Tal vez porque nací en viernes trece o porque, mientras mi madre me gestaba en su vientre, una mujer le echó un mal de ojo tras negarse a comprarle un ramito de romero por sobrarle en el apellido, la mala suerte me acompaña desde que nací.
Por ejemplo mis padres no pudieron acudir al bautizo de mi prima más cercana en edad, por coincidir la fecha. Mala suerte. Por ejemplo ese mismo día, tras lavarme la enfermera o la auxiliar (no sé quién de las dos lo haría pero me lo imagino) me devolvieron a una madre que no era mi madre mientras a mi madre le daban otro bebé que no era el suyo. Mala suerte. Afortunadamente el otro era un varón y se dieron cuenta en seguida, así que nos volvieron a cambiar. Buena suerte.
También es cierto que la suerte hay que buscarla, que no llega porque sí, mientras te encuentras tirada en el sofá de tu diminuto apartamento contemplando el techo blanco e inamovible; que en todo caso deberías estar escribiendo tu novela, por muy cutre que te parezca, para ver si consigues algo con ella, bueno o malo.
Por ejemplo, al contrario que mi hermano, yo nunca fui a la guardería porque hasta los tres años (hasta empezar el cole) se me daba genial hacer amigos en el parque. Los buscaba. Por ejemplo un día de Carnaval, en una fiesta de disfraces del colegio, un día en el que hicimos una actividad fuera de clase pero dentro del edificio, en el mismo recibidor al que me toca ir a votar cuando hay elecciones, me hurgué la nariz de manera inconsciente y tan fuerte que me sangró. Estábamos todos en círculo, en grupos de tres o cuatro, cada grupo disfrazado de un ejemplar de la naturaleza distinto (yo era una flor), mientras las que iban de abejitas (entre ellas, la maestra) saltaban de grupo en grupo para seguir con la historia que estábamos contando. Al plantarse delante de mí, la maestra me preguntó en voz alta y sin consideración alguna si me había estado hurgando la nariz, con lo que yo me eché a llorar, paramos el juego y entramos todos en clase: la maestra, los alumnos y mi deseo de desaparecer para siempre de este mundo. Me lo busqué.
Supongo que a lo largo de mi vida me he buscado muchas cosas, pero nos habíamos quedado en mi posible siguiente psicóloga, así que allá vamos.
En menos de una semana, conseguí cita en una clínica con nombre de secta comercial. La cita era dos días después de que se acabara el cursillo que estaba haciendo en ese momento, con lo cual todo parecía cuadrar a la perfección. Recuerdo que el penúltimo día hicimos un examen que acabamos aprobando todos, yo además con una nota bastante aceptable (un siete con seis). También recuerdo que no pasaba nada si suspendíamos porque al día siguiente habría otro examen para los que ese día no habían aprobado o, por el motivo que fuera, no habían acudido a la clase. ¿Y para los que no faltábamos nunca y tampoco necesitábamos la recuperación? Pues bien: a la profesora se le ocurrió la brillante idea de que hiciéramos una pequeña redacción de un tema en concreto. Pero no una redacción cualquiera, a partir de los folletos y apuntes que habíamos tomado durante esas semanas, nooo, qué va... ¡Una redacción con búsqueda en Google incluida!
Miré a mi alrededor y vi a todo el mundo con la cara enfocada en sus teléfonos inteligentes buscando información en Internet acerca del tema que habían decidido desarrollar. Yo elegí la Toxoplasma Gondii porque me pareció lo más sencillo que había en el temario; sin embargo el verdadero problema era que yo no tenía datos en el móvil y, por tanto, tampoco forma de buscar en Google. La escuela ni siquiera contaba con Wi-Fi gratis para los alumnos y, sinceramente, me daba vergüenza levantar la mano y decirle a esa mujer tan parecida a Rossy de Palma, delante de todo el mundo, que era la única pringada de la clase sin una triste tarifa de Internet en el móvil. La ansiedad alcanzó niveles insospechados cuando la profesora nos avisó de que, después de escribir las redacciones, las leeríamos en voz alta para formar un pequeño debate (un speech, según ella, que sonaba mejor). Fue entonces cuando mi cerebro se puso a trazar un plan para escapar de esa planta baja digno de Prison Break.
¿Por qué os cuento todo esto? Pues porque decidimos que, antes de leer las redacciones, podríamos irnos juntos a almorzar a una cafetería, a modo de cálida despedida. Era la ventana que necesitaba para huir despavorida. El día anterior me habían llamado de la clínica para confirmar la cita del jueves y eso me dio la idea de poner la excusa de estar esperando una llamada para no tener que acudir directamente a la cafetería. No fui la única que se quedó en el aula, con lo cual nadie me insistió en acompañarlos, pero eso significaba que seguía sin tener vía libre del todo. Unos minutos después de que se fueran, cogí mis cosas y me metí en el baño a fingir que hacía pis. Un rato después salí, me lavé las manos, me quedé en el pasillo, cogí el teléfono móvil y salí por la puerta de cristal sin decirle nada a nadie, como si tuviera intención de volver a entrar. Entonces comencé a caminar y caminar mirando a todas partes y asegurándome de no pasar cerca de ningún bar o cafetería, ya que no tenía ni idea de qué sitio habían escogido. Cuando estuve a una distancia que consideré prudencial, me relajé, puse en silencio y modo avión mi teléfono móvil para no enterarme de las llamadas que me iban a hacer después para ver dónde diablos me había metido y me dirigí a la calle Colón, para irme de compras. El jueves, sin una razón específica de mucho peso, cancelé mi cita con la nueva psicóloga y decidí no volver a intentarlo hasta el año siguiente.
Al año siguiente volví a coger cita con otro psicólogo, esta vez un hombre, por variar, mediante la misma página con la que había cogido cita la primera vez. Me abrí del todo, le dije que quería suicidarme y que por favor me enviara un mensaje para confirmar la cita porque si no yo no sabría si de verdad la página funcionaba. Cuando llegó el día de la supuesta cita, no había leído ningún mensaje suyo, así que volví a poner el móvil en silencio y modo avión por si acaso (una parte de mí sabía lo que iba a pasar). Un poco más tarde vi que me había llamado un número que no tenía registrado en la agenda. Mucho más tarde vi que sí me había enviado un mensaje para confirmar la cita, pero no a través de WhatsApp como la primera, sino al correo electrónico; así que me sentí la persona más estúpida del mundo y mis ganas de morir volvieron a llegar a lo más alto.
Me lo busqué.