Mi madre, por así decirlo, me enseñó todo el pueblo y me contó historias sobre lo que más me podría afectar, según ella.
Me explicó que antes de su hija habían muerto también dos jóvenes más. Fueron dos muchachas, a lo que llegaron a la conclusión errónea de que sólo eran mujeres las que morían. Pero después murió algún que otro joven varón.
No atacaban diariamente, los vampiros. Pasaban un par de semanas de una víctima a otra, y más adelante pasaban incluso meses. Pero, cuando creían que la pesadilla había terminado, se mostraba otro cuerpo en la plaza. Y éste siempre era joven, a veces hasta demasiado.
La aldea entera había decidido que los más pequeños debían partir para evitar una lenta y dolorosa muerte.
Mientras que los más mayores se quedarían cuidando del pueblo. No eran capaces de abandonar el lugar donde habían nacido. No estaban preparados para eso. Tal vez acabarían muriendo, pero morirían luchando.
Madame Lavoisier me llevó una vez por el pueblo a altas horas de la noche para que viera cómo de preparados estaban ante un posible ataque.
Pude observar, gracias a ella, los crucifijos en las puertas; oler el repulsivo olor a ajo que tanto detestaba. Nunca me gustó ese alimento y no entendía como podía usarse en tantos manjares.
Pude escuchar también el clic de los arcabuces a punto para disparar y el sonido del acero al desenvainar las espadas y cuchillos. Ese sonido me encantaba; sonaba tan frío, tan distante. Lo adoraba.
Debíamos andar despacio y mirar bien dónde pisábamos. Al mínimo ruido, todos los varones saldrían para atacar; no se lo pensarían dos veces, no pensarían en que pertenecemos al pueblo. Atacarían a matar.
―Por eso debes procurar no ir sola en medio de la noche. Lo mejor que puedes ha-cer es permanecer encerrada en casa, al menos hasta que te conozcan mejor.
Dimos un pequeño rodeo más y volvimos a casa. No era su intención mostrarme un verdadero ataque vampírico y dejar que nos mordieran para observar cómo era el modus operandi de los principales enemigos de la aldea.