Hola, me llamo Sara y soy acólita.
No en sentido religioso, claro, sino más bien físico.
Normalmente, cuando tengo dudas sobre una palabra, la busco en el Diccionario de la Lengua Española, al que puedes ir escribiendo «dle.rae.es» en el buscador o acceder directamente desde la RAE. Sólo de manera ocasional me dirijo a WordReference.
Ninguno de estos diccionarios da la importancia que se merece a la palabra, que es lo que soy y por lo que estoy aquí. Para la Real Academia Española, es la cuarta y última acepción, que dice así:
4. m. satélite (|| persona que depende de otra).
Como veis, ni siquiera te dicta directamente el significado, sino que primero te da una palabra que puede servir de sinónimo y ya, después, una brevísima definición. Para leer la definición completa debes hacer clic en la palabra «satélite», que te redirige a la acepción que buscas:
3. m. Persona o cosa que depende de otra y está sometida a su influencia. U. t. en apos.
No vaya a ser, pobre de ti, que te pienses que eres un cuerpo celeste opaco que sólo brilla por la luz que se refleja del sol y gira alrededor de un planeta.
Como digo, en WordReference tampoco es que haya mucha diferencia; lo que pasa es que hay una acepción menos y, por tanto, la que nos atañe no es la cuarta sino la tercera:
3. col. Persona que depende de otra.
Depender de alguien no es tan sencillo como parece.
Primero hay que pensar bien de quién vas a depender. Si eliges, por ejemplo, una persona que viaja mucho, probablemente acabes sintiéndote muy sola; si eliges, por ejemplo, una persona a la que le guste estar a tu lado, pues no.
También debes tener en cuenta si vas a depender totalmente o sólo en ciertos aspectos. Por ejemplo: puede no importarte que la persona de la que dependes no pase la mayor parte del tiempo a tu lado siempre y cuando te escriba algún mensaje, mínimo, cuatro veces por semana. Es muy doloroso comprobar que, encima de que casi nunca está contigo, siempre eres tú la que anda detrás para que mantengáis una conversación. Yo confieso que la mayoría de las veces prefiero el silencio, siempre y cuando el silencio implique que la otra persona se encuentra en mi misma habitación. Pero esta es sólo mi perspectiva, por supuesto, en realidad es una cuestión de gustos.
El tiempo también es muy importante. ¿Tu dependencia va a ser a jornada completa o sólo los fines de semana? A lo mejor trabajas en una empresa informática y libras sábados y domingos; no quiere decir que tus sentimientos hacia la persona de la que dependes varíen de manera regular, sino que en el trabajo estás tan distraída que no te da tiempo a pensar en tus carencias. A mí me ha pasado, no siempre, pero me ha pasado. ¿A alguien más le ha pasado?
A lo mejor son las noches las que te ponen triste y no soportas la soledad que esto conlleva. A lo mejor es el despertar y ver que no hay nadie respirando con fuerza sobre tu nuca. A lo mejor no te gusta comer sola.
En mi tercer año de universidad, tuve la obligación de quedarme a comer dos días a la semana porque tenía clase mañana y tarde y muy poquitas horas de diferencia. Coger el metro y el autobús para comer en casa y luego coger el autobús y el metro para volver a la facultad no me salía rentable, así que tenía que comer en la cafetería. En mi tercer año de universidad, seguía arrastrando las asignaturas de primero. Las clases de por la mañana y las de por la tarde no formaban parte del mismo curso y nadie más las estaba repitiendo, así que comía sola. Nunca comí en la cafetería.
Una cafetería es, según la Wikipedia, «un establecimiento de hostelería donde se sirven aperitivos y comidas, generalmente platos combinados, pero no menús o cartas». Como veis, a veces también leo la Wikipedia. En el segundo párrafo explica que «en algunos países se le llama cafetería a un restaurante donde no se ofrece servicio de camareros, y donde los clientes utilizan una bandeja, para pasar a una barra de menús y escoger sus platos, y luego pasar por la caja para pagar, principalmente en centros comerciales, de trabajo y escuelas». O universidades.
En mi universidad las mesas y las sillas de la cafetería eran de color añil. Las bandejas no lo recuerdo, ya que sólo las usé una vez: cuando me invitaron, en el sentido cortés y no monetario de la palabra, a comer. No era la cafetería más cara de la zona, pero la de la facultad de filosofía, que se encuentra justo al lado, era más económica. Hablo en pretérito porque hace años que no me acerco por allí; puede que las cosas hayan cambiado.
No sé por qué, pero comer delante de alguien que no está comiendo conmigo me pone nerviosa. A lo mejor pienso que me mancharé y haré el ridículo. O que habré elegido algo que se supone que no se come a esa hora y se burlarán de mí. O que algún buen samaritano, sin ninguna mala intención, me deseará que me aproveche.
Sentarme sola en un lugar público al que la mayoría de la gente se sienta por grupos o en pareja no me parecía lo más apetecible, así que lo que hacía era irme a la biblioteca. Claro que a esa hora, en la biblioteca, me daba miedo que alguien me viera y se preguntara por qué no me iba a comer; así que utilizaba mi carnet de estudiante para sacar un libro y me iba al parque a leer. Devoraba libros, que suele decirse, aunque no haya ninguna dieta que lo especifique como algo saludable.
Sí, pensar que alguien pudiera verme a esa hora en el parque y se preguntara por qué no estaba comiendo tampoco era plato de mi agrado; así que procuraba sentarme en un banco lo más apartado posible y nunca más de veinte minutos seguidos, no fuera a ser que el hombre que llevaba el mismo tiempo que yo leyendo en el banco de enfrente empezara a sospechar. Pero no os preocupéis que comer, lo que se dice comer, sí comía: si veía que tenía hambre, me iba a algún supermercado y me compraba alguna cosilla. Papas, frutos secos, napolitanas de chocolate. Gominolas.
Como decía, depender de alguien no es tan sencillo como parece. Si se va la persona de la que dependes: ¿qué haces?, ¿cómo actúas?, ¿con quién comes? Yo en esa época no dependía de nadie en concreto. Lo cual quiere decir que tenía una infinidad de personas de las que poder depender. Lo cual te da una mayor posibilidad de tener a alguien cerca del que depender en un determinado momento. Lo cual, a la vista está, es mentira.
Otra cosa que también es mentira es que nadie más se quedara a comer esos días en la cafetería. Claro que había alumnos de mi curso que tenían clase mañana y tarde, que se habían visto, como yo, en la obligación de repetir alguna asignatura; pero ninguno quería comer conmigo. No eran precisamente los compañeros con los que yo me llevara bien, si es que dicha especie tenía el dolor de existir, y para sentarme sola en la mesa de al lado, soportando sus miradas de reojo, sintiendo en mi piel el ácido corrosivo de sus cuchicheos, prefería no estar allí. De todas formas, ellos no conocían esta dependencia que me arropa como si de una manta de coralina se tratara, así que no es precisamente lo que intentaban evitar.
En mi escaso dominio de lo que viene siendo la navegación en la red, he encontrado un tercer, si no metemos a la Wikipedia en esto, diccionario. Se trata, por supuesto, del Diccionario del Español Jurídico.
El DEJ es más indulgente con nosotras, las personas acólitas, de lo que lo son el resto de diccionarios; y ¡además parece que nos tiene en muy alta estima! Su definición dicta lo siguiente:
1. Gral. Persona que sigue o acompaña.
Como veis, no sólo nos encontramos en la primera acepción, sino que además utiliza verbos más amables. Seguir, acompañar, son verbos dulces, sobre todo el segundo. ¿Quién no quiere seguidores en Twitter que le alimenten el ego alabando su agudeza mental? ¿Quién no quiere estar acompañada en ese día tan especial, como puede serlo tu cumpleaños, el inicio de las vacaciones o una entrega de premios? Pero entonces, quien no supiera de mi condición de acólita y aun así no se acercara a mí, ¿era simple y llanamente porque no deseaba mi compañía? La indulgencia puede ser también un puñetazo en el estómago.
Oigo una voz por ahí al fondo que dice: «¿Por qué no les preguntabas tú si les importaba que comieras con ellos? Al fin y al cabo, ibais a la misma clase y todos erais personas adultas: ¿cómo sabías que te iban a decir que no?». Pues verás: según Raimon Gaja y muchos otros profesionales de la salud mental que utilizan la terapia cognitiva-conductual con sus pacientes, «la mayoría de nuestros problemas surgen porque nuestro estilo cognitivo está distorsionado».
Existen diez tipos de pensamientos distorsionados. Por lo general, incluso la persona más sana mentalmente hablando tiene, ha tenido o tendrá, al menos, uno en toda su vida. Voy a dar un paso más allá y me aventuraré a decir que el más común de los diez se trata, ni más ni menos que, de las conclusiones apresuradas. Dentro de estas conclusiones apresuradas, se distinguen los llamados «lectura del pensamiento» y «error del adivino». Estoy más que segura de que cualquiera deduce, por el nombre, qué quiere decir cada uno; así que me voy a ahorrar la explicación.
¿Para qué preguntarles si les importaba que comiera con ellos si de todas formas me iban a decir que no? Al fin y al cabo, ellos eran tres y yo sólo una. Que ellos me preguntaran a mí habría sido considerado un gesto de amabilidad por su parte; que yo les preguntara a ellos, pura intromisión. Un acólito puro no se entromete. Un acólito observa, escucha, espera, tiene opiniones que no exterioriza a menos que se lo pidan, sonríe y asiente, está ahí. Un acólito está ahí. Un acólito sigue, acompaña; dice a todo que sí, salvo si tiene que decir que no.
Ya he dicho que la única vez que comí en la cafetería fue la vez que me preguntaron si quería quedarme. También he dicho que en esa época no dependía de nadie. Como Abraham diciéndole a su hijo que Dios proveerá el cordero para el sacrificio, y por supuesto esto es una alusión a Mercedes Cebrián, yo también estaba medio mintiendo. No dependía de nadie, pero estaba enamorada: ¿un acólito nota la diferencia?
Algo de lo que no te advierten los diccionarios, detrás de tanta definición, es de que un acólito tiene serias posibilidades de acabar enamorándose de las personas de las que depende si observa que éstas disfrutan de su compañía y además le piden que forme parte de cosas que también son de su agrado. Porque yo no creo que la dependencia esté reñida con tener criterio o personalidad y, estaréis de acuerdo conmigo, no es lo mismo que te pidan esconder un cadáver que ir a tomar un helado en la cafetería de la esquina. El roce hace el cariño y, cuando el roce se trata de una actividad agradable, fácilmente realizable y cero o muy poco peligrosa, es más sencillo dejarse llevar y permitir que los sentimientos florezcan de manera relajada sobre tu piel.
Cuando él me preguntó si me quedaba a comer, después de salir del examen y sin ninguna necesidad de quedarme porque por la tarde no había clase, esperaba que mi respuesta fuera afirmativa. Quiero decir que él quería que yo comiera con él; él quería pasar tiempo conmigo. Obviamente, le dije que sí. Y no, él no estaba enamorado.
De nuevo la misma premisa: una persona que no conocía esta tendencia mía a depender de los que me rodean; pero dando como resultado algo totalmente distinto: el querer estar conmigo, al menos, por unas horas.
Pero en serio: ¿un acólito nota la diferencia?
Sé perfectamente cuándo detesto a una persona. Lo sé, sobre todo, porque me ha pasado más veces de las que estoy dispuesta a confesar. Porque, sí, un acólito sigue y acompaña, me repito más que las persianas, dulcemente; pero a veces es amargo el sabor. A veces no te gusta. La lengua se estremece y se niega rotundamente a volver a lamer la superficie. Probar bocado se convierte en deporte de riesgo para la garganta. Traga y regurgita, qué asco, vuelve a tragar; o lo intenta, más bien, pues no puede.
Pero el amor es difícil distinguirlo, no sólo para las personas acólitas. Saber diferenciar cuándo amas de verdad a alguien, cuándo deseas a una persona, pasar el resto de tu vida con ella, despertarte cuando suene su despertador aunque tú no necesites madrugar, mezclar tu ropa con la suya en la lavadora, atreverte a comer lo que cocine a la hora de la cena, oírla respirar al otro lado de la puerta del cuarto de baño, de cuándo simplemente te has hartado de estar sola.
Yo he estado sola mucho tiempo, a pesar incluso de mi condición, porque ser acólita no es lo mismo que estar ahí. Escuchar las voces de los otros ir y venir a tu alrededor, las risas, los suspiros, los chasquidos de lengua. Estar en el centro. Estar en el centro y no ser capaz de coger nada al vuelo. Literalmente. Estar en el centro y que las palabras te rodeen, esquivándote, rozando tu cabello, sin llegar a alcanzarte realmente porque no perteneces a la conversación. Estás ahí, las ondas de sonido te atraviesan, ves sus rostros, hueles sus perfumes, tocas la misma mesa que ellos tocan, los mismos cubiertos, saboreas la comida, la cerveza; pero nada tiene, en realidad, que ver contigo.
Por eso me sentí tan bien, pero tan bien, cuando él me preguntó si me quedaba a comer. Cuando él se dirigió a mí directamente, sin mirar a su alrededor, sin esperar que nadie más respondiera. También la primera vez, antes de entrar en esa clase de lingüística. O cuando me cogió de la mano con fuerza, entrelazando nuestros dedos, y la descansó sobre su rodilla. Cuando probó, tanteó más bien, qué ocurriría si en vez de su rodilla fuera mi muslo el lecho en el que posarla. Cuando en vez de su mano fue su nuca. Qué pensar entonces, cuando yo lo observaba desde lo alto y él no apartaba la mirada de la pequeña pantalla: un hecho cotidiano, confortable. Qué pensar cuando me besó en la mejilla, cuando me besó en los labios.
No quiero decir que fuera el primero ni el último, porque no lo fue, pero en ese momento fue importante. Estar ahí. De verdad. Formar parte de la obra, ser protagonista de la historia, palpar con las yemas de tus dedos tu nombre en el guion de la película. No ser acólita.
Por eso estoy aquí.