hi
ha un dolor secret en la fulla
que
al vent vacil·la i dubta i cau.
Anna Montero
Un cuerpo se precipita desde lo
alto. Cae más despacio de lo que parece a simple vista. Tarda en llegar a mis
manos. Yo acariciaba sus cabellos para que no levantara la vista y me viera
llorando; no quería que ella se sintiera culpable. Un cuerpo tarda demasiado en
caer desde lo alto de esa rama. Se ha tirado de cabeza pero cae en horizontal.
Siempre que pronuncio la palabra «horizontal» me acuerdo de Sylvia Plath («I am
vertical / But I would rather be horizontal»). Mis manos son un cuenco vacío, esperan
impacientes llenarse de ese cuerpo que se precipita desde lo alto. También
esperaba ella impaciente aquel día saciarse del cuenco que formaban mis labios.
Pero estaba vacía.
Vacío el útero
de mamá, la doctora procede a lavarme. Después me deposita sobre sus brazos
como cuando papá le entregó su primer ramo de flores en su primera cita (esto
me lo han contado mientras mirábamos viejos álbumes de fotos). Yo no quiero
tener hijos. Cuando digo que no quiero tener hijos me dicen que aún soy
demasiado joven para saberlo con certeza, que ya vendrá, que todo acaba
cayendo, que el cuerpo que se precipita lentamente desde lo alto del árbol
acabará llenando este cuenco vacío que son mis manos. Mi mejor amiga quiere ser
madre y no he visto a nadie decirle que aún es demasiado joven para saberlo con
certeza.
Con certeza-certeza
no sé nada todavía; quizá por eso no le dije toda la verdad. Por eso no le dije
que no era virgen. Por eso le contesté que era mi primera vez con una chica. No
sé por qué. Tampoco sé muy bien si estábamos enamoradas. Me gusta pensar que
sí. Desde el primer momento en que la beso, delante de ese espejo vertical que
no sueña (como Sylvia) con ser horizontal, sé que algún día echaré un vistazo
al pasado y me preguntaré, si todo nos iba bien, qué nos pasó.
Cuando la hoja
del árbol cae a mis manos, la lágrima hace ya tiempo que ha atravesado mi
mejilla y se dispone, también de cabeza, a saltar. A ella le gustaba mucho el
otoño. A ella le gustaban las cosas que caían. Las hojas de los árboles, las
gotas de lluvia, las lágrimas de sus ojos, la sangre de mi útero. Decía: «Este
río de sangre es la vida que me llevo cuando hacemos el amor». Decía: «La
menstruación sincronizada es el único hilo rojo del que me fío, el único hilo
rojo que de verdad me conecta a mi destino». Decía: «Estoy salada por dentro,
pero tú no llores, cariño, tú no llores».
Cierro las manos
despacio, suavemente, y el cuerpo se hace añicos. Acabo de destruir una
galaxia. Me pregunto si hay alguien haciendo un cuenco con sus manos esperando
que se le llene con la lágrima que ha caído desde mi barbilla. Me pregunto si
aquel día ella sabía que estaba llorando y si lo sabía por qué no me dijo nada.
El primer llanto
que recuerdo fue aquel que escupí de la mano de mi madre. Si estás pensando que
fue el típico llanto de primer día de colegio, estás en lo cierto. Desde que
nací, hasta ese día de septiembre, el tiempo es una dimensión desconocida e
inalcanzable, no apta para menores de tres años, no apta para una adulta que
intenta echar un vistazo al pasado para ver qué es lo más antiguo que recuerda.
A mi primer amor
lo conocí en el instituto. Tenía el pelo castaño y una nariz muy grande. Éramos
igual de altos. Este dato es trampa porque en realidad apenas mido metro
cincuenta y seis. Lo que debería decir es que éramos igual de bajos. Se le daba
muy bien dibujar y tocar la guitarra.
A mi segundo
amor lo conocí también en el instituto. Tenía el pelo negro y muy rizado. Le
encantaba delinearse los ojos de colores chillones y nunca salía de casa
desmaquillada. Aquí sí puedo afirmar que yo era más alta que ella. Bueno, o que
ella era más baja que yo. Se le daba muy bien dibujar.
A ella la conocí
en la universidad. Se le daba muy bien tocar la guitarra.
Deformo el
cuenco de mis manos y lo convierto en una tabla rasa, horizontal («I am
vertical»), que coloco justo enfrente de mis labios. Soplo. Soplo tan fuerte
que vuelven a saltarme las lágrimas. El cuerpo desmembrado de esa hoja seca se
esparce por los aires. Hace ya tiempo que no me importa que me vean llorar.
Desde ese día en que ella se esforzaba por beber del manantial de mi sexo y yo
me empeñaba en derramar el líquido por el orificio equivocado mientras acariciaba
sus cabellos para que no levantara la cabeza.
Mi primer amor
me hizo el amor en su casa. Sus padres no estaban y nosotros ya no teníamos que
ir al instituto hasta el siguiente curso. Tampoco fingí entonces el orgasmo.
Nos besamos y nos desnudamos con sus prisas y mis miedos virginales. No
recuerdo haber sentido realmente ese deseo, ese fuego interno de justo antes de
acostarte con la persona a la que amas. Porque cuando digo amor lo digo en
serio. Mi primer amor que sabía tanto dibujar como tocar la guitarra me hizo
hogar en su cama. Tanteó despacio el vestíbulo, llamó al timbre como mejor supo
y penetró dentro de mí mientras yo no podía dejar de pensar en qué pasaría si
de repente volvieran sus padres a casa.
Me doy cuenta de
que hay alguien mirándome fijamente. No sé quién es. Emprendo el camino a la
biblioteca antes de que le dé por venir a hablar conmigo. «Ey, te he visto
antes frente a ese árbol. Me pareces una tía muy misteriosa». Me pregunto qué
necesidad hay. Me pregunto si piensa antes de hablar. Me pregunto si sería
capaz de empujar una estantería para que cayeran las demás como fichas de
dominó y acabaran aplastándolo a él en el suelo. Suelto un par de sílabas, le
sonrío mecánicamente, sin mirarlo realmente a la cara, y sigo buscando un libro
que me llame la atención.
Mi segundo amor
me hizo suya en el patio de su casa, que no tenía nada de particular pero que a
esas horas yacía totalmente vacío. Nos besamos tiernamente mientras yo me
preguntaba cómo era posible, qué conjuro había hecho, gracias a qué favor había
sacado, la suavidad de su piel. Tampoco en ese momento estaba a punto de
hervir. Yo no sentía esas ganas, yo estaba rota por dentro. Mi segundo amor
dibujaba con las puntas de sus dedos todo el contorno de mi cuerpo, me pintaba
con saliva, me cubría de dulzura. Yo intentaba hacer lo mismo pero mis dedos
eran torpes. Yo intentaba abrir su sexo como me gustaba abrirme el mío y me
manchaba de tinta. Tinta caliente, tinta trasparente, tinta clara de huevo en
las yemas de los dedos.
El desconocido
me pide por tercera vez mi número de teléfono y al final se lo doy por no tener
que negar tres veces, como Pedro. Con el tiempo he aprendido que es mejor dar
el de verdad y esperar a que te llame o te escriba para bloquearlo. Tal y como
yo esperaba, comprueba ahí mismo que el número que le he dado es el correcto y
se despide entre risas. «Me tengo que ir». Vale, tampoco me importa.
Recorro una a
una las salas de la biblioteca. Busco un título concreto, pero no sé cuál es.
Busco algo que llame mi atención. Así fue como nos conocimos: yo buscaba qué
leer y la encontré a ella. Un título de un autor desconocido. De pie. La verdad
es que prefiero que la autora sea una mujer. Frente a todos esos libros. Un
fallo en las conexiones de mi cerebro me impide recordar qué pasó entre el
momento en que nuestras manos se rozaron al ir a coger el mismo libro y la
primera vez que hablamos la misma lengua. Cuál de las dos cogió ese único
ejemplar, cuál de las dos abrió la puerta. Es la gran ventaja de acostarte con
alguien de tu mismo sexo: no tenéis que esconderos a la hora de entrar en el
mismo cuarto de baño.
Ocupado.
Últimamente siempre está ocupado. Subo por las escaleras para continuar con mi
ruta semanal. Trato de olvidarme del pirata que ha tenido la indecencia de
abordarme en este templo. Todos los viernes procuro venir para ver si encuentro
algún buen libro que llevarme a casa. Pero me da miedo volvérmelo a cruzar, así
que me mantengo alerta. El lavabo de las mujeres suele estar más ocupado que el
de los hombres; tenemos la vejiga más pequeña, según tengo entendido. La
biblioteca tiene cinco pisos y no todos guardan un cuarto de baño. Bloquearé su
número de teléfono cuando llegue a casa. Tampoco todos los viernes tengo la
suerte de llevarme una lectura para el fin de semana.
La primera vez
resultó un poco incómodo, la verdad. No se me había quedado su nombre y, tal
vez para evitar que se enfadara por mis posibles meteduras de pata, le dije que
era mi primera vez. Cerrar el pestillo fue ya todo un reto porque justo
entramos en el cubículo que tenía la peor puerta. Encima teníamos que procurar
no hacer ruido ya que, evidentemente, las paredes no estaban insonorizadas. Al
menos no era una hora muy concurrida y no entró ninguna chica durante nuestra
breve sesión.
Estábamos una
enfrente de la otra. La puerta imposiblemente cerrada a mi derecha, nuestros
reflejos a mi izquierda, la pared a mi espalda, sus manos en mi cintura, mi
espalda en la pared. Los azulejos blancos grises y su lengua en mi boca. Algo
se movió dentro de mí. Algo se encendió, algo que hasta el momento había
permanecido totalmente quieto y callado. Al principio creí que era la
solitaria: había un parásito dentro de mi cuerpo. Pero en seguida descarté la
idea. Un cosquilleo en lo más íntimo, unas ganas de más. No: unas ganas de
algo. Sus manos en los acordes exactos. Su sexo pegado al mío. El contacto con
el vello, con la piel. Yo deseaba tumbarme sobre las baldosas, pero me sabía
mal decirlo y romper el hechizo, así que nos quedamos de pie, medio apoyadas en
el váter. Papel higiénico en el suelo. Una compresa ensangrentada en la
papelera.
Cuando acabó la
música me disculpé y volví a preguntarle su nombre. Me lo dio junto con su
número de teléfono y el nombre de la carrera que estaba cursando y que al final,
ya ves, no pudo acabar. Le di las gracias y la promesa de volverla a llamar. No
lo hice hasta el día siguiente, que fue además cuando me di cuenta de que el
número que me había dado era el verdadero. La felicidad también lo era.
Salgo despacio
por la puerta. Las manos vacías, los ojos rojos, secos. ¿Todo será así, a
partir de ahora? No es la primera vez que me lo pregunto, así que supongo que
ya sé la respuesta. Ella misma me lo dijo: se estaba muriendo. Ella intentaba
aferrarse a la vida en sus momentos de mayor lucidez. Ella intentaba cualquier
cosa con tal de encontrar una razón para quedarse. «Normalmente no me lío con
una desconocida». A mí no hacía falta que me diera explicaciones. Pero todas
las razones que encontraba, todos los motivos para permanecer en este mundo,
eran pasajeros o no eran lo suficientemente fuertes. Yo, por ejemplo, que
quería ser su dama andante y salvarla del dragón, fui incapaz de clavar bien la
espada.
Hago camino al
andar a través de las escaleras. Me cruzo con caras desconocidas que, a pesar
de que también van a menudo por la biblioteca, no voy a volver a ver nunca más.
Deslizo la palma de mi mano por la barandilla. El silencio es rotundo. Rotundo
es también mi convencimiento de que ese viernes sí encontraré un libro que pueda
llevarme a casa. A la misma casa donde ella y yo hicimos tantas veces el amor
cuando mis compañeras de piso no estaban. A la misma casa donde yo intentaba
hacer que se quedara a mi lado. Pero la enfermedad es caprichosa y egoísta, y
cuando la poseía la rompía en mil pedazos. A la misma casa en la que lloré el
último día, yo lo sabía, lo sospechaba, en que hicimos el amor.
Ni siquiera la
enterraron, ¿sabes? Ni siquiera permitieron a su cuerpo descansar, tumbarse
sobre el lecho y yacer así (como Plath) durante la eternidad. Paralela a la
tierra que la habría acogido, yo lo sé, lo tengo claro, gustosa en su seno.
La encontraron
en su cama junto a una nota que pedía perdón. No había firma alguna ni
destinatario. Sus padres creyeron que se dirigía a ellos y se quedaron la nota.
Seguramente la tiraron pocos días más tarde. Yo sé que la había escrito para
mí. «Este río de sangre es la vida que me llevo cuando hacemos el amor». Pero
ese día no habíamos hecho el amor. Ese día ninguna de las dos estaba a
principios de su ciclo. Esa sangre no era menstrual.
La quemaron. La
quemaron y la metieron en una urna. Resultaba más barato. Resultaba más barato
convertir en polvo lo que ya de por sí era viento, ceniza, material volátil,
estrella fugaz. La quemaron y yo no estuve delante. Porque yo me enteré tarde.
Quiero decir que me lo dijeron tarde. Al final su madre me llamó por
compromiso. Pero en realidad yo lo sentí justo en el momento en el que el filo
del bolígrafo acuchillaba el papel. «Lo siento. Lo siento mucho».
Llego a la planta en la que nos conocimos. Entro
en la sala en la que la vi por primera vez. Ahora lo recuerdo. Me acerco a la
estantería y ahí está: el libro gracias al cual nos hicimos el amor. De pie, en
el estante de arriba, vertical. Levanto la mano temblorosa. Vuelven a caer las
lágrimas. Permanecemos, el libro y yo, erguidos durante unos segundos, antes de
cogerlo. Se lo llevó ella («But I would rather be horizontal»).