jueves, 14 de marzo de 2024

BIENAVENTURADOS LOS QUE LLORAN

La primera vez que pensé en el suicidio fue durante la catequesis, a la tierna edad de los ocho años. No exactamente dentro de esas cuatro deprimentes paredes amarillas, con una mesa de madera en el centro rodeada de niños, sino durante esa época. Todos los alumnos de mi clase decían que querían tomar la Comunión por los regalos, yo quería tomarla porque creía en Dios.
        El caso es que la catequista (una mujer mayor con aspecto de mujer mayor) nos explicó que, al morir, nuestra alma inmortal permanecía inalterable en el Cielo (si habías sido bueno), en el Infierno (si habías sido malo) o en el Purgatorio (si no habías sido bautizado [algo de lo que por suerte me libraría porque yo sí había sido bautizada]).
        A los ocho años yo me imaginaba muriendo de vieja, claro, tumbada en la cama; durmiendo, sin apenas enterarme de nada, rodeada, quizá, de mis seres queridos. A los ocho años yo me imaginaba abriendo los ojos en las puertas del cielo y viendo a San Pedro gritándome «bienvenida» al oído porque los años habían hecho mella en mí. Después San Pedro me acompañaba del brazo a través del umbral de la enorme puerta de oro y ya ahí les pasaba el relevo a los angelitos. A los ocho años yo suponía que el alma tenía el mismo aspecto y consistencia que el cuerpo que había dejado atrás (la catequista había dicho «in-al-te-ra-ble»). ¡Imaginaos entonces el horror que experimentaba al saber que iba a pasarme la eternidad con el mismo aspecto que el de mi vieja catequista! Chepada, coja, lenta, con dolor en las articulaciones, arrugas, cansancio, medias del color de mi carne para esconder los surcos de la edad, ropa gruesa y apagada. Así que a los ocho años hice un pacto conmigo misma y me prometí morir cuando llegara a los veinticinco (edad en la que suponía que gozaría de la más absoluta belleza, fuerza y agilidad físicas y un buen par de tetas).
        ¿Tenía miedo de ir de cabeza al Infierno? La verdad es que no: nunca creí que el suicidio fuera un pecado. Si es Dios quien nos guía, ¿cómo negar que nos ha guiado hasta la azotea y nos ha dado un empujón hacia el vacío? Si no hubiera querido que muriera, ¿no habría hecho que el cartero llamara a la puerta justo cuando iba a afilar el cuchillo en la piel? ¿No habría hecho que no tuviera suficientes pastillas en la mesita de noche? A los ocho años yo estaba convencida, y feliz, de que no llegaría a los veintiséis. Y hasta que no los cumplí, una parte de mí siguió convencida de ello.
        Pero no fue hasta los catorce cuando me planteé de verdad la idea del suicidio. Hasta ese momento, la imagen de la muerte era algo confusa, borrosa: simplemente pensaba que desaparecería y ya está. Mi cuerpo explosionaría de manera silenciosa y me evaporaría al instante, como una pequeña burbuja de jabón o la ampolla que me salió en la muñeca izquierda después de quemarme con el cigarro.
        A los catorce años fumaba. Esa época no duró mucho porque, no voy a esconderme, me daba mucho miedo que mis padres se enteraran. Durante aquellos años además, y supongo que gracias a la imprecisa idea que tenía de ella, no temía a la muerte: mi miedo era únicamente al dolor, así que empecé a ensayar. Un día, en el cuarto de baño que hay enfrente de mi dormitorio, apagué una colilla en mi piel para ver si era capaz de soportar el daño. Me salió una ampolla que luego reventé para ver correr el agua fresca del manantial, como hago con cualquier otra ampolla, y después me arranqué la pielecilla, cosa que hizo que se me quedara la marca para siempre (vale: sólo se ve si sabes dónde mirar, pero está ahí).
        Un día, de repente, dejé de creer en Dios. Al entrar en el instituto, pasé por una especie de crisis de fe, a lo Lisa Simpson: me alejé del cristianismo y emprendí la búsqueda, a través de ese maravilloso universo llamado Internet, de una nueva religión. Yo estaba en un momento de mi vida en el que necesitaba desprenderme de las cosas, sufría porque no alcanzaba aquello que anhelaba (como todo adolescente) y el budismo, con sus Cuatro Nobles Verdades, fue la única que me convenció. También me atrajo el hecho de que el budismo sea una religión no teísta, y cada vez que leía más y más acerca de esa religión en diferentes páginas web, más me gustaba. «Soy budista», anoté en mi diario. Y durante un tiempo fui budista.
        Sin embargo, la idea de la reencarnación, por muy tentadora que me resultara en ese preciso momento, nunca llegó a convencerme. Y aunque se supone que no es necesario estar totalmente de acuerdo con una religión para seguirla, el negar la reencarnación (un pilar tan básico del budismo, lo primero en lo que se piensa cuando se habla de esta creencia) me hizo pensar que tal vez el budismo tampoco estuviera hecho para mí.
        A donde quiero ir a parar con todo esto es a que, aunque ya no temía pasar la eternidad con un terrible aspecto porque no creía ni en el Cielo ni en el Infierno ni en la inmortalidad del alma cristiana, yo seguí convencida de que debía suicidarme cuando llegara a los veinticinco. Supongo que llevaba tantos años con ella, que la idea había echado raíces en mi cerebro, haciendo mucho más difícil su expulsión. De hecho, se me había metido tanto en la cabeza que había días en los que no había otra cosa en la que pensara.
        No fue exactamente esto lo que le dije a mi primer psiquiatra; al doctor le dije que a veces, en ciertas ocasiones, me entraban ganas de morirme. Una pastilla de anafranil y un zolpidem antes de dormir fue la respuesta a mis plegarias, pero lo malo de los antidepresivos es que no te das cuenta de que funcionan hasta que dejas de tomarlos y vuelves a estar en la mierda. O al menos eso fue lo que me pasó a mí cuando, en un arrebato de locura pasajera, me las tomé todas y me quedé sin pastillas. Pero creo que me estoy adelantando a los acontecimientos.
        La primera vez que intenté suicidarme en serio fue a los quince años con el diazepam de mi madre. Digo en serio porque a veces una intenta suicidarse sin tener realmente ganas de morir; a veces sólo es una forma tan válida como cualquier otra de pedir ayuda. Había empezado a padecer insomnio y una necesidad compulsiva de llorar en todas partes. Lo que en ese momento no sabía cómo nombrar crecía poco a poco dentro de mí: una parálisis destructiva, si Sylvia Plath me permite copiarle el término, se apoderaba de mi cuerpo cada vez que alguien me dirigía la palabra. Daba igual que fuera un profesor, un compañero de clase, un amigo o alguien de mi familia, mis músculos, simplemente, dejaban de moverse. Y después ya no fue la palabra sino que bastó con la mirada. Un sentimiento de soledad, de desamparo, de rechazo, comenzó a envolverme como a un caramelo de anís. Así que un día decidí que no merecía la pena seguir viviendo, y por primera vez en mucho tiempo me fui a la cama con una gran sonrisa en la cara. Al día siguiente me desperté como si nada porque al parecer quince pastillas de cinco miligramos cada una no son suficientes para poder reencarnarte en una bonita mariposa rosa.
        Si echo la vista atrás, si analizo una a una las etapas de mi al parecer no tan larga vida, creo fervientemente que todo fue inevitable. Al fin y al cabo, el primer recuerdo que tengo, y esto es algo que le encantaría escuchar a mi actual psiquiatra porque está OBSESIONADA con encontrar la raíz de los problemas, es también el recuerdo de mi primera humillación.
        Estábamos en mi casa celebrando una cena familiar con el que viene siendo el núcleo de toda mi familia paterna, ya sabéis: tíos, primos, abuelos. Una de las poquísimas veces, y creo que la única que recuerdo, en las que nos hemos reunido todos en casa de mis padres. Yo ya no llevaba pañal porque estaba en esa edad en la que los pequeños de la casa están aprendiendo a ir al orinal. Correteaba por la casa sin camiseta, con mi pelo corto y mis pendientes de plata, la más pequeña del grupo. Y entonces yo, niña rubita de ojos verdes, le dije a mi madre, delante de todos, que a esa edad me parecían gigantes incluso cuando estaban sentados: «Quiero hacer caca». Mi familia, prácticamente una decena de personas, se me quedó mirando fijamente y ella me respondió, delante de todos: «Ya no te hace falta, ¿no?».
        En ese momento el tiempo se detuvo. Yo, niña rubita de ojos grandes, petrificada por culpa de todos esos ojos de Medusa que me observaban desde la mesa del comedor y ese tono acusador en la voz de mi madre, pasé sin pensarlo mi mano derecha por encima de mi culo infantil y se me manchó de mierda. Porque, en efecto, ya no me hacía falta ir al orinal. Ya había hecho caca y la caca había traspasado las bragas y el pantalón. Me miré la mano llena de mierda y todos los gigantes empezaron a reír como ríen siempre los adultos delante de los niños: sin consideración, sin pensar en las consecuencias de oír esa carcajada que ha provocado tu torpeza, como si de verdad creyeran que por ser pequeño el niño tiene unos sentimientos también pequeños e insignificantes.
        Me sentí humillada, fría, distante. Me sentí de una forma que no sabía puesto que aún no conocía las palabras adecuadas. La Tierra dejó de dar vueltas alrededor del sol y a su vez el sol dejó de dar vueltas alrededor del centro de la galaxia, pero mi mente comenzó a girar sobre sí misma. Así que mi madre me llevó al baño, me sentó en el orinal de color rosa o amarillo, no recuerdo bien, por si acaso aún lo necesitaba y me cambió de ropa.
        Voy a ser franca: si no le cuento esta historia a mi doctora es únicamente porque me da vergüenza usar un lenguaje escatológico en voz alta, a pesar de que la ayudaría a entender un par de cosas. Pero estuve a punto de hacerlo, supongo que algo es algo, se me pasó por la cabeza, el día en que me pidió que echara la vista atrás y le contara mi primer recuerdo. En su lugar opté por narrarle el típico momento de estar llorando de la mano de tu madre el primer día de colegio y no encontrar consuelo.
 
porque ellos serán consolados
Mateo 5:4