El
trauma de mi vida me lo causó, sin la menor duda, una película que
vi cuando seguía en parvulario o acababa de empezar la educación
primaria, hace mínimo veinte años. No recuerdo el título y si por
casualidad hay alguien en esta sala que lo sepa, agradecería
enormemente que levantara la mano (en seguida entenderéis por qué
me río al decir esto).
La
vi en el salón-comedor de mi casa, junto con mis padres, mi hermano
y mi tía, que fue la que imagino que trajo la cinta de vídeo.
Siempre he supuesto que era una película de terror porque a mí me
daba miedo; pero ellos se reían (los adultos se reían, mi hermano
no lo recuerdo) así que quizá no fuera exactamente de terror, sino
más bien tipo Scary Movie (no era Scary Movie). El caso es que a mí
me daba mucho miedo y de vez en cuando cerraba los ojos para no mirar
la pantalla. Pero mi madre, en cuyo hombro me apoyaba buscando
desesperadamente un refugio, me controlaba de reojo desde lo alto y a
mí me daba la sensación de que hacía mal en tener miedo de esa
película con la que ellos se reían; así que no tenía más remedio
que estar atenta a la televisión y rezar a un Dios en el que aún no
creía para que terminara pronto el largometraje.
La
marca llegó con la escena en la que uno de los protagonistas se
corta (o le cortan) una mano y
después dicha mano anda sola.
Pero no sólo anda sola sino que también ataca, ¡creo que incluso
al propio dueño! Así que
durante semanas estuve
alerta, temblando, por si veía esa mano corretear a mi alrededor.
Dormía con la cabeza metida debajo de las sábanas,
no sin antes echar un vistazo detrás de la puerta y debajo de la
cama;
miraba bien dentro del váter antes de mear (esto
también lo estuve haciendo durante años por si aparecía una araña
o una abeja y me picaba en las partes íntimas);
estaba totalmente emparanoiada.
Hasta en el colegio. Recuerdo estar andando por el pasillo y mirar a
ambos
lados y hacia atrás con los ojos
bien abiertos y el corazón a mil por hora pensando que esa mano me
perseguía para matarme.
Recuerdo incluso aligerar el paso no
fuera a ser que de verdad me estuviera acechando.
¿Me
comporté de manera
exagerada? Sí
(claramente no
iba a atacarme ningún
miembro amputado).
Pero no creo que nadie salvo
yo, que soy la que lo ha
vivido, tenga
derecho a criticarme.
Al
contrario de lo que puedan dar a entender los diccionarios, la
mayoría de las veces, no exagera la persona que actúa sino la que
la juzga. ¿Por qué? Pues por lo que ya he dicho: porque la persona
que juzga no tiene en cuenta los aspectos ambientales, los que rodean
a la otra persona, cómo se ha educado, por qué hace lo que hace,
por qué le afecta de la manera en la que le afecta. La que juzga lo
hace desde su posición, desde su punto de vista, desde su
privilegio; y no ve que ella misma, si estuviera sentada en esa otra
silla, se comportaría igual.
Con
el paso de los años, la mano dejó de acosarme y empezó a hacerlo
el cuerpo entero. El cuerpo de mi abuela paterna, cuando la vecina de
abajo me recordaba lo mucho que me parecía a ella de joven. El
cuerpo de mi madre, al otro lado del espejo, cuando mi vientre y mis
caderas se curvaban. El cuerpo del chico que
durante unos años se
obsesionó conmigo y me perseguía de vez en cuando (otro trauma)
cuando me veía de casualidad en la piscina,
en alguna fiesta
nocturna, paseando por la
calle. El mío.
Aceptar
mi cuerpo es algo que me ha costado muchos años,
sé
que no soy la única aquí.
Muchos reflejos
insultados,
muchas medidas tomadas,
muchas fotografías
eliminadas,
muchos almuerzos hechos con
amor tirados a la basura.
Pero no ha sido tan doloroso,
no me
ha costado tanto esfuerzo,
como aceptar mi cerebro:
mi forma de ser,
de ver las cosas, de sentir,
mi forma de tratar a los
demás, ¡de
tratarme a mí misma! Mi
forma de no ser.