La
primera vez que busqué ayuda profesional fue un desastre. Por mi
parte, claro; se me fue el santo al cielo y olvidé la mitad de las
cosas por las que había decidido hacer caso a todas las personas que
habían insistido en que acudiera a un profesional de la salud mental
con tal de no tener que ayudarme ellas.
La
sala de espera era bastante amplia y constaba de seis puertas más la
principal: siete. La tercera planta de un edificio de cinco. Una mesa
de mimbre cubierta por unas cuantas revistas antiguas de cotilleos
señalaba el centro de la habitación. Alrededor de dicha mesa,
cuatro sillas a juego. Después un sofá, o puede que dos pequeños,
en la pared del fondo, y las típicas sillas azules de sala de espera
apoyadas en las dos paredes laterales. También había, colgadas
entre puerta y puerta, varias pinturas; cuadros de algún antiguo
paciente agradecido por el tratamiento, supongo. Por último, un
tablón de anuncios repleto de propaganda.
La
primera puerta de la derecha daba a la recepción, donde dos
recepcionistas se turnaban la mañana. Yo pasaba a decirles que había
llegado y que tenía hora en diez minutos y ellos me pedían que
esperara sentada a que me llamaran. Procuraba siempre sentarme cerca
de la segunda puerta, que era la de la consulta de mi psicóloga, que
estaba justo enfrente de la de enfermería, que era la segunda puerta
empezando por la izquierda, justo después de la puerta que daba a la
consulta de la otra psicóloga. Las otras dos puertas de más al
fondo nunca supe qué escondían.
El
primer día me atendió una enfermera, y fue tan amable y simpática
conmigo que de verdad pensé que iban a curarme. A curarme, incluso,
de lo que había olvidado mencionar. Porque yo le dije a mi madre que
esperara fuera, y con ella fuera de juego, en lugar del motivo por el
que mis padres me obligaban a ir a un psicólogo, le hablé sólo de
lo que de verdad me preocupaba. Recuerdo, por ejemplo, que en vez de
decirle que esa misma semana había intentado clavarme un bolígrafo
en el muslo le dije que me costaba mucho, pero mucho-mucho, conversar
con los demás. Recuerdo, y esto es bastante anecdótico, empezar a
decirle: «Sólo sé que me cuesta mucho hablar con las personas. Por
ejemplo, estoy con alguien y no me sale la» y que la palabra «voz»
no saliera de mi boca. Recuerdo estar convencida de no ser una
persona introvertida, ya que me encantaba estar con la gente, salir a
bailar, jugar, reír y divertirme con el resto. Y recuerdo su sonrisa
indulgente al decirme, sin pestañear siquiera un poquito: «Mira el
lado positivo; al menos no necesitas un psiquiatra».
La
primera visita real fue al mes siguiente, coincidiendo con el
cumpleaños de mi padre, con quien en ese momento no me hablaba.
Respondí un cuestionario de satisfacción, le hablé de mi familia,
de algunos de los chicos con los que había salido, no todos, del
dolor de cabeza. Le dije que le daba tantas vueltas a las cosas que
me era imposible dormir por las noches. Le dije que me gustaba
escribir, aunque no fuera del todo cierto, ya que no es precisamente
«gustar» el verbo que utilizaría en estos casos. Le dije que me
sentía paralizada, sola, ausente; pero que en mi cabeza tampoco me
imaginaba siendo una persona habladora. Otra mentira.
En
mi cabeza siempre tengo voz, mantengo conversaciones, razono sobre
temas que creo que domino, doy discursos de agradecimiento, largas
conferencias ante cientos de personas (para muestra un botón: este
cuento escrito a modo de monólogo recitado en un pequeño teatro o
en el sótano de una iglesia, delante de un puñado de desconocidos
que se ríen de mis chistes). En mi cabeza soy una persona divertida,
hago reír a los chicos que me gustan, a las amigas que en la vida
real no quedan conmigo, a los bebés que me miran embobados en el
metro. Quizá de haberle dicho la verdad habría conseguido ayudarme.
Y quizá no.
Al
tercer día, más o menos a finales de septiembre, resucité de entre
los que creen en la psicología y dejé de querer ir. Pensándolo
ahora, en retrospectiva, puede que hiciera mal en desconectar tan
pronto. A fin de cuentas, a ella no le importaba que permaneciera
callada, y esto es algo que siempre he buscado en las personas: el
poder estar en silencio sin sentir que hace falta decir nada. Pero yo
tenía miedo, tenía miedo, supongo, porque no creía que lo dijera
en serio; quizá por su manera de escrutarme con la mirada, quizá
por lo que nunca supe que anotaba en su cuaderno. Yo pensaba que
hacía falta decir algo, cualquier cosa, explicar los motivos, narrar
el dolor, y me sentía tan paralizada que creía que alguien me había
arrancado la voz y jamás podría volver a utilizarla. Además,
aclaremos esto: una acude a un psicólogo para algo, ¿no? Para
hablar. Pues eso.
El
caso es que no sentía que ir a su consulta me estuviera ayudando
realmente. Esto es en parte porque, cuando me pedía que escribiera
mis sueños en un cuaderno para leérselos más tarde, yo los
modificaba por miedo a que me juzgara, como si una pudiera controlar
sus pesadillas y evitar que un pulpo gigante la devore mientras
conduce una moto acuática en medio de un barrio residencial. Pero
sobre todo es porque me di cuenta en seguida de que era fiel
seguidora de Freud, y no iba a dejar que su propio complejo de
Electra me otorgara un diagnóstico que no me merecía.
Así
que yo caminaba hacia el ambulatorio sin ganas, con paso lento,
memorizando las palabras exactas que iba a escupirle a la cara,
interiorizando las mentiras que me hacían quedar menos loca ante una
persona cuyo trabajo era el de no juzgarme. Al final las sesiones
eran tan breves, por culpa básicamente de la falta de respuestas a
sus preguntas, que no merecía la pena seguir yendo. Aunque sí
obtuve un pequeño logro, uno que reforzaba mi independencia, que me
empujaba unos centímetros hacia la total aceptación de mi yo
adulta: logré pedirle a mi madre que dejara de acompañarme al
ambulatorio y, aunque a regañadientes, dejó de acompañarme.
*
La
última visita fue la más absurda de todas. La recuerdo como si
hubiera sido esta misma tarde y ahora me dispusiera a escribirlo por
primera vez en mi diario.
Para
empezar, llegué cuarenta minutos tarde. Tan tarde que, durante todo
el trayecto andando (porque aunque llegaba tarde yo no corría),
únicamente pensaba en que tendría que llamar a la puerta de su
consulta e irrumpir la sesión que estuviera teniendo con alguna otra
pobre alma desesperada que hubiera acudido allí en busca de
respuestas. Yo irrumpiría desconsideradamente en la habitación. Yo
cortaría una frase (¿aceptaría después la sangre en las manos?).
Yo partiría en dos la explicación sin tener yo ninguna para haber
llegado cuarenta minutos tarde.
Imaginaos
entonces la mezcla de alivio y decepción al comprobar que la
consulta estaba totalmente vacía. Y no sólo la de mi psicóloga,
sino también la de su colega. Sin mencionar, por supuesto, que las
otras cuatro puertas estaban cerradas a cal y canto y no parecía
emanar de ellas ni un mísero suspiro.
Había
subido despacio por las escaleras, cogiéndome bien fuerte de la
barandilla, sintiendo la rugosidad de la madera, dando pasos pesados,
afrontando el vértigo, mirando de vez en cuando hacia abajo, por el
hueco, mientras el miedo recorría también despacio mi pequeño
cuerpo, desde los pies hasta la cabeza, luchando contra ese instinto
de huida. Y todo ¿para qué? Para encontrarme toda la planta
dedicada a la salud mental vacía, tan vacía que las dos únicas
trabajadoras que allí había esa tarde se encontraban charlando
alegremente sobre temas intrascendentes que nada tenían que ver con
el trabajo.
«Llegas
tarde», me dijo desde el interior de la consulta de su compañera,
con lo que supuse que quería decir «hola», y yo me senté en la
silla que estaba justo al lado de su puerta. Rodillas pegadas, manos
sobre el regazo, esperando paciente a que ella terminara de contarle
su vida a su amiga o al revés. Estaba nerviosa, evidentemente: no
sabía qué hacía allí, por qué no me había quedado en casa
viendo la televisión, el programa de La Sexta que hacían nada más
entrar la tarde, porque ni siquiera eran las cinco. En aquella época
recuerdo que escribía un diario en mi teléfono móvil y después lo
pasaba a ordenador, para no malgastar papel, a pesar de que después
lo imprimí todo, eliminé el documento Word y volví a pasarlo a
ordenador años más tarde para no tenerlo almacenado bajo la cama,
por falta de espacio; así que recuerdo narrar a cada segundo lo que
estaba ocurriendo, escribir que quería, con todo mi corazón, salir
pitando de allí.
La
psicóloga me castigó haciéndome esperar unos minutos. El castigo
aún era mayor si tenemos en cuenta que la puerta de la consulta en
la que conversaba amigablemente permanecía abierta. Una sentada en
su silla y la otra de pie con las manos apoyadas en la mesa. Las
vagas palabras de sus bocas atravesando el umbral sin consideración
alguna. Yo pegada a la silla azul de plástico, amoldándome al
asiento como un líquido o un gato dentro de un cuenco de vidrio, con
unas tremendas ganas de echarme a llorar.
Por
fin decidió levantarme el castigo y vino a abrir su consulta, que ya
estaba cerrada con llave. Entramos en silencio y nos sentamos en
nuestros respectivos asientos, una enfrente de la otra,
contemplándonos, desafiantes. Aún soy capaz de experimentar el
chasco al ver que no había el típico sillón negro que siempre sale
en las películas y que lo que tenía que hacer simplemente era
sentarme en una silla normal y corriente delante de su escritorio.
Aunque sí había en una esquina una mesa baja y redonda rodeada de
tres o cuatro sillas infantiles.
«No
me des más citas», fue lo primero que le dije tras unos largos
segundos sin hablar. «Para esto no hacía falta que vinieras», fue
su categórica respuesta.
Había
un papel colgado en la pared de fuera, al lado de la puerta. El
papel, con tinta de impresora, rezaba: «Si no van a acudir a su
hora, llamen para anular la cita y así podamos dársela a otros
pacientes que la necesiten». Yo no podía simplemente decirle que me
sabía mal no haber anulado la cita. Que, más que saberme mal, lo
que ocurría era que me daba miedo que me llamara por teléfono para
saber por qué no había ido. Que me daba igual que llamara a mi
teléfono móvil, ya que lo tenía en silencio y siempre podía
ignorar la llamada, que el problema era que llamara al teléfono fijo
y contestara mi madre. Que mi madre se enteraría de que había
faltado a la consulta y se lo contaría a mi padre. Que siempre podía
decirles que se me había olvidado, pero que entonces ellos se
quejarían de mi mala memoria, de mi poco sentido de la
responsabilidad, de mi falta de respeto. Así que no le dije nada.
No
le dije nada, simplemente me levanté y me fui, aceptando que jamás
me curaría, que jamás llegaría sentirme como una persona normal.
Después, de camino a casa, contemplé detenidamente el cartoncito
que llevaba conmigo siempre que acudía al ambulatorio; un cartoncito
que ella misma me había dado el primer día para anotar nuestras
próximas citas, más o menos cada dos semanas, para que no me
olvidara de ir. Era una especie de Bingo al que todos los pacientes
jugábamos: el primero en rellenarlo entero, antes se curaría. Nunca
supe quién ganó.