sábado, 20 de marzo de 2021

Primavera o Flor de loto

Y no es maldad, es vértigo  
«El síntoma», El sexo de la risa, Irene X 
 
Lidia tenía siete años cuando la atropellaron. Hacía poco que había aprendido a ir en bicicleta y ahora iba con ella a todas partes. Incluso al colegio; metía la mochila en la cesta que había en el manillar y pedaleaba hasta clase. Después su padre o yo, dependiendo de quién la estuviera acompañando, se llevaba la bicicleta a rastras hasta casa. Cuando se hacía la hora de ir a recogerla, volvíamos a arrastrar la bicicleta hasta la puerta del colegio para que nuestra pequeña ciclista volviera disfrutando de su pequeño verano azul particular. 
 
Ese día no nos dirigíamos a la escuela ni regresábamos de ella. Ese día era un típico día de Pascua y Lidia disfrutaba de su bicicleta sin una mochila metida en la cesta. Yo iba detrás con mi marido. Sanjeev y yo llevábamos diez años casados. Nos conocimos de la forma más banal que existe: a través de unos amigos. Conectamos en seguida; tanto que a los veintiún años ya formábamos un matrimonio. 
 
Tuvimos problemas para concebir a nuestra hija. Estuvimos un año entero intentándolo al menos una vez al día; teníamos muchas ganas de formar una familia. Después de estar intentándolo más de cuatro meses, yo empecé a tener pesadillas. No eran todas iguales. A veces soñaba con que daba a luz a un niño deforme que con el tiempo se hacía más y más deforme hasta convertirse en una gran masa oscura y pringosa que terminaba devorándome viva. Otras veces tenía un bulto inusualmente grande en la barriga que terminaba reventando y esparciendo mi sangre y entrañas por las paredes de la habitación. Sanjeev no tenía pesadillas pero sabía cuándo estaba teniendo yo una; así que, cuando me notaba sudorosa y me veía gemir y llorar en sueños, él trataba de despertarme. Y cuando lo conseguía era peor que cuando no porque me dejaba con la sensación de que ese día el sueño iba a acabar de manera distinta y yo ya no iba a ver el nuevo final. Pero sólo era una suposición absurda. 
 
Con veintidós años nos estábamos haciendo pruebas de fertilidad. Al parecer mis óvulos eran un poco reticentes cuando se trataba de recibir visitas, pero había solución: un tratamiento hormonal, fecundación artificial y seguir intentándolo por si acaso había suerte y al final no era necesario eyacular en un vaso. 
 
A los veintitrés años y medio, y tras un par de intentos fallidos, los médicos dieron en el clavo y el test de embarazo dio positivo. Positivo también dio el test de alcoholemia que le hicieron a la conductora que nos arrebató lo que tanto esfuerzo nos había costado crear. 
 
A los veinticuatro años tuvimos por fin el privilegio de coger en brazos el amor que habíamos hecho con tanto esmero. Durante un tiempo fui incapaz de creer que algo tan bello, algo tan puro, hubiera salido de mí; pero la cicatriz de la cesárea que ahora lucía gustosa en el vientre era una prueba irrefutable de ello. 
 
Los primeros meses fueron los más duros; no como los primeros meses de nuestra relación, cuando yo acababa de entrar en la mayoría de edad y él me llevaba un par de meses de ventaja. Íbamos de la mano a todas partes, éramos muy mimosos y nuestros amigos siempre hacían bromas sobre lo empalagosos que éramos y el asco que les daba mirarnos. A nosotros nos daba igual; les replicábamos que nos tenían envidia, porque nosotros disfrutábamos del amor y ellos no. Al final siempre llegábamos a la conclusión de que tanto ellos como nosotros teníamos razón. 
 
Como sus padres se mudaron cuando él apenas sabía unas pocas palabras en hindi, Sanjeev no tenía acento. Aprendió español a través de sus progenitores, pero con la ventaja de estar rodeado de niños y maestros autóctonos en el colegio; así que ese acento tan bonito del que siempre han disfrutado mis suegros nunca ha afectado a mi marido. Bueno, ex. 
 
El divorcio vino un año después del entierro, después de que él pasara por un retiro de unos cinco meses en Tumkur, ciudad del estado de Karnataka, en el suroeste de la India, donde nació. La conductora del Audi rojo no sólo se llevó por delante a nuestra pequeña en su bicicleta blanca, sino que atropelló nuestro matrimonio y lo dejó ahí, agonizando. 
 
Empecé el tratamiento con la doctora Gutiérrez antes de conocer a Sanjeev. A pesar de ser yo la que padecía el trastorno, creía inocentemente que el amor iba a curarme; así que después de casi dos años yendo a la consulta y tomando las medicinas, le dije que ya no hacía falta que me tratara. Era mentira, claro, si el cáncer no se cura con amor, la depresión tampoco; pero, en mis primeros meses de relación, la vida de verdad que me iba muy bien. 
 
Cuando nuestro noviazgo pareció reafirmarse, estar por fin bien sujeto, quizá tras unos ocho meses o así, no lo recuerdo bien, yo empecé a tener miedo de que Sanjeev me dejara. De que se diera cuenta de mi enfermedad crónica, de este agujero negro que invadía mi interior y que todo lo absorbía, sin tener intención de dejar de tragar; de esta urgencia de vaciar mis venas, de llenar mi estómago con la muerte. Yo tenía miedo de que se percatara por fin de que la medicación era para toda la vida y se diera a la fuga, como intentó hacerlo la asesina de mi hija. Pero no lo hizo: la conductora terminó estampándose contra un árbol que había ya empezado a florecer; Sanjeev terminó queriéndome más. 
 
Habíamos decidido ponerle el nombre de mi madre porque la pobre había fallecido unas semanas antes de poder conocer a su nieta. Lidia era una niña excepcional, por muy obvio que parezca que lo diga su propia madre. Muy alegre y muy lista. Se parecía mucho a su padre. 
 
El entierro fue muy íntimo, pero se llenó en seguida de gente. Vinieron los abuelos paternos; el abuelo materno en cuerpo y la abuela materna en espíritu; mi hermano, los hermanos de Sanjeev, sus hijos; nuestros amigos, los padres de las amigas de Lidia. Qué difícil llorar delante de tanta gente. Qué difícil tener que soltar las lágrimas. 
 
Cuando el coche chocó contra mi pequeña, cuando su cuerpecito saltó por los aires, cuando el golpe detuvo el tiempo, porque el tiempo es relativo y no avanza siempre a la misma velocidad y cuanto más grave es la situación más lento pasa, Sanjeev fue corriendo hasta Lidia. Yo lo seguí, y cuando llegué el llanto ya caía como cascadas a través de sus morenas mejillas.
 
Mira que se lo tenía dicho, que no fuera tan rápido, que tuviera más cuidado, que frenara antes de llegar al paso de cebra y que por supuesto no cruzara sola. Ese día Sanjeev y yo habíamos discutido. Ya no recuerdo por qué, cualquier tontería de casa. Íbamos a hacer reformas en la cocina y no nos poníamos de acuerdo con los azulejos, el color de los armarios, los estúpidos grifos. Ese día, en esa calle que tan de sobra conocíamos los tres, por la que tantas veces habíamos cruzado, Sanjeev y yo caminábamos juntos en silencio. Yo pensaba que el color burdeos combina muy bien con un gris claro, tal vez un gris perla, no lo sé; siempre me ha gustado el contraste que hacen el gris y el rojo, no sólo en los muebles sino también en la ropa. Él no sé en qué pensaba. 
 
Cuando le dije a la doctora Gutiérrez que dejara de tratarme, que Sanjeev iba a curarme, ella me dijo que no, que ese cosquilleo que sentía se debía sólo a los primeros meses de enamoramiento, pero que no significaba que ya no tuviera depresión. Que las personas con depresión también pueden ser felices. Pero yo tenía tantas ganas de que me dijera que ya estaba sana... Fui una mala paciente y, aunque seguí yendo a su consulta, durante un tiempo dejé de medicarme. No al cien por cien, pero a veces, cuando dormía fuera, junto con Sanjeev, fingía olvidar las pastillas en casa. Luego volví a ellas, en parte porque él me lo pidió; quería que me pusiera buena, costara lo que costara, tardara el tiempo que tardara. Él iba a estar ahí.
 
Al principio las pastillas me hacían vomitar. Luego la doctora me las cambió por otras y me bajó un poco la dosis. El agujero negro que tenía dentro del cuerpo, ahí donde el resto del mundo tiene su plexo solar, se hizo un poquito menos denso; pero los agujeros negros tienen muchísima masa, así que aún tenía la suficiente como para necesitar una distancia de seguridad considerable. Verás: la distancia mínima a la que puedes estar del campo gravitatorio de un objeto está limitada por la superficie del objeto en cuestión (esto no me lo he inventado yo, lo he leído en varios libros), y con forme más te acerques más notarás su atracción gravitatoria. El problema viene cuando te das cuenta de que los agujeros negros no disponen de dicha superficie, un terreno sólido que tú toques con las plantas de los pies y digas: «vale, hasta aquí hemos llegado»; así que, aunque estos cuerpos celestes tan masivos no sean todopoderosos, es muy fácil cruzar sin querer la línea que te impedirá poder dar media vuelta y escapar. Por suerte, si se le puede llamar suerte, la línea que separa la vida de la muerte de mi agujero negro, o de cualquier otro agujero negro que se aloje dentro de cualquier otra persona, siempre ha sido el cuerpo de su anfitrión. Mi enfermedad no absorbe los sentimientos de Sanjeev; Sanjeev lloraba en el funeral, lloraba cuando abrazó el cuerpecito inerte de su pequeña, cuando ese grupo de chicos adolescentes se acercó para ver lo que había ocurrido y uno de ellos llamó a emergencias sin pensarlo dos veces. Yo no. Yo no lloré en el funeral, ni tampoco cuando me di cuenta de que Lidia tenía el cuello partido, porque el golpe había sido lo suficientemente fuerte como para lanzarla por los aires y estamparla contra la farola. El casco no le había servido de nada. 
 
El coche había decidido pasar por alto el semáforo en rojo, el paso de cebra y el cadáver que había dejado a su paso; pero afortunadamente no consiguió llegar muy lejos. La sangre combinaba muy bien con la acera en la que había terminado mi hija. Rojo y gris. Gris y rojo. Por un instante pensé en decirle a mi marido que yo tenía razón; que, si decidíamos poner las baldosas grises, teníamos que poner las puertas de los armarios en rojo burdeos, y no en ese verde manzana que a él le gustaba tanto.
 
El Audi había acabado medio empotrado contra un árbol; un daño colateral, otra pobre víctima de conducir ebria. Lidia tenía los ojos abiertos y una expresión de miedo en su rostro que de verdad aterraba mirar. Me agaché. Me agaché para estar al lado de mi marido, para cogerle la mano a mi hija, para que ese grupo de chicos que disfrutaba de las vacaciones de Pascua no pensara que no amaba a mi pequeña. Mi pequeña lo era todo para mí, pero ese día lo olvidé. Olvidé recordarle que no fuera tan rápido, que tuviera más cuidado, que frenara antes de llegar al paso de cebra y que por supuesto no cruzara sola. El estúpido catálogo del Leroy Merlin había hecho que olvidara cómo cuidar de mi hija, cómo mantenerla a salvo, cómo mantenerla viva. 
 
Hasta que no me presentaron a Sanjeev, yo no sabía que podía amar a alguien. Hasta que no lo conocí, hasta que no supe de él, hasta que no me dio la mano por primera vez, yo no consideraba la posibilidad de vivir mi vida junto con otra persona que no fuera yo. Tenía a mis amigas, pero me veía incapaz de quererlas como parecían quererse entre ellas, o incluso como parecían quererme a mí. Mi madre, que en paz descanse, no me vio no llorar en su funeral. Mi padre no me verá no llorar en el suyo. 
 
Tras el entierro de Lidia, Sanjeev empezó a estar un poco distante. Yo sentía mucha pena por él, por mí, pero no sabía qué hacer. Yo lo abrazaba, le daba besos en las mejillas, enjuagaba sus lágrimas con mis manos y me las restregaba por el rostro, para notar la pena sobre mi piel, para absorberla, para hidratar mi plexo agujero negro. Él se apartaba de mí. Él ya conocía este vacío antes de casarse conmigo. Yo ya conocía este vacío. Pero ninguno de los dos había sospechado que fuera a llegar a ser tan grande, y menos después de haber soltado alguna lagrimita, de alegría, eso sí, durante el nacimiento de nuestra hija. Hasta que no supe de la existencia de Lidia, yo no sabía que podía volver a enamorarme de alguien. Hasta que no me tendió su manita por primera vez. E incluso antes, el día en que dio su primera patada contra la pared de mi útero, con tanta intensidad que parecía querer hacer reformas en casa. Rojo y gris. Gris y rojo. 
 
Sanjeev se fue a la India para pensar, según me dijo, porque necesitaba un tiempo para él. Nos iba a venir bien a los dos, en realidad. Los grandes acontecimientos, buenos o malos, o te unen o te destrozan. A nosotros nos destrozó. La conductora del Audi rojo, la que dio positivo en el test de alcoholemia, la que gracias a ese pobre árbol no logró darse a la fuga, rompió nuestra querida familia en pétalos tan pequeños que la flor se marchitó al instante. 
 
Durante la ausencia de Sanjeev, yo dejé de ir a trabajar. Tiene gracia, ¿sabes? Después de, no sé, quince años diagnosticada, por fin me cogí una baja por depresión. Aunque el verdadero motivo era que no quería ir a la oficina para aguantar esas miradas cargadas de pena, miradas compasivas, que te lanzan, sin ninguna mala intención, los compañeros de trabajo. Saber que saben lo que saben y que aun así no te digan nada, que prefieran fingir que todo va bien, que nada ha ocurrido, hasta que seas tú la que dé el paso y hable del tema. 
 
Cuando Sanjeev volvió, me dijo que lo mejor era que nos separáramos, al menos por un tiempo; un tiempo que, creo que ya puedo decirlo, acabó siendo mucho más largo de lo que yo habría querido. Vendimos la casa, nos mudamos, cada uno por su lado, aunque no tan lejos el uno de la otra como habría cabido esperar, por culpa del trabajo. Decidimos no mantener el contacto, no volver a hablar, pero no para siempre. Aún tenemos una hija en común. Muerta, pero es nuestra hija. El día de su cumpleaños siempre coincidimos en el cementerio; nos damos dos besos, dejamos flores sobre su pequeña tumba, nos contamos un poco cómo nos va todo. Hace tiempo que lo ascendieron en el trabajo, me alegro mucho por él. A mí me han vuelto a cambiar la medicación, pero sigo con la doctora Gutiérrez. Se ha vuelto a casar. Yo no creo que lo haga. Yo tengo a mis amigas; me han ayudado mucho a avanzar. Sigo creyendo que no sé quererlas, pero ellas parecen quererme a mí. Él tiene a sus amigos y a los de su nueva esposa. No sé qué aspecto tiene, pero me la imagino muy guapa y muy alta, con el cabello largo hasta la cintura y rizado. Muy rizado. Yo he vuelto a cortarme el mío; ya no me lo dejo crecer. También he vuelto a montar en bicicleta, sobre todo los domingos por la mañana; pedaleo por el río y dejo que el viento me golpee el rostro, algo que no hacía prácticamente desde que empecé el instituto, mucho antes de conocer a Sanjeev. Dice que le gusta mucho su nueva casa, pero que está pensando en reformar la cocina, que no le convence del todo, que tiene un aspecto viejo. Ha elegido las baldosas grises, muy bonitas, me dice. Y de nuevo el dilema de si poner las puertas de los armarios de un verde manzana o de un rojo burdeos.

viernes, 12 de marzo de 2021

Vestida de dol (6/6)

ad ella

l'altre dia vaig vore'ns

cadascuna en un extrem

del passadís

com col·locar un espill

a l'altura de la cuina

—a mitjan camí entre tu i jo—

i vore'm reflectida

 

(quasi mateix pijama

quasi mateixa bata

d’estar per casa

 

mateix gest exacte amb

les mans)

 

sé que a la meua edat el teu pit

ja alimentava al meu germà

sé que no vivies a casa

dels teus pares

que tenies un treball

que tenies esperança

 

però també sé

i ho sé perquè ho he vist

registrant els calaixos

buscant fotografies de mi

en algun antic àlbum de records

que a la meua edat el teu aspecte

era igual que el meu

 

(mateixa mirada exacta

mateix somriure exacte

mateix gest exacte amb

les mans)

 

trobar-me en tu em va fer

reflexionar

 

si jo les he vistes, mare

si jo les he vistes des de xicoteta

 

la por a la soledat

la necessitat de creuar

sense mirar la carretera

les llàgrimes a porta oberta

 

si jo les he vistes i interioritzades

mare, des de xicoteta

 

la queixa

la queixa d’estar plena

de tindre son havent dormit

(suposadament) nou hores

l’absència de somriures

de carícies de resposta

les mentides

 

i a més la genètica actua

sense molta consideració

com vols

mare, que siga

 

(el que tracte de dir-te

en estos versos tan mal mesurats

és que en lloc de preguntar-me

qui m'ha fet este forat

potser hauries d'indagar

com és, mare, que no veus

que sóc com tu)




[Desplegar para el texto original publicado -y eliminado más tarde- el lunes 23 de marzo de 2020]

viernes, 5 de marzo de 2021

Vestida de dol (5/6)

ad ell

tot aquest greix

estacionat

al meu ventre

hivernant

baix la meua pell

florint de sobte

entre les cuixes

estiuejant

dotor

pertot arreu

 

creus, pare

que a la tardor

caurà, com les fulles

del meu tronc?