La
primera vez que pensé en el suicidio fue durante la catequesis, a la
tierna edad de los ocho años. No exactamente dentro de esas cuatro
deprimentes paredes amarillas, con una mesa de madera en el centro
rodeada de niños, sino durante esa época. Todos los alumnos de mi
clase decían que querían tomar la Comunión por los regalos, yo
quería tomarla porque creía en Dios.
El
caso es que la catequista (una mujer mayor con aspecto de mujer
mayor) nos explicó que, al morir, nuestra alma inmortal permanecía
inalterable en el Cielo (si habías sido bueno), en el
Infierno (si habías sido malo) o en el Purgatorio (si no habías
sido bautizado [algo de lo que por suerte me libraría porque yo sí
había sido bautizada]).
A
los ocho años yo me imaginaba muriendo de vieja, claro, tumbada en
la cama; durmiendo, sin apenas enterarme de nada, rodeada, quizá, de
mis seres queridos. A los ocho años yo me imaginaba abriendo los
ojos en las puertas del cielo y viendo a San Pedro gritándome
«bienvenida» al oído porque los años habían hecho mella en mí.
Después San Pedro me acompañaba del brazo a través del umbral de
la enorme puerta de oro y ya ahí les pasaba el relevo a los
angelitos. A los ocho años yo suponía que el alma tenía el mismo
aspecto y consistencia que el cuerpo que había dejado atrás (la
catequista había dicho «in-al-te-ra-ble»). ¡Imaginaos entonces el
horror que experimentaba al saber que iba a pasarme la eternidad con
el mismo aspecto que el de mi vieja catequista! Chepada, coja, lenta,
con dolor en las articulaciones, arrugas, cansancio, medias del color
de mi carne para esconder los surcos de la edad, ropa gruesa y
apagada. Así que a los ocho años hice un pacto conmigo misma y me
prometí morir cuando llegara a los veinticinco (edad en la que
suponía que gozaría de la más absoluta belleza, fuerza y agilidad
físicas y un buen par de tetas).
¿Tenía
miedo de ir de cabeza al Infierno? La verdad es que no: nunca creí
que el suicidio fuera un pecado. Si es Dios quien nos guía, ¿cómo
negar que nos ha guiado hasta la azotea y nos ha dado un empujón
hacia el vacío? Si no hubiera querido que muriera, ¿no habría
hecho que el cartero llamara a la puerta justo cuando iba a afilar el
cuchillo en la piel? ¿No habría hecho que no tuviera suficientes
pastillas en la mesita de noche? A los ocho años yo estaba
convencida, y feliz, de que no llegaría a los veintiséis. Y hasta
que no los cumplí, una parte de mí siguió convencida de ello.
Pero
no fue hasta los catorce cuando me planteé de verdad la idea del
suicidio. Hasta ese momento, la imagen de la muerte era algo confusa,
borrosa: simplemente pensaba que desaparecería y ya está. Mi cuerpo
explosionaría de manera silenciosa y me evaporaría al instante,
como una pequeña burbuja de jabón o la ampolla que me salió en la
muñeca izquierda después de quemarme con el cigarro.
A
los catorce años fumaba. Esa época no duró mucho porque, no voy a
esconderme, me daba mucho miedo que mis padres se enteraran. Durante
aquellos años además, y supongo que gracias a la imprecisa idea que
tenía de ella, no temía a la muerte: mi miedo era únicamente al
dolor, así que empecé a ensayar. Un día, en el cuarto de baño que
hay enfrente de mi dormitorio, apagué una colilla en mi piel para
ver si era capaz de soportar el daño. Me salió una ampolla que
luego reventé para ver correr el agua fresca del manantial, como
hago con cualquier otra ampolla, y después me arranqué la
pielecilla, cosa que hizo que se me quedara la marca para siempre
(vale: sólo se ve si sabes dónde mirar, pero está ahí).
Un
día, de repente, dejé de creer en Dios. Al entrar en el instituto,
pasé por una especie de crisis de fe, a lo Lisa Simpson: me alejé
del cristianismo y emprendí la búsqueda, a través de ese
maravilloso universo llamado Internet, de una nueva religión. Yo
estaba en un momento de mi vida en el que necesitaba desprenderme de
las cosas, sufría porque no alcanzaba aquello que anhelaba (como
todo adolescente) y el budismo, con sus Cuatro Nobles Verdades, fue
la única que me convenció. También me atrajo el hecho de que el
budismo sea una religión no teísta, y cada vez que leía más y más
acerca de esa religión en diferentes páginas web, más me gustaba.
«Soy budista», anoté en mi diario. Y durante un tiempo fui
budista.
Sin
embargo, la idea de la reencarnación, por muy tentadora que me
resultara en ese preciso momento, nunca llegó a convencerme. Y
aunque se supone que no es necesario estar totalmente de acuerdo con
una religión para seguirla, el negar la reencarnación (un pilar tan
básico del budismo, lo primero en lo que se piensa cuando se habla
de esta creencia) me hizo pensar que tal vez el budismo tampoco
estuviera hecho para mí.
A
donde quiero ir a parar con todo esto es a que, aunque ya no temía
pasar la eternidad con un terrible aspecto porque no creía ni en el
Cielo ni en el Infierno ni en la inmortalidad del alma cristiana, yo
seguí convencida de que debía suicidarme cuando llegara a los
veinticinco. Supongo que llevaba tantos años con ella, que la idea
había echado raíces en mi cerebro, haciendo mucho más difícil su
expulsión. De hecho, se me había metido tanto en la cabeza que
había días en los que no había otra cosa en la que pensara.
No
fue exactamente esto lo que le dije a mi primer psiquiatra; al doctor
le dije que a veces, en ciertas
ocasiones, me entraban ganas de morirme. Una pastilla
de anafranil y un zolpidem antes de dormir fue la respuesta a mis
plegarias, pero lo malo de los antidepresivos es que no te das cuenta
de que funcionan hasta que dejas de tomarlos y vuelves a estar en la
mierda. O al menos eso fue lo que me pasó a mí cuando, en un
arrebato de locura pasajera, me las tomé todas y me quedé sin
pastillas. Pero creo que me estoy adelantando a los acontecimientos.
La
primera vez que intenté suicidarme en serio fue a los quince años
con el diazepam de mi madre. Digo en serio porque a veces una intenta
suicidarse sin tener realmente ganas de morir; a veces sólo es una
forma tan válida como cualquier otra de pedir ayuda. Había empezado
a padecer insomnio y una necesidad compulsiva de llorar en todas
partes. Lo que en ese momento no sabía cómo nombrar crecía poco a
poco dentro de mí: una parálisis destructiva, si Sylvia Plath me
permite copiarle el término, se apoderaba de mi cuerpo cada vez que
alguien me dirigía la palabra. Daba igual que fuera un profesor, un
compañero de clase, un amigo o alguien de mi familia, mis músculos,
simplemente, dejaban de moverse. Y después ya no fue la palabra sino
que bastó con la mirada. Un sentimiento de soledad, de desamparo, de
rechazo, comenzó a envolverme como a un caramelo de anís. Así que
un día decidí que no merecía la pena seguir viviendo, y por
primera vez en mucho tiempo me fui a la cama con una gran sonrisa en
la cara. Al día siguiente me desperté como si nada porque al
parecer quince pastillas de cinco miligramos cada una no son
suficientes para poder reencarnarte en una bonita mariposa rosa.
Si
echo la vista atrás, si analizo una a una las etapas de mi al
parecer no tan larga vida, creo fervientemente que todo fue
inevitable. Al fin y al cabo, el primer recuerdo que tengo, y esto es
algo que le encantaría escuchar a mi actual psiquiatra porque está
OBSESIONADA con encontrar la raíz de los problemas, es también el
recuerdo de mi primera humillación.
Estábamos
en mi casa celebrando una cena familiar con el que viene siendo el
núcleo de toda mi familia paterna, ya sabéis: tíos, primos,
abuelos. Una de las poquísimas veces, y creo que la única que
recuerdo, en las que nos hemos reunido todos en casa de mis padres.
Yo ya no llevaba pañal porque estaba en esa edad en la que los
pequeños de la casa están aprendiendo a ir al orinal. Correteaba
por la casa sin camiseta, con mi pelo corto y mis pendientes de
plata, la más pequeña del grupo. Y entonces yo, niña rubita de
ojos verdes, le dije a mi madre, delante de todos, que a esa edad me
parecían gigantes incluso cuando estaban sentados: «Quiero hacer
caca». Mi familia, prácticamente una decena de personas, se me
quedó mirando fijamente y ella me respondió, delante de todos:
«Ya no te hace falta, ¿no?».
En
ese momento el tiempo se detuvo. Yo, niña rubita de ojos grandes,
petrificada por culpa de todos esos ojos de Medusa que me observaban
desde la mesa del comedor y ese tono acusador en la voz de mi madre,
pasé sin pensarlo mi mano derecha por encima de mi culo infantil y
se me manchó de mierda. Porque, en efecto, ya no me hacía falta ir
al orinal. Ya había hecho caca y la caca había traspasado las
bragas y el pantalón. Me miré la mano llena de mierda y todos los
gigantes empezaron a reír como ríen siempre los adultos delante de
los niños: sin consideración, sin pensar en las consecuencias de
oír esa carcajada que ha provocado tu torpeza, como si de verdad
creyeran que por ser pequeño el niño tiene unos sentimientos
también pequeños e insignificantes.
Me
sentí humillada, fría, distante. Me sentí de una forma que no
sabía puesto que aún no conocía las palabras adecuadas. La Tierra
dejó de dar vueltas alrededor del sol y a su vez el sol dejó de dar
vueltas alrededor del centro de la galaxia, pero mi mente comenzó a
girar sobre sí misma. Así que mi madre me llevó al baño, me sentó
en el orinal de color rosa o amarillo, no recuerdo bien, por si acaso
aún lo necesitaba y me cambió de ropa.
Voy
a ser franca: si no le cuento esta historia a mi doctora es
únicamente porque me da vergüenza usar un lenguaje escatológico en
voz alta, a pesar de que la ayudaría a entender un par de cosas.
Pero estuve a punto de hacerlo, supongo que algo es algo, se me pasó
por la cabeza, el día en que me pidió que echara la vista atrás y
le contara mi primer recuerdo. En su lugar opté por narrarle el
típico momento de estar llorando de la mano de tu madre el primer
día de colegio y no encontrar consuelo.
porque
ellos serán consolados
Mateo
5:4