A quien madruga
—Otra vez vas a llegar tarde a
clase.
Mi madre repite
cada mañana la misma oración. Después me mira con reprobación y me desordena un
poco el pelo; es su forma de darme los buenos días.
Voy al baño a
mear y me lavo la cara con agua fría. Me caigo de sueño. Esa fuerza sobrehumana
que me ataba a la cama sigue tirando de mí. Me pesa la espalda, me pesan los
brazos, me duele la cabeza.
Me visto con la
misma ropa que llevaba el día anterior; no me apetece buscar algo limpio en el
armario. Vuelve a aparecer mi madre por la puerta.
—¿Vas a
desayunar?
Lo que quiere
preguntar en realidad es si voy a utilizar el cuchillo para partirme un trozo
del bizcocho que hizo hace un par de días o puede echarlo ya a la pila. Le digo
que sí, así que después de ponerme los vaqueros y la camiseta de The Flash me
voy a la cocina y desayuno rapidito.
El bizcocho está
bueno, la verdad, aunque no siempre le salen así de bien. Vuelvo al baño a
lavarme, voy a mi habitación a prepararme la mochila, me calzo y me voy.
—Me voy.
—Vale, cariño,
adiós.
Hace tiempo que
creo que mi madre sufre un trastorno de personalidad múltiple; nadie puede
cambiar tan rápido la forma de tratar a una misma persona. Un día estás
insistiendo en lo maleducada y desconsiderada que es tu vecina al poner esa
música tan alta a tan bajas horas de la mañana y a los cinco minutos estás
diciendo que qué agradable y simpática que es porque siempre da los buenos
días. Que no, que no se puede.
Llego tarde a
clase. Tan tarde que ya han cerrado las puertas del instituto. Llamo al timbre
y el conserje me dice que ya ha cerrado y no va a abrir: son las normas.
Volverá a abrir las puertas a segunda hora, así que doy media vuelta y me voy.
Hay un pequeño parque cerca de allí. A estas horas no suele haber nadie, así
que me acerco y me siento en uno de los bancos de madera.
Mi madre no sabe
que fumo; pero tampoco me importa mucho que se entere, así que me lío un
cigarro y me lo enciendo. Esa fuerza descomunal que me sujetaba a la cama sigue
tirando de mí. Me cuesta levantar el brazo para darle una calada al cigarro.
Hago un esfuerzo. Tiro el humo al lado equivocado y el viento me lo devuelve.
Tampoco me importa mucho. También sigue doliéndome la cabeza.
Si no consigo
entrar a segunda hora a clase, no entraré a ninguna. Los conserjes no te dan
una tercera oportunidad: son las normas. Así que me levanto y voy hacia la
puerta unos minutos antes de que la abran. Si no voy al instituto en todo el
día, no sé qué haré. Una vez me pelé las clases porque estaba demasiado triste
como para fingir tomar apuntes. Fue un aburrimiento. Mi madre no trabajaba ese
día, así que no podía estar en casa; me tocó dar vueltas por las calles rezando
para que ningún conocido me viera y se chivara. Me aburrí tanto que llegué una
hora antes a casa con la excusa de que el profesor de la última hora no había
venido y nos habían dejado salir. Coló, sonaba creíble.
Cuando el
conserje abre la puerta por segunda vez, veo al profesor de matemáticas salir
de su coche. Está bastante bueno. Es joven, guapo, inteligente, viste bien,
tiene un pelo precioso... Todas las chicas de clase están coladas por él. Se
acerca a la puerta y entra detrás de mí. Yo camino despacio para poder verlo de
cerca. Me da los buenos días con una sonrisa. No me reprocha el haber llegado
tarde. Eso me gusta de él, que no te juzga. Cualquier chica tiene más
posibilidades de ligárselo que yo. Lo sé porque está casado. Con una mujer.
—¿Por qué no has
venido al examen?
Acabo de
acordarme de que hoy teníamos examen a primera hora. Para eso he estado
estudiando toda la semana. Además anoche me fui a dormir convencido de que lo
iba a aprobar.
—Tenía que ir al
médico.
No sé por qué
les miento a mis compañeros de clase.
—Ah.
Es la
conversación más larga que voy a tener en todo el día con alguno de ellos.
Durante las
clases sigue costándome mover los brazos; estoy tan cansado... Tomo apuntes,
atiendo a la explicación, miento a la hora de decir que he hecho los deberes,
salgo a la pizarra por voluntad ajena. La hora del recreo la paso con un par de
amigos de otra clase. A veces se nos unen un par de chicas, depende de cómo les
dé. Lo pasamos bien. Por un momento parece que no me duele tanto la cabeza.
Cuando vuelvo a
casa, mi madre ya se ha ido a trabajar. Me ha dejado la comida en la nevera, sólo
tengo que calentarla. No tengo mucha hambre, así que lo más seguro es que me
coma la mitad y acabe tirando el resto a la basura. Otra vez se le ha olvidado
que hoy es mi cumpleaños.
Por la tarde me
tumbo en el sofá con el televisor encendido. Hacen una sitcom de estas tan patéticas
que gustan a la gente. Las noticias ya han entrado en la sección de deportes y
a mí no me interesan los deportes. Hay tres canales de dibujos; dos de ellos
están en anuncios y en el tercero ponen una especie de culebrón de adolescentes
que supuestamente gusta a los pequeños. Ni siquiera las cadenas infantiles se
libran de la morralla.
Tengo que
levantarme y hacer los deberes. Tengo que ducharme, salir a comprar las cosas
que faltan. Quedan cinco horas para que cierre el supermercado. También tengo que
suicidarme, pero qué pereza.
Suena mi
teléfono móvil justo cuando estoy leyendo la agenda para ver qué tengo que
hacer para mañana. La redacción de castellano corre prisa. El trabajo de
filosofía no tanta, pero tiene que ser largo, así que no sé si me dará tiempo;
aún no me he leído el libro.
—Felices
dieciséis.
Se ha acordado.
No creía que fuera a hacerlo; me dijo que tenía muy mala memoria para las
fechas.
Mientras él se
dirige hasta casa, yo decido ponerme a hacer los deberes de castellano. Desde
donde viene, tardará un rato largo en llegar en coche, si es que ya se lo han
arreglado en el mecánico. Enciendo el ordenador, abro el libro y la libreta,
abro un documento Word totalmente vacío y busco «Wikipedia» en Google.
He cometido el
error de traerme el móvil a la mesa y ahora no dejo de mirar la hora en él. La
hora también puedo mirarla en el ordenador, pero el móvil me distrae más. Y me
pone más nervioso. En el fondo lo que espero es que me envíe un mensaje
diciéndome que al final no puede venir; tal vez sea el empujón que necesito
para quitarme la vida. «Abandonado por todos en su cumpleaños, un joven de
dieciséis años decide quitarse la vida». Puede que como titular quede un poco
largo, pero a mí me gusta. Lo malo es que no tendré forma de comprobar si he
salido o no en los periódicos.
Decido
levantarme de la silla y dejar el teléfono móvil sobre mi mesita de noche. Aun
así el trabajo de castellano me resulta imposible de hacer; me sigue doliendo
la cabeza y ahora encima me carcomen los nervios. Hace casi un mes que no lo
veo. Sólo quiero que llegue ya para quitarle la ropa y lamerle todo el cuerpo
de arriba abajo.
Decido volver a
levantarme de la silla, pero esta vez para apagar el ordenador y guardar el
libro y la libreta. Creo que lo mejor será que deje la redacción para luego y
aproveche ahora, que aún no ha llegado, para salir a comprar. Cojo dinero de la
mesita de noche de mi madre y justo alguien llama al timbre. Es él. Al parecer
ya son las cinco; el tiempo pasa más deprisa de lo normal cuando tienes muchas
cosas que hacer. Quedan cuatro horas para que cierre el supermercado.
Mi madre no sabe
que Raúl y yo nos estamos acostando. Ni siquiera sabe que Raúl existe. No sabe
que, cuando ella se va a trabajar, él a veces viene a casa y me la chupa. No sabe
que cuando salgo los viernes por la noche, muy de uvas a peras, no me voy con
mis compañeros de clase de botellón, sino que me voy a dormir a su casa.
—No esperaba que
vinieras.
—Lo sé.
Lo primero que
hace nada más entrar en mi casa es apoyar sus manos sobre mi cintura y besarme.
Mientras nuestras salivas se mezclan creando una nueva saliva de dos tipos de
ADN distintos, yo cierro la puerta de un portazo. Raúl no es nada escandaloso
llamando y las posibilidades de que justo en ese momento algún vecino mío
estuviera cotilleando son mínimas, así que dudo que alguien nos haya visto
besándonos. Y si alguien ha escuchado el portazo y se ha puesto entonces a
mirar a través de la mirilla, ha llegado tarde al espectáculo.
Raúl es un poco
más mayor que yo, un poco más alto que yo, un poco más fuerte que yo y mucho
más atractivo. A su lado no me duele la cabeza. A su lado la muerte parece algo
lejano, algo de otro mundo. En sus brazos, la fuerza que me ata a la cama, al
reposo, a lo horizontal, se debilita. Se debilita y yo parece que me
recompongo, me hago un poquito más fuerte, un poquito más valiente, un poquito
más feliz. Raúl es el empujón que necesito para seguir con vida, pero no tengo
intención de decírselo.
Vamos al comedor
para estar más cómodos. Se quita la chaqueta y la cuelga en el respaldo de una
silla. Nos sentamos en el sofá, el uno al lado del otro, y seguimos besándonos.
Esta vez con suavidad, degustando tranquilamente los labios que nos dan de
comer. Él no sabe que siempre estoy triste, que cada día me cuesta más y más
levantarme de la cama y fingir que tengo una vida como los demás, no sabe el
bien que me hace dejándome permanecer a su lado.
Pasa su mano por
debajo de mi camiseta de The Flash y me acaricia la espalda con las yemas de
los dedos. Se me eriza la piel. Mi columna vertebral son las teclas de un piano
insonoro que él, niño prodigio, siempre ha sabido cómo tocar. Yo me abrazo a su
cintura. Nos quitamos mutuamente las camisetas, pero soy tan torpe que no me
doy cuenta de que lleva camisa (y eso que siempre lleva camisa) y le rompo sin
querer un botón.
—No pasa nada,
mi amor.
Abraza mi nuca
con su mano y me besa en la frente. Si no me importara no acostarme hoy con él,
me echaría a llorar en este mismo instante. Pero no quiero estropear el momento
con mis dramas paranoides. «Todo lo rompo», «todo me sale mal», «no merezco
estar vivo».
La primera vez
que vi esa marca de su frente, creía que era una mancha de nacimiento.
—Es de
nacimiento, pero no es una mancha — me dijo—. Son muchas.
Desabrochó su
camisa despacio y me enseñó lo que es el vitíligo. Su piel enfrentada a sí
misma, su piel dividida en dos, su piel el mapa del mundo. Desde la primera vez
que lo vi, supe que quería estar con él el resto de mi vida. Mi yo de casi
quince años (me quedaban tres meses para cumplirlos) sentía la curiosidad
morbosa de los adolescentes desesperados por participar en el campo del sexo.
Sus ganas de abrirme las puertas de par en par hicieron que me enseñara la
polla sin pensárselo dos veces. Fue la primera vez que hicimos el amor.
Cuando voy a
desabrocharle el pantalón, me dice que frene un poco, que no tenga tanta prisa,
que estoy muy nervioso. Estoy muy nervioso. Hace casi un mes que no nos vemos y
hoy es mi cumpleaños. No esperaba que él se acordara. Me dijo que era muy malo
memorizando fechas.
—Vamos mejor a
tu dormitorio, ¿no?
Él ya había
cumplido los dieciocho cuando nos conocimos; tiene tres años y medio más que
yo. Yo estaba volviendo a casa despacio, disfrutando de la tarde tan agradable
que había dejado la lluvia. Venía de casa de una amiga con la que antes solía
quedar. Él estaba buscando algo en sus bolsillos mientras esperaba el autobús.
Me paró y me preguntó si tenía un mechero.
—¿Seguro que te
dará tiempo? Normalmente, cuando alguien se enciende un cigarro, el autobús no
tarda en aparecer...
—Tranquilo, si
acaba de pasar. Lo he perdido —en esa época tenía el pelo largo e intentaba
apartárselo de la cara mientras prendía su cigarro—. Toma, gracias. ¿Quieres
uno?
Yo llevaba
encima un paquete casi entero, pero acepté su ofrecimiento. En esa época aún no
tenía la costumbre de liarme el tabaco.
En mi dormitorio
me tumbo encima de él. Su piel es tan suave que podría pasarme la vida tumbado
sobre ella. Me desordena el cabello mientras yo muerdo su tierno cuello. Nos
quitamos los pantalones y los tiramos al suelo. Siempre igual, la ropa por los
aires, sin ningún tipo de orden. Me alimenta con su pecho y yo florezco desde
dentro. Ojalá pudiera presentárselo a mi madre; decirle:
—Mira, éste es
Raúl, tu yerno.
Y que ella lo
aceptara. Pero Raúl tiene ya diecinueve años, y mi madre no puede saber que me
acuesto con alguien que ya es mayor de edad.
Mi lengua un
remolino alrededor de su obligo. Sus manos una fuerte ventisca en mis cabellos.
Bajo por su vientre, besando alternativamente cada uno de sus colores. Blanco,
negro, blanco, negro. Mi boca una pieza de ajedrez que busca poner en jaque
mate a su rey. Con la punta de mi nariz acaricio, de abajo arriba, su tronco. A
él esto le gusta mucho. Después bajo sus calzoncillos y lamo el árbol del
conocimiento.
—Bésame.
—¿Qué?
—Bésame.
Creo que Raúl me
quiere. Y eso es algo que me duele porque yo lo quiero a él. La única opción
que tenemos es esperar a que yo cumpla los dieciocho para poder presentárselo a
mi madre y decirle que nos acabamos de conocer. Pero no sé si él esperará dos
años más.
Se medio
incorpora apoyándose sobre sus codos y me repite:
—Bésame.
Yo me acerco a
gatas a su boca y se la beso. Nos abrazamos. Termina de quitarse los
calzoncillos y me quita los míos. De nuevo todo por los aires. Me da a mí que
hoy no me va a dar tiempo a salir a comprar.
—Feliz
cumpleaños.
—Ya me lo has
dicho antes.
—Pero por
teléfono.
Nos fundimos en
un abrazo. Nos acariciamos mutuamente la espalda; no parece importarle que la
mía esté llena de acné. Permanecemos arrodillados sobre el colchón unos
minutos, mientras nos besamos como si mañana fuera a acabarse el mundo. A lo
mejor lo hace; nunca sé cuándo va a ser por fin mi último día.
—Gírate.
Tengo lubricante
y preservativos en el cajón superior de mi mesita de noche. Le doy la espalda y
me la besa. Me inclino hacia delante y apoyo las palmas de las manos sobre la
cama. Veo de reojo cómo abre mi cajón. Por si acaso a alguno de los dos se le
olvidara llevar protección a casa del otro, quedamos en que los dos tendríamos
siempre en la nuestra. Con el tiempo me he dado cuenta de que su caja de
preservativos se vacía más despacio. Creo que al principio se acostaba con otra
u otras personas, pero dejó de hacerlo no sé por qué.
Separo las
piernas para estar más cómodo y me penetra con la máxima suavidad posible. La
primera vez me dijo que a lo mejor sentía algo de dolor, y que si era así le
dijera que parase; pero la verdad es que nunca he sentido dolor. Todo lo que
siento cuando lo siento dentro de mí es felicidad; yo florezco desde dentro
porque él me riega.
La escultura que
formamos no es de mármol ni bonita de observar. No creo que el sexo sea algo
estético. Con su mano izquierda me masturba al mismo tiempo que me penetra.
Raúl es ambidiestro; le he visto escribir igual de bien con la izquierda que
con la derecha. Además tiene una letra muy bonita. La mía sin embargo es
ilegible. Por eso me alegra tanto que la mayoría de los profesores del
instituto pidan que hagamos los trabajos a ordenador.
Al principio sus
movimientos no están sincronizados, pero poco a poco el baile mejora. Yo clavo
mis uñas en su glúteo derecho. Soy diestro, como la mayoría de la gente. Cuando
necesito que vaya más rápido, pongo mi mano derecha sobre la suya izquierda y
le ayudo a masturbarme. Estamos a punto de llegar a la cima. Aparto su mano en
este sprint y, mientras él se corre en dirección a mi intestino grueso, yo lo
hago sobre las sábanas. Ahora tengo que acordarme de poner la lavadora antes de
que llegue mi madre.
Yacemos
abrazados sobre la cama. El silencio postcoital es un cántico celestial. En
seguida me entra frío; supongo que a él también, porque coloca la sábana sobre
nuestros cuerpos. En unos minutos nos levantaremos y nos ducharemos juntos: es
nuestro ritual. Luego él se irá y todo seguirá como siempre. Yo seguiré sin
poder decirle a mi madre que estoy enamorado. Él seguirá fingiendo que lo
nuestro es temporal. Yo lloraré nada más cerrar la puerta. Pero ahora yacemos
abrazados. Es mi cumpleaños. No esperaba que fuera a acordarse. Me dijo que se
le daban mal las fechas.
—¿Sabes que hoy
cumplo quince años?
—¿Tienes quince
años?
—Sí. Hoy. Mi
madre se ha olvidado de felicitarme.
—Felicidades. No
sabía que fuera tu cumpleaños.
—Lo sé, no te
preocupes...
—Nunca me acuerdo
de estas cosas, ¿sabes?
—¿Nunca?
—Casi nunca. Las
fechas se me dan fatal. Sólo me acuerdo del día de Año Nuevo.
—¿Y la
Nochevieja? Es el día anterior al año nuevo...
—Ya... Pero es
que a veces me lío y creo que diciembre tiene treinta días. En serio, no te
rías, es muy fuerte.
—Vaya... De
todas formas da igual. Total, sólo lo he dicho porque acabo de caer en la
cuenta. No es importante.
—Seguro que tu
madre se acuerda esta noche justo antes de irse a dormir.
—Sí... No es
cierto que nunca se acuerde, ¿vale? Es que tiene la cabeza en otra parte y
siempre se da cuenta tarde. Pero no pasa nada.
Cuando llegue de
trabajar, mi madre me sonreirá tímidamente y me deseará un feliz cumpleaños.
Excusará su olvido diciendo que apenas nos hemos visto hoy, que esta mañana no
sabía que ya estábamos a día trece, que tiene muchas cosas en la cabeza; yo le
diré que no se preocupe y le daré las gracias. Pero ahora es momento de
permanecer abrazado al cuerpo que amo.
Quedan treinta
minutos para que cierre el supermercado, menos mal que está cerca de casa.
Salgo con cara de haber echado un polvo. La cajera lo nota. Casi nunca sonrío y
cuando lo hago lo hago falsamente. Esas cosas se notan. Pero esta vez le sonrío
de verdad, e incluso devuelvo el saludo con palabras audibles. La cajera
pensará que el polvo ha valido mucho la pena; tanto que si esta noche mi madre
olvida felicitarme el cumpleaños no me importará.
Mañana llevaré
el trabajo de castellano mal hecho. Pienso hacerlo esta noche. Con un poco de
suerte no tendré que leerlo en voz alta. También tengo que empezar el libro que
nos mandaron en filosofía. Si es que puedo. Normalmente tengo insomnio; la
fuerza sobrehumana que me arrastra hasta la cama no tiene el poder de hacer que
me duerma. Tumbado me desvelo totalmente y me entran ganas de llorar. Dormir es
un infierno, últimamente tengo muchas pesadillas. No son pesadillas en el
sentido de película de terror, pero sí son sueños muy extraños que me dejan un
mal cuerpo por la mañana. Por eso, cuando no consigo dormir, en vez de
intentarlo, suelo aprovechar para leer o estudiar o hacer cualquier otra cosa
que me distraiga. Con suerte mi cerebro olvida que padecemos un trastorno del
sueño y nos caemos redondos a las tantas de la madrugada. Pero creo que esta
noche dormiré bien; el polvo ha valido mucho la pena.
Llega mi madre a
las diez y cuarto y me pilla, como siempre, haciendo la cena. Como nuestro
horario nunca cambia, nuestras tareas domésticas son básicamente las mismas
todos los días, con algún cambio los fines de semana y los festivos. Por
ejemplo, ella hace la comida y yo la cena. Por ejemplo, ella friega por la
mañana y yo por la tarde. Por ejemplo, ella barre los suelos y yo salgo a comprar.
Me da un beso en la mejilla mientras corto el tomate para la ensalada. Estoy
absorto. Ella va a su habitación a quitarse los zapatos y a ponerse cómoda. Yo
sigo pensando en Raúl y en lo que ha pasado esta tarde. No me lo esperaba; aunque
no sea garantía de que a partir de ahora todo vaya a ser un camino de rosas, sé
que esta noche dormiré bien y por tanto mañana me levantaré pronto y será la
primera vez en meses que mi madre no me diga que voy a llegar tarde a clase.
—Feliz
cumpleaños, cariño, que esta mañana se me ha olvidado. Cuando te has ido, he
mirado el calendario y digo: «¡Ostras! ¡Si hoy es el cumpleaños de Alberto!».
—Gracias. Me
imaginaba que te acordarías más tarde. No pasa nada.
Mañana seguiré
pensando en Raúl. A lo mejor no hace falta esperar dos años para decirle a mi
madre que estamos juntos. A lo mejor con esperar unos meses y decirle que nos
acabamos de conocer es suficiente. Mi madre tiene que saber que, si fuera mucho
más mayor que yo, a mí ni se me habría ocurrido salir con él. Y conociéndole,
si nos lleváramos más de cuatro años, o incluso si nos hubiéramos conocido un
poco antes o hubiera sabido mi edad, él no habría siquiera intentado conocerme.
O sí, pero habría esperado más tiempo antes de hacerme el amor por primera vez.
Que me ponga el profesor de matemáticas no significa que quiera acostarme con
él, ni siquiera si no tuviera a Raúl.
Porque a Raúl lo
tengo. Ahora lo sé.
Aún no han
arreglado su coche, así que esta tarde ha tenido que volver a casa en autobús.
Yo le he acompañado a la parada. Me sentía tan relajado que no he pensado
siquiera en que alguien pudiera vernos juntos. De paso que he salido a
acompañarle, he aprovechado para ir directamente a comprar. En la parada del
autobús nos hemos cogido de la mano.
—Ya está
viniendo.
Son las palabras
que no quería escuchar. Me ha mirado compasivo y ha rozado mi mejilla con las
yemas de sus dedos. No quería que se fuera. No: quería que me llevara consigo.
Cuando el autobús ha parado y ha abierto sus puertas, me ha susurrado algo al
oído y me ha dado un beso en la mejilla. Nuestras manos seguían entrelazadas.
Yo me he quedado sin saber qué decir; no me lo esperaba. Él me ha sonreído con
fuerza. Es un chico muy alegre. Nuestras manos se han separado despacio
mientras él subía al autobús y yo permanecía abajo con el brazo extendido. Creo
que la conductora también esperaba mi respuesta. Raúl me miraba tranquilo. Él
no es como yo, él siempre está seguro de sí mismo. Es algo que me gusta mucho y
a su lado parece que se me pega. Las parejas hacen eso, ¿no?: se siembran
seguridad mutuamente.
He vuelto a
nacer. Puede que en el fondo no tenga nada malo, nada que repela a las
personas. No al menos a todas las personas. Puede que en el fondo sí que se me
pueda amar, pero hay que tener tiempo y ganas de escarbar. Raúl las tiene. Raúl
es especial, creo que le caerá bien a mi madre. No le importa que yo apenas hable;
él sólo quiere estar a mi lado y hacerme feliz. Creo que la conductora sí
esperaba mi respuesta porque ha cerrado las puertas nada más dársela. Después
me he quedado mirando el autobús como quien contempla el buque de guerra en el
que marcha su marido sin saber si volverá. Yo sé que el mío lo hará.
—Yo también te quiero.