domingo, 14 de abril de 2024

CONSULTA AMBULATORIA

La primera vez que busqué ayuda profesional fue un desastre. Por mi parte, claro; se me fue el santo al cielo y olvidé la mitad de las cosas por las que había decidido hacer caso a todas las personas que habían insistido en que acudiera a un profesional de la salud mental con tal de no tener que ayudarme ellas.
        La sala de espera era bastante amplia y constaba de seis puertas más la principal: siete. La tercera planta de un edificio de cinco. Una mesa de mimbre cubierta por unas cuantas revistas antiguas de cotilleos señalaba el centro de la habitación. Alrededor de dicha mesa, cuatro sillas a juego. Después un sofá, o puede que dos pequeños, en la pared del fondo, y las típicas sillas azules de sala de espera apoyadas en las dos paredes laterales. También había, colgadas entre puerta y puerta, varias pinturas; cuadros de algún antiguo paciente agradecido por el tratamiento, supongo. Por último, un tablón de anuncios repleto de propaganda.
        La primera puerta de la derecha daba a la recepción, donde dos recepcionistas se turnaban la mañana. Yo pasaba a decirles que había llegado y que tenía hora en diez minutos y ellos me pedían que esperara sentada a que me llamaran. Procuraba siempre sentarme cerca de la segunda puerta, que era la de la consulta de mi psicóloga, que estaba justo enfrente de la de enfermería, que era la segunda puerta empezando por la izquierda, justo después de la puerta que daba a la consulta de la otra psicóloga. Las otras dos puertas de más al fondo nunca supe qué escondían.
        El primer día me atendió una enfermera, y fue tan amable y simpática conmigo que de verdad pensé que iban a curarme. A curarme, incluso, de lo que había olvidado mencionar. Porque yo le dije a mi madre que esperara fuera, y con ella fuera de juego, en lugar del motivo por el que mis padres me obligaban a ir a un psicólogo, le hablé sólo de lo que de verdad me preocupaba. Recuerdo, por ejemplo, que en vez de decirle que esa misma semana había intentado clavarme un bolígrafo en el muslo le dije que me costaba mucho, pero mucho-mucho, conversar con los demás. Recuerdo, y esto es bastante anecdótico, empezar a decirle: «Sólo sé que me cuesta mucho hablar con las personas. Por ejemplo, estoy con alguien y no me sale la» y que la palabra «voz» no saliera de mi boca. Recuerdo estar convencida de no ser una persona introvertida, ya que me encantaba estar con la gente, salir a bailar, jugar, reír y divertirme con el resto. Y recuerdo su sonrisa indulgente al decirme, sin pestañear siquiera un poquito: «Mira el lado positivo; al menos no necesitas un psiquiatra».
        La primera visita real fue al mes siguiente, coincidiendo con el cumpleaños de mi padre, con quien en ese momento no me hablaba. Respondí un cuestionario de satisfacción, le hablé de mi familia, de algunos de los chicos con los que había salido, no todos, del dolor de cabeza. Le dije que le daba tantas vueltas a las cosas que me era imposible dormir por las noches. Le dije que me gustaba escribir, aunque no fuera del todo cierto, ya que no es precisamente «gustar» el verbo que utilizaría en estos casos. Le dije que me sentía paralizada, sola, ausente; pero que en mi cabeza tampoco me imaginaba siendo una persona habladora. Otra mentira.
        En mi cabeza siempre tengo voz, mantengo conversaciones, razono sobre temas que creo que domino, doy discursos de agradecimiento, largas conferencias ante cientos de personas (para muestra un botón: este cuento escrito a modo de monólogo recitado en un pequeño teatro o en el sótano de una iglesia, delante de un puñado de desconocidos que se ríen de mis chistes). En mi cabeza soy una persona divertida, hago reír a los chicos que me gustan, a las amigas que en la vida real no quedan conmigo, a los bebés que me miran embobados en el metro. Quizá de haberle dicho la verdad habría conseguido ayudarme. Y quizá no.
        Al tercer día, más o menos a finales de septiembre, resucité de entre los que creen en la psicología y dejé de querer ir. Pensándolo ahora, en retrospectiva, puede que hiciera mal en desconectar tan pronto. A fin de cuentas, a ella no le importaba que permaneciera callada, y esto es algo que siempre he buscado en las personas: el poder estar en silencio sin sentir que hace falta decir nada. Pero yo tenía miedo, tenía miedo, supongo, porque no creía que lo dijera en serio; quizá por su manera de escrutarme con la mirada, quizá por lo que nunca supe que anotaba en su cuaderno. Yo pensaba que hacía falta decir algo, cualquier cosa, explicar los motivos, narrar el dolor, y me sentía tan paralizada que creía que alguien me había arrancado la voz y jamás podría volver a utilizarla. Además, aclaremos esto: una acude a un psicólogo para algo, ¿no? Para hablar. Pues eso.
        El caso es que no sentía que ir a su consulta me estuviera ayudando realmente. Esto es en parte porque, cuando me pedía que escribiera mis sueños en un cuaderno para leérselos más tarde, yo los modificaba por miedo a que me juzgara, como si una pudiera controlar sus pesadillas y evitar que un pulpo gigante la devore mientras conduce una moto acuática en medio de un barrio residencial. Pero sobre todo es porque me di cuenta en seguida de que era fiel seguidora de Freud, y no iba a dejar que su propio complejo de Electra me otorgara un diagnóstico que no me merecía.
        Así que yo caminaba hacia el ambulatorio sin ganas, con paso lento, memorizando las palabras exactas que iba a escupirle a la cara, interiorizando las mentiras que me hacían quedar menos loca ante una persona cuyo trabajo era el de no juzgarme. Al final las sesiones eran tan breves, por culpa básicamente de la falta de respuestas a sus preguntas, que no merecía la pena seguir yendo. Aunque sí obtuve un pequeño logro, uno que reforzaba mi independencia, que me empujaba unos centímetros hacia la total aceptación de mi yo adulta: logré pedirle a mi madre que dejara de acompañarme al ambulatorio y, aunque a regañadientes, dejó de acompañarme.
 
*
 
La última visita fue la más absurda de todas. La recuerdo como si hubiera sido esta misma tarde y ahora me dispusiera a escribirlo por primera vez en mi diario.
        Para empezar, llegué cuarenta minutos tarde. Tan tarde que, durante todo el trayecto andando (porque aunque llegaba tarde yo no corría), únicamente pensaba en que tendría que llamar a la puerta de su consulta e irrumpir la sesión que estuviera teniendo con alguna otra pobre alma desesperada que hubiera acudido allí en busca de respuestas. Yo irrumpiría desconsideradamente en la habitación. Yo cortaría una frase (¿aceptaría después la sangre en las manos?). Yo partiría en dos la explicación sin tener yo ninguna para haber llegado cuarenta minutos tarde.
        Imaginaos entonces la mezcla de alivio y decepción al comprobar que la consulta estaba totalmente vacía. Y no sólo la de mi psicóloga, sino también la de su colega. Sin mencionar, por supuesto, que las otras cuatro puertas estaban cerradas a cal y canto y no parecía emanar de ellas ni un mísero suspiro.
        Había subido despacio por las escaleras, cogiéndome bien fuerte de la barandilla, sintiendo la rugosidad de la madera, dando pasos pesados, afrontando el vértigo, mirando de vez en cuando hacia abajo, por el hueco, mientras el miedo recorría también despacio mi pequeño cuerpo, desde los pies hasta la cabeza, luchando contra ese instinto de huida. Y todo ¿para qué? Para encontrarme toda la planta dedicada a la salud mental vacía, tan vacía que las dos únicas trabajadoras que allí había esa tarde se encontraban charlando alegremente sobre temas intrascendentes que nada tenían que ver con el trabajo.
        «Llegas tarde», me dijo desde el interior de la consulta de su compañera, con lo que supuse que quería decir «hola», y yo me senté en la silla que estaba justo al lado de su puerta. Rodillas pegadas, manos sobre el regazo, esperando paciente a que ella terminara de contarle su vida a su amiga o al revés. Estaba nerviosa, evidentemente: no sabía qué hacía allí, por qué no me había quedado en casa viendo la televisión, el programa de La Sexta que hacían nada más entrar la tarde, porque ni siquiera eran las cinco. En aquella época recuerdo que escribía un diario en mi teléfono móvil y después lo pasaba a ordenador, para no malgastar papel, a pesar de que después lo imprimí todo, eliminé el documento Word y volví a pasarlo a ordenador años más tarde para no tenerlo almacenado bajo la cama, por falta de espacio; así que recuerdo narrar a cada segundo lo que estaba ocurriendo, escribir que quería, con todo mi corazón, salir pitando de allí.
        La psicóloga me castigó haciéndome esperar unos minutos. El castigo aún era mayor si tenemos en cuenta que la puerta de la consulta en la que conversaba amigablemente permanecía abierta. Una sentada en su silla y la otra de pie con las manos apoyadas en la mesa. Las vagas palabras de sus bocas atravesando el umbral sin consideración alguna. Yo pegada a la silla azul de plástico, amoldándome al asiento como un líquido o un gato dentro de un cuenco de vidrio, con unas tremendas ganas de echarme a llorar.
        Por fin decidió levantarme el castigo y vino a abrir su consulta, que ya estaba cerrada con llave. Entramos en silencio y nos sentamos en nuestros respectivos asientos, una enfrente de la otra, contemplándonos, desafiantes. Aún soy capaz de experimentar el chasco al ver que no había el típico sillón negro que siempre sale en las películas y que lo que tenía que hacer simplemente era sentarme en una silla normal y corriente delante de su escritorio. Aunque sí había en una esquina una mesa baja y redonda rodeada de tres o cuatro sillas infantiles.
        «No me des más citas», fue lo primero que le dije tras unos largos segundos sin hablar. «Para esto no hacía falta que vinieras», fue su categórica respuesta.
        Había un papel colgado en la pared de fuera, al lado de la puerta. El papel, con tinta de impresora, rezaba: «Si no van a acudir a su hora, llamen para anular la cita y así podamos dársela a otros pacientes que la necesiten». Yo no podía simplemente decirle que me sabía mal no haber anulado la cita. Que, más que saberme mal, lo que ocurría era que me daba miedo que me llamara por teléfono para saber por qué no había ido. Que me daba igual que llamara a mi teléfono móvil, ya que lo tenía en silencio y siempre podía ignorar la llamada, que el problema era que llamara al teléfono fijo y contestara mi madre. Que mi madre se enteraría de que había faltado a la consulta y se lo contaría a mi padre. Que siempre podía decirles que se me había olvidado, pero que entonces ellos se quejarían de mi mala memoria, de mi poco sentido de la responsabilidad, de mi falta de respeto. Así que no le dije nada.
        No le dije nada, simplemente me levanté y me fui, aceptando que jamás me curaría, que jamás llegaría sentirme como una persona normal. Después, de camino a casa, contemplé detenidamente el cartoncito que llevaba conmigo siempre que acudía al ambulatorio; un cartoncito que ella misma me había dado el primer día para anotar nuestras próximas citas, más o menos cada dos semanas, para que no me olvidara de ir. Era una especie de Bingo al que todos los pacientes jugábamos: el primero en rellenarlo entero, antes se curaría. Nunca supe quién ganó.