguí yendo a su
consulta, durante un tiempo dejé de medicarme. No al cien por cien, pero a
veces, cuando dormía fuera, junto con Sanjeev, fingía olvidar las pastillas en
casa. Luego volví a ellas, en parte porque él me lo pidió; quería que me
pusiera buena, costara lo que costara, tardara el tiempo que tardara. Él iba a
estar ahí.
Al principio las
pastillas me hacían vomitar. Luego la doctora me las cambió por otras y me bajó
un poco la dosis. El agujero negro que tenía dentro del cuerpo, ahí donde el
resto del mundo tiene su plexo solar, se hizo un poquito menos denso; pero los
agujeros negros tienen muchísima masa, así que aún tenía la suficiente como
para necesitar una distancia de seguridad considerable. Verás: la distancia
mínima a la que puedes estar del campo gravitatorio de un objeto está limitada
por la superficie del objeto en cuestión (esto no me lo he inventado yo, lo he
leído en varios libros), y con forme más te acerques más notarás su atracción
gravitatoria. El problema viene cuando te das cuenta de que los agujeros negros
no disponen de dicha superficie, un terreno sólido que tú toques con las plantas
de los pies y digas: «vale, hasta aquí hemos llegado»; así que, aunque estos
cuerpos celestes tan masivos no sean todopoderosos, es muy fácil cruzar sin
querer la línea que te impedirá poder dar media vuelta y escapar. Por suerte,
si se le puede llamar suerte, la línea que separa la vida de la muerte de mi
agujero negro, o de cualquier otro agujero negro que se aloje dentro de
cualquier otra persona, siempre ha sido el cuerpo de su anfitrión. Mi
enfermedad no absorbe los sentimientos de Sanjeev; Sanjeev lloraba en el
funeral, lloraba cuando abrazó el cuerpecito inerte de su pequeña, cuando ese
grupo de chicos adolescentes se acercó para ver lo que había ocurrido y uno de
ellos llamó a emergencias sin pensarlo dos veces. Yo no. Yo no lloré en el
funeral, ni tampoco cuando me di cuenta de que Lidia tenía el cuello partido,
porque el golpe había sido lo suficientemente fuerte como para lanzarla por los
aires y estamparla contra la farola. El casco no le había servido de nada.
El coche había
decidido pasar por alto el semáforo en rojo, el paso de cebra y el cadáver que
había dejado a su paso; pero afortunadamente no consiguió llegar muy lejos. La
sangre combinaba muy bien con la acera en la que había terminado mi hija. Rojo
y gris. Gris y rojo. Por un instante pensé en decirle a mi marido que yo tenía
razón; que, si decidíamos poner las baldosas grises, teníamos que poner las
puertas de los armarios en rojo burdeos, y no en ese verde manzana que a él le
gustaba tanto.
El Audi había
acabado medio empotrado contra un árbol; un daño colateral, otra pobre víctima
de conducir ebria. Lidia tenía los ojos abiertos y una expresión de miedo en su
rostro que de verdad aterraba mirar. Me agaché. Me agaché para estar al lado de
mi marido, para cogerle la mano a mi hija, para que ese grupo de chicos que
disfrutaba de las vacaciones de Pascua no pensara que no amaba a mi pequeña. Mi
pequeña lo era todo para mí, pero ese día lo olvidé. Olvidé recordarle que no
fuera tan rápido, que tuviera más cuidado, que frenara antes de llegar al paso
de cebra y que por supuesto no cruzara sola. El estúpido catálogo del Leroy
Merlin había hecho que olvidara cómo cuidar de mi hija, cómo mantenerla a
salvo, cómo mantenerla viva.
Hasta que no me
presentaron a Sanjeev, yo no sabía que podía amar a alguien. Hasta que no lo
conocí, hasta que no supe de él, hasta que no me dio la mano por primera vez,
yo no consideraba la posibilidad de vivir mi vida junto con otra persona que no
fuera yo. Tenía a mis amigas, pero me veía incapaz de quererlas como parecían
quererse entre ellas, o incluso como parecían quererme a mí. Mi madre, que en
paz descanse, no me vio no llorar en su funeral. Mi padre no me verá no llorar
en el suyo.
Tras el entierro
de Lidia, Sanjeev empezó a estar un poco distante. Yo sentía mucha pena por él,
por mí, pero no sabía qué hacer. Yo lo abrazaba, le daba besos en las mejillas,
enjuagaba sus lágrimas con mis manos y me las restregaba por el rostro, para
notar la pena sobre mi piel, para absorberla, para hidratar mi plexo agujero
negro. Él se apartaba de mí. Él ya conocía este vacío antes de casarse conmigo.
Yo ya conocía este vacío. Pero ninguno de los dos había sospechado que fuera a
llegar a ser tan grande, y menos después de haber soltado alguna lagrimita, de
alegría, eso sí, durante el nacimiento de nuestra hija. Hasta que no supe de la
existencia de Lidia, yo no sabía que podía volver a enamorarme de alguien.
Hasta que no me tendió su manita por primera vez. E incluso antes, el día en
que dio su primera patada contra la pared de mi útero, con tanta intensidad que
parecía querer hacer reformas en casa. Rojo y gris. Gris y rojo.
Sanjeev se fue a
la India para pensar, según me dijo, porque necesitaba un tiempo para él. Nos
iba a venir bien a los dos, en realidad. Los grandes acontecimientos, buenos o
malos, o te unen o te destrozan. A nosotros nos destrozó. La conductora del
Audi rojo, la que dio positivo en el test de alcoholemia, la que gracias a ese
pobre árbol no logró darse a la fuga, rompió nuestra querida familia en pétalos
tan pequeños que la flor se marchitó al instante.
Durante la
ausencia de Sanjeev, yo dejé de ir a trabajar. Tiene gracia, ¿sabes? Después
de, no sé, quince años diagnosticada, por fin me cogí una baja por depresión.
Aunque el verdadero motivo era que no quería ir a la oficina para aguantar esas
miradas cargadas de pena, miradas compasivas, que te lanzan, sin ninguna mala
intención, los compañeros de trabajo. Saber que saben lo que saben y que aun
así no te digan nada, que prefieran fingir que todo va bien, que nada ha
ocurrido, hasta que seas tú la que dé el paso y hable del tema.
Cuando Sanjeev volvió, me dijo que lo mejor era
que nos separáramos, al menos por un tiempo; un tiempo que, creo que ya puedo
decirlo, acabó siendo mucho más largo de lo que yo habría querido. Vendimos la
casa, nos mudamos, cada uno por su lado, aunque no tan lejos el uno de la otra
como habría cabido esperar, por culpa del trabajo. Decidimos no mantener el
contacto, no volver a hablar, pero no para siempre. Aún tenemos una hija en
común. Muerta, pero es nuestra hija. El día de su cumpleaños siempre
coincidimos en el cementerio; nos damos dos besos, dejamos flores sobre su
pequeña tumba, nos contamos un poco cómo nos va todo. Hace tiempo que lo
ascendieron en el trabajo, me alegro mucho por él. A mí me han vuelto a cambiar
la medicación, pero sigo con la doctora Gutiérrez. Se ha vuelto a casar. Yo no
creo que lo haga. Yo tengo a mis amigas; me han ayudado mucho a avanzar. Sigo
creyendo que no sé quererlas, pero ellas parecen quererme a mí. Él tiene a sus
amigos y a los de su nueva esposa. No sé qué aspecto tiene, pero me la imagino
muy guapa y muy alta, con el cabello largo hasta la cintura y rizado. Muy
rizado. Yo he vuelto a cortarme el mío; ya no me lo dejo crecer. También he
vuelto a montar en bicicleta, sobre todo los domingos por la mañana; pedaleo
por el río y dejo que el viento me golpee el rostro, algo que no hacía
prácticamente desde que empecé el instituto, mucho antes de conocer a Sanjeev.
Dice que le gusta mucho su nueva casa, pero que está pensando en reformar la
cocina, que no le convence del todo, que tiene un aspecto viejo. Ha elegido las
baldosas grises, muy bonitas, me dice. Y de nuevo el dilema de si poner las
puertas de los armarios de un verde manzana o de un rojo burdeos.