miércoles, 22 de septiembre de 2021

Otoño u Hoja caduca

hi ha un dolor secret en la fulla 
que al vent vacil·la i dubta i cau. 
 
Anna Montero 
 
Un cuerpo se precipita desde lo alto. Cae más despacio de lo que parece a simple vista. Tarda en llegar a mis manos. Yo acariciaba sus cabellos para que no levantara la vista y me viera llorando; no quería que ella se sintiera culpable. Un cuerpo tarda demasiado en caer desde lo alto de esa rama. Se ha tirado de cabeza pero cae en horizontal. Siempre que pronuncio la palabra «horizontal» me acuerdo de Sylvia Plath («I am vertical / But I would rather be horizontal»). Mis manos son un cuenco vacío, esperan impacientes llenarse de ese cuerpo que se precipita desde lo alto. También esperaba ella impaciente aquel día saciarse del cuenco que formaban mis labios. Pero estaba vacía. 
 
Vacío el útero de mamá, la doctora procede a lavarme. Después me deposita sobre sus brazos como cuando papá le entregó su primer ramo de flores en su primera cita (esto me lo han contado mientras mirábamos viejos álbumes de fotos). Yo no quiero tener hijos. Cuando digo que no quiero tener hijos me dicen que aún soy demasiado joven para saberlo con certeza, que ya vendrá, que todo acaba cayendo, que el cuerpo que se precipita lentamente desde lo alto del árbol acabará llenando este cuenco vacío que son mis manos. Mi mejor amiga quiere ser madre y no he visto a nadie decirle que aún es demasiado joven para saberlo con certeza. 
 
Con certeza-certeza no sé nada todavía; quizá por eso no le dije toda la verdad. Por eso no le dije que no era virgen. Por eso le contesté que era mi primera vez con una chica. No sé por qué. Tampoco sé muy bien si estábamos enamoradas. Me gusta pensar que sí. Desde el primer momento en que la beso, delante de ese espejo vertical que no sueña (como Sylvia) con ser horizontal, sé que algún día echaré un vistazo al pasado y me preguntaré, si todo nos iba bien, qué nos pasó. 
 
Cuando la hoja del árbol cae a mis manos, la lágrima hace ya tiempo que ha atravesado mi mejilla y se dispone, también de cabeza, a saltar. A ella le gustaba mucho el otoño. A ella le gustaban las cosas que caían. Las hojas de los árboles, las gotas de lluvia, las lágrimas de sus ojos, la sangre de mi útero. Decía: «Este río de sangre es la vida que me llevo cuando hacemos el amor». Decía: «La menstruación sincronizada es el único hilo rojo del que me fío, el único hilo rojo que de verdad me conecta a mi destino». Decía: «Estoy salada por dentro, pero tú no llores, cariño, tú no llores». 
 
Cierro las manos despacio, suavemente, y el cuerpo se hace añicos. Acabo de destruir una galaxia. Me pregunto si hay alguien haciendo un cuenco con sus manos esperando que se le llene con la lágrima que ha caído desde mi barbilla. Me pregunto si aquel día ella sabía que estaba llorando y si lo sabía por qué no me dijo nada. 
 
El primer llanto que recuerdo fue aquel que escupí de la mano de mi madre. Si estás pensando que fue el típico llanto de primer día de colegio, estás en lo cierto. Desde que nací, hasta ese día de septiembre, el tiempo es una dimensión desconocida e inalcanzable, no apta para menores de tres años, no apta para una adulta que intenta echar un vistazo al pasado para ver qué es lo más antiguo que recuerda. 
 
A mi primer amor lo conocí en el instituto. Tenía el pelo castaño y una nariz muy grande. Éramos igual de altos. Este dato es trampa porque en realidad apenas mido metro cincuenta y seis. Lo que debería decir es que éramos igual de bajos. Se le daba muy bien dibujar y tocar la guitarra. 
 
A mi segundo amor lo conocí también en el instituto. Tenía el pelo negro y muy rizado. Le encantaba delinearse los ojos de colores chillones y nunca salía de casa desmaquillada. Aquí sí puedo afirmar que yo era más alta que ella. Bueno, o que ella era más baja que yo. Se le daba muy bien dibujar. 
 
A ella la conocí en la universidad. Se le daba muy bien tocar la guitarra.
 
Deformo el cuenco de mis manos y lo convierto en una tabla rasa, horizontal («I am vertical»), que coloco justo enfrente de mis labios. Soplo. Soplo tan fuerte que vuelven a saltarme las lágrimas. El cuerpo desmembrado de esa hoja seca se esparce por los aires. Hace ya tiempo que no me importa que me vean llorar. Desde ese día en que ella se esforzaba por beber del manantial de mi sexo y yo me empeñaba en derramar el líquido por el orificio equivocado mientras acariciaba sus cabellos para que no levantara la cabeza. 
 
Mi primer amor me hizo el amor en su casa. Sus padres no estaban y nosotros ya no teníamos que ir al instituto hasta el siguiente curso. Tampoco fingí entonces el orgasmo. Nos besamos y nos desnudamos con sus prisas y mis miedos virginales. No recuerdo haber sentido realmente ese deseo, ese fuego interno de justo antes de acostarte con la persona a la que amas. Porque cuando digo amor lo digo en serio. Mi primer amor que sabía tanto dibujar como tocar la guitarra me hizo hogar en su cama. Tanteó despacio el vestíbulo, llamó al timbre como mejor supo y penetró dentro de mí mientras yo no podía dejar de pensar en qué pasaría si de repente volvieran sus padres a casa. 
 
Me doy cuenta de que hay alguien mirándome fijamente. No sé quién es. Emprendo el camino a la biblioteca antes de que le dé por venir a hablar conmigo. «Ey, te he visto antes frente a ese árbol. Me pareces una tía muy misteriosa». Me pregunto qué necesidad hay. Me pregunto si piensa antes de hablar. Me pregunto si sería capaz de empujar una estantería para que cayeran las demás como fichas de dominó y acabaran aplastándolo a él en el suelo. Suelto un par de sílabas, le sonrío mecánicamente, sin mirarlo realmente a la cara, y sigo buscando un libro que me llame la atención. 
 
Mi segundo amor me hizo suya en el patio de su casa, que no tenía nada de particular pero que a esas horas yacía totalmente vacío. Nos besamos tiernamente mientras yo me preguntaba cómo era posible, qué conjuro había hecho, gracias a qué favor había sacado, la suavidad de su piel. Tampoco en ese momento estaba a punto de hervir. Yo no sentía esas ganas, yo estaba rota por dentro. Mi segundo amor dibujaba con las puntas de sus dedos todo el contorno de mi cuerpo, me pintaba con saliva, me cubría de dulzura. Yo intentaba hacer lo mismo pero mis dedos eran torpes. Yo intentaba abrir su sexo como me gustaba abrirme el mío y me manchaba de tinta. Tinta caliente, tinta trasparente, tinta clara de huevo en las yemas de los dedos. 
 
El desconocido me pide por tercera vez mi número de teléfono y al final se lo doy por no tener que negar tres veces, como Pedro. Con el tiempo he aprendido que es mejor dar el de verdad y esperar a que te llame o te escriba para bloquearlo. Tal y como yo esperaba, comprueba ahí mismo que el número que le he dado es el correcto y se despide entre risas. «Me tengo que ir». Vale, tampoco me importa. 
 
Recorro una a una las salas de la biblioteca. Busco un título concreto, pero no sé cuál es. Busco algo que llame mi atención. Así fue como nos conocimos: yo buscaba qué leer y la encontré a ella. Un título de un autor desconocido. De pie. La verdad es que prefiero que la autora sea una mujer. Frente a todos esos libros. Un fallo en las conexiones de mi cerebro me impide recordar qué pasó entre el momento en que nuestras manos se rozaron al ir a coger el mismo libro y la primera vez que hablamos la misma lengua. Cuál de las dos cogió ese único ejemplar, cuál de las dos abrió la puerta. Es la gran ventaja de acostarte con alguien de tu mismo sexo: no tenéis que esconderos a la hora de entrar en el mismo cuarto de baño. 
 
Ocupado. Últimamente siempre está ocupado. Subo por las escaleras para continuar con mi ruta semanal. Trato de olvidarme del pirata que ha tenido la indecencia de abordarme en este templo. Todos los viernes procuro venir para ver si encuentro algún buen libro que llevarme a casa. Pero me da miedo volvérmelo a cruzar, así que me mantengo alerta. El lavabo de las mujeres suele estar más ocupado que el de los hombres; tenemos la vejiga más pequeña, según tengo entendido. La biblioteca tiene cinco pisos y no todos guardan un cuarto de baño. Bloquearé su número de teléfono cuando llegue a casa. Tampoco todos los viernes tengo la suerte de llevarme una lectura para el fin de semana. 
 
La primera vez resultó un poco incómodo, la verdad. No se me había quedado su nombre y, tal vez para evitar que se enfadara por mis posibles meteduras de pata, le dije que era mi primera vez. Cerrar el pestillo fue ya todo un reto porque justo entramos en el cubículo que tenía la peor puerta. Encima teníamos que procurar no hacer ruido ya que, evidentemente, las paredes no estaban insonorizadas. Al menos no era una hora muy concurrida y no entró ninguna chica durante nuestra breve sesión. 
 
Estábamos una enfrente de la otra. La puerta imposiblemente cerrada a mi derecha, nuestros reflejos a mi izquierda, la pared a mi espalda, sus manos en mi cintura, mi espalda en la pared. Los azulejos blancos grises y su lengua en mi boca. Algo se movió dentro de mí. Algo se encendió, algo que hasta el momento había permanecido totalmente quieto y callado. Al principio creí que era la solitaria: había un parásito dentro de mi cuerpo. Pero en seguida descarté la idea. Un cosquilleo en lo más íntimo, unas ganas de más. No: unas ganas de algo. Sus manos en los acordes exactos. Su sexo pegado al mío. El contacto con el vello, con la piel. Yo deseaba tumbarme sobre las baldosas, pero me sabía mal decirlo y romper el hechizo, así que nos quedamos de pie, medio apoyadas en el váter. Papel higiénico en el suelo. Una compresa ensangrentada en la papelera. 
 
Cuando acabó la música me disculpé y volví a preguntarle su nombre. Me lo dio junto con su número de teléfono y el nombre de la carrera que estaba cursando y que al final, ya ves, no pudo acabar. Le di las gracias y la promesa de volverla a llamar. No lo hice hasta el día siguiente, que fue además cuando me di cuenta de que el número que me había dado era el verdadero. La felicidad también lo era. 
 
Salgo despacio por la puerta. Las manos vacías, los ojos rojos, secos. ¿Todo será así, a partir de ahora? No es la primera vez que me lo pregunto, así que supongo que ya sé la respuesta. Ella misma me lo dijo: se estaba muriendo. Ella intentaba aferrarse a la vida en sus momentos de mayor lucidez. Ella intentaba cualquier cosa con tal de encontrar una razón para quedarse. «Normalmente no me lío con una desconocida». A mí no hacía falta que me diera explicaciones. Pero todas las razones que encontraba, todos los motivos para permanecer en este mundo, eran pasajeros o no eran lo suficientemente fuertes. Yo, por ejemplo, que quería ser su dama andante y salvarla del dragón, fui incapaz de clavar bien la espada. 
 
Hago camino al andar a través de las escaleras. Me cruzo con caras desconocidas que, a pesar de que también van a menudo por la biblioteca, no voy a volver a ver nunca más. Deslizo la palma de mi mano por la barandilla. El silencio es rotundo. Rotundo es también mi convencimiento de que ese viernes sí encontraré un libro que pueda llevarme a casa. A la misma casa donde ella y yo hicimos tantas veces el amor cuando mis compañeras de piso no estaban. A la misma casa donde yo intentaba hacer que se quedara a mi lado. Pero la enfermedad es caprichosa y egoísta, y cuando la poseía la rompía en mil pedazos. A la misma casa en la que lloré el último día, yo lo sabía, lo sospechaba, en que hicimos el amor. 
 
Ni siquiera la enterraron, ¿sabes? Ni siquiera permitieron a su cuerpo descansar, tumbarse sobre el lecho y yacer así (como Plath) durante la eternidad. Paralela a la tierra que la habría acogido, yo lo sé, lo tengo claro, gustosa en su seno. 
 
La encontraron en su cama junto a una nota que pedía perdón. No había firma alguna ni destinatario. Sus padres creyeron que se dirigía a ellos y se quedaron la nota. Seguramente la tiraron pocos días más tarde. Yo sé que la había escrito para mí. «Este río de sangre es la vida que me llevo cuando hacemos el amor». Pero ese día no habíamos hecho el amor. Ese día ninguna de las dos estaba a principios de su ciclo. Esa sangre no era menstrual. 
 
La quemaron. La quemaron y la metieron en una urna. Resultaba más barato. Resultaba más barato convertir en polvo lo que ya de por sí era viento, ceniza, material volátil, estrella fugaz. La quemaron y yo no estuve delante. Porque yo me enteré tarde. Quiero decir que me lo dijeron tarde. Al final su madre me llamó por compromiso. Pero en realidad yo lo sentí justo en el momento en el que el filo del bolígrafo acuchillaba el papel. «Lo siento. Lo siento mucho».   
 
Llego a la planta en la que nos conocimos. Entro en la sala en la que la vi por primera vez. Ahora lo recuerdo. Me acerco a la estantería y ahí está: el libro gracias al cual nos hicimos el amor. De pie, en el estante de arriba, vertical. Levanto la mano temblorosa. Vuelven a caer las lágrimas. Permanecemos, el libro y yo, erguidos durante unos segundos, antes de cogerlo. Se lo llevó ella («But I would rather be horizontal»).