martes, 31 de octubre de 2023

EL TRAUMA DE MI VIDA - capítulo eliminado de una novela inédita

El trauma de mi vida me lo causó, sin la menor duda, una película que vi cuando seguía en parvulario o acababa de empezar la educación primaria, hace mínimo veinte años. No recuerdo el título y si por casualidad hay alguien en esta sala que lo sepa, agradecería enormemente que levantara la mano (en seguida entenderéis por qué me río al decir esto).
 
La vi en el salón-comedor de mi casa, junto con mis padres, mi hermano y mi tía, que fue la que imagino que trajo la cinta de vídeo. Siempre he supuesto que era una película de terror porque a mí me daba miedo; pero ellos se reían (los adultos se reían, mi hermano no lo recuerdo) así que quizá no fuera exactamente de terror, sino más bien tipo Scary Movie (no era Scary Movie). El caso es que a mí me daba mucho miedo y de vez en cuando cerraba los ojos para no mirar la pantalla. Pero mi madre, en cuyo hombro me apoyaba buscando desesperadamente un refugio, me controlaba de reojo desde lo alto y a mí me daba la sensación de que hacía mal en tener miedo de esa película con la que ellos se reían; así que no tenía más remedio que estar atenta a la televisión y rezar a un Dios en el que aún no creía para que terminara pronto el largometraje.
 
La marca llegó con la escena en la que uno de los protagonistas se corta (o le cortan) una mano y después dicha mano anda sola. Pero no sólo anda sola sino que también ataca, ¡creo que incluso al propio dueño! Así que durante semanas estuve alerta, temblando, por si veía esa mano corretear a mi alrededor. Dormía con la cabeza metida debajo de las sábanas, no sin antes echar un vistazo detrás de la puerta y debajo de la cama; miraba bien dentro del váter antes de mear (esto también lo estuve haciendo durante años por si aparecía una araña o una abeja y me picaba en las partes íntimas); estaba totalmente emparanoiada. Hasta en el colegio. Recuerdo estar andando por el pasillo y mirar a ambos lados y hacia atrás con los ojos bien abiertos y el corazón a mil por hora pensando que esa mano me perseguía para matarme. Recuerdo incluso aligerar el paso no fuera a ser que de verdad me estuviera acechando.
 
¿Me comporté de manera exagerada? (claramente no iba a atacarme ningún miembro amputado). Pero no creo que nadie salvo yo, que soy la que lo ha vivido, tenga derecho a criticarme.
 
Al contrario de lo que puedan dar a entender los diccionarios, la mayoría de las veces, no exagera la persona que actúa sino la que la juzga. ¿Por qué? Pues por lo que ya he dicho: porque la persona que juzga no tiene en cuenta los aspectos ambientales, los que rodean a la otra persona, cómo se ha educado, por qué hace lo que hace, por qué le afecta de la manera en la que le afecta. La que juzga lo hace desde su posición, desde su punto de vista, desde su privilegio; y no ve que ella misma, si estuviera sentada en esa otra silla, se comportaría igual.
 
Con el paso de los años, la mano dejó de acosarme y empezó a hacerlo el cuerpo entero. El cuerpo de mi abuela paterna, cuando la vecina de abajo me recordaba lo mucho que me parecía a ella de joven. El cuerpo de mi madre, al otro lado del espejo, cuando mi vientre y mis caderas se curvaban. El cuerpo del chico que durante unos años se obsesionó conmigo y me perseguía de vez en cuando (otro trauma) cuando me veía de casualidad en la piscina, en alguna fiesta nocturna, paseando por la calle. El mío.
 
Aceptar mi cuerpo es algo que me ha costado muchos años, que no soy la única aquí. Muchos reflejos insultados, muchas medidas tomadas, muchas fotografías eliminadas, muchos almuerzos hechos con amor tirados a la basura. Pero no ha sido tan doloroso, no me ha costado tanto esfuerzo, como aceptar mi cerebro: mi forma de ser, de ver las cosas, de sentir, mi forma de tratar a los demás, ¡de tratarme a mí misma! Mi forma de no ser.

viernes, 13 de octubre de 2023

ME MUDÉ Y DE VERDAD PENSABA QUE VENDRÍAS A VERME

Era miércoles veintisiete de enero y aún no sabía, no era consciente, de que de verdad no íbamos a volver a vernos. Yo escribía en mi diario con la esperanza de que algún día me contradijera y dijera mira, tengo visita dijera mira, ya no estoy sola dijera mira, hemos hecho el amor en mi cama de uno treinta y cinco y ya no soy la única pringada que no folla en este piso.
 
Yo tenía veintiséis años y como dicta la media europea acababa de independizarme. En parte porque no soportaba seguir viviendo con mis padres, en parte porque necesitaba más espacio para mis libros. Excusa que luego utilicé para volver a mudarme dos años y medio más tarde, después de seguir comprando libros y no tener dónde amontonarlos a pesar de no quedármelos todos.
 
Yo tenía veintiséis años y acababa de quedarme sin trabajo. No obstante había calculado que podía vivir un año entero sin trabajar gracias a mis ahorros. Al final no pude probárselo a nadie porque me llamaron una o dos semanas más tarde para ofrecerme un contrato que por supuesto acepté sin pensarlo un segundo.
 
La puerta de la entrada se abría y cerraba a todas horas porque mis compañeras de piso –que no de estudio– tenían visitas. Yo esperaba que fueras tú quien viniera antes que nadie y vieras cómo había dejado el piso dónde había colocado el pez espada el pequeño altar que le había levantado a tu nariz. Esperaba que vinieras y te quedaras quizá un fin de semana, como las visitas de mis vecinas a quienes escuchaba follar tras las paredes y que por una vez fueran ellas las que me escucharan a mí. Así que te pedí que vinieras y me dijiste que no era un buen momento. Y yo dejé pasar los días esperando el momento propicio, esperando que de verdad vinieras a verme, esperando que de verdad cumplieras algunas de tus promesas.
 
Primero fue el toque de queda luego las oposiciones después la remota posibilidad de haber suspendido el mir. Después ya no pude aguantar más y creo que te envié un audio de whatsapp –qué quieres que te diga, estaba borracha–.
 
Supongo que fue ahí cuando lo nuestro terminó.