viernes, 14 de junio de 2024

DEL GRIEGO ΨΥΧΟ- (PSYCHO-); DEL LATÍN EMOTIO, -ONIS

Esto fue en dos mil diecisiete, y hasta dos años después no volví a intentarlo.
        La encontré en Internet, en una de las tantas páginas poco fiables sobre médicos privados que existen. Focalicé la búsqueda en una ciudad concreta et voilà. No era la primera, pero sí la única sin una foto personal de perfil; esto me dio confianza, ya que al menos sabría que no la estaba eligiendo por su sonrisa amable o su mirada persuasiva, sino por su experiencia. Contaba con la opción de pedir cita online, cosa que siempre viene bien si tienes ansiedad social y te es imposible hacer una llamada telefónica, se ubicaba en una dirección a la que podía llegar sin dificultad alguna y la primera sesión era gratis: ¿qué podía salir mal?
        Esta vez decidí no decírselo a nadie, ni si quiera a mis padres, esconderlo como un secreto o algo vergonzoso, un defecto del espíritu. Yo llevaba ya un año trabajando en el mismo puesto (mi primer y más largo contrato) y la situación en casa se había tranquilizado mucho; pero seguía contaminada por la tristeza, paralizada ante la vida, encerrada en el silencio.
        La consulta estaba, si mal no recuerdo, en un primer piso de una finca bastante antigua con una fachada bien bonita y muy cuidada. La que sería mi psicóloga medio compartía lugar de trabajo con otra colega suya: cada una en una habitación distinta, cada una con horarios también distintos. El apartamento no era precisamente grande pero sí suficiente. La entrada daba directamente a la sala de espera, que tenía un enorme ventanal como pared del fondo, justo detrás de un pequeño sofá en el que nunca llegué a sentarme por miedo a que sólo fuese decorativo. Los colores predominantes eran el gris y el blanco, con motas de color rosa claro dispersas por toda la estancia. Aparte del sofá, había tres o cuatro sillas que sí llegué a probar (tampoco era cuestión de esperar erguida), una lámpara de pie, un reloj de agujas colgado en la pared, un par de mesitas decoradas con flores de tela y un farolillo con una vela apagada dentro... Un paraíso para los ojos si no fuera por los excesivos ejemplares de Mr. Wonderful que se reproducían por toda la casa.
        También había un cuarto de baño en el que nunca entré, quizá por miedo a que yo como paciente no tuviera permitido el acceso, pero sobre todo por el temor que a veces aún me embarga de contemplar mi rostro en el espejo y ver que ya no lo tengo, o que sólo está a medias, o que me es completamente desconocido.
        Durante esa época me obsesionaba terriblemente esta idea. Mirarme en el espejo y descubrir que, en contra de toda lógica, mi aspecto había cambiado desde la última vez que lo vi. Por ejemplo encontrar una brecha enorme dividiendo mi cara en dos mitades casi exactas, como si mi piel estuviese hecha de tierra y hubiera habido un terremoto de magnitud seis en la escala de Richter. O ver un profundo agujero negro donde debería alojarse mi ojo izquierdo.
        Y no sólo a encontrarme desfigurada sino también, poco a poco, a la propia muerte. La obsesión por el suicidio que me había acompañado durante tantísimos años acabó convirtiéndose en un temor irracional a morirme de repente. Procuraba alejarme de los coches aparcados por si acaso había alguna bomba en ellos a punto de estallar, corría cada vez que cruzaba un puente para evitar la bala del francotirador, alzaba regularmente la vista al techo para comprobar si parecía o no que fuera a caérseme encima. Estoy segura de no ser la única en esta sala que ha pasado por este tipo de crisis, pero es que las cosas empezaron a ponerse... obsesivas. Esta clase de pensamientos derivaron en psicosis.
        De golpe empecé a tener un miedo excesivo a que se me rompieran los huesos. Por ejemplo hacer un movimiento demasiado brusco y que se me partiera el cuello; o coger objetos pesados, e incluso hacer un mal giro al masturbarme, y que se me rompieran las muñecas; caminar tranquilamente por la calle y que se me partieran las piernas. Me imaginaba cayendo en medio del paso de cebra y que un pobre transeúnte tuviera la obligación moral y legal de recogerme. O que ocurriera en mi dormitorio y no hubiera nadie en casa. Después empecé a temer el quedarme dormida, de noche, sola o acompañada, en la cama. Me daba miedo dormir de lado por si se me dislocaba el hombro; me daba miedo dormir boca arriba por si se me hacía añicos la caja torácica; me levantaba de repente y sobresaltada, en plena oscuridad, para palpar mi cuerpo y comprobar que no había nada roto en él, que mis clavículas seguían intactas, que mi cráneo no presentaba abolladuras. Al mismo tiempo intentaba convencerme, claro, de que mis sospechas eran infundadas, que no había motivos para que ocurriera semejante disparate; pero me era imposible evitar pensar de esa manera.
        Tampoco era este mi mayor temor. Del mismo modo que la cicatriz en el espejo, también me daba miedo descubrirme haciéndoles daño a los demás sin darme cuenta. Actuar sin percatarme de ello. Estar ahí sin saberlo, sin estarlo realmente, de nuevo, sin saberme parte de la historia. Por ejemplo pegarle un puñetazo a alguien de repente y sin motivo alguno en el transporte público. O tener un hijo y en un episodio de locura transitoria ahogarlo en la bañera. O estar haciendo las prácticas del carnet de conducir y provocar un accidente con más de un muerto y que ninguno de ellos fuera yo.
        Nada de esto le conté a la psicóloga; me sabía mal que creyera que estaba loca o peor: que estaba mintiendo. Yo sabía que estaba siendo irracional, que no tenía ningún antecedente de dicha índole como para creer que pudiera ocurrir, así que no pensé que fuera necesario decírselo, porque de todas formas no me diría nada que yo no supiera ya. A ella sólo le hablé del miedo al rechazo, a que se burlaran de mí, a hacer el ridículo delante de todo el mundo y que todo el mundo empezara a pensar mal de mi persona.
        Para mí el ridículo abarca un gran espectro de circunstancias. Desde resbalarme un día de lluvia y caerme de culo delante de un grupo de estudiantes de instituto (me ha pasado) hasta que me pillen robando un pintaúñas de setenta y cinco céntimos en un bazar (también me ha pasado). Además es algo que se mide con el doble rasero de: si lo hago yo es ridículo, si lo hacen los demás no. Tratar sin éxito de suicidarme es un buen ejemplo de ello. Dejarme la cartera en casa y darme cuenta justo cuando estoy en la caja o, como me ocurrió aquel día, olvidarme simplemente de que tengo que pagar, es otro.
        Como en esa época yo no estaba acostumbrada a pagar una consulta, al final de la segunda sesión, que fue la primera después de la de reconocimiento, estuve a punto de levantarme de la silla sin darle sus cincuenta euros. Afortunadamente para mí y mi autoestima, sólo hice la tentativa; porque ella se me quedó mirando fijamente a los ojos durante unos segundos y yo, por mucho que insistiera en que dicha acción era imposible de realizar, fui capaz de leerle la mente: saqué de mi cartera un billete naranja y lo tendí, un poco avergonzada, a sus manos.
        A sus manos también me puse yo (qué fino hilo cuando quiero) al aceptar intentar lo que generalmente se abrevia con las siglas TCC.
        La terapia cognitiva-conductual da por hecho que me paso el día consciente de lo que pienso (pienso y luego siento); pero no siempre es así. A veces la tristeza se instala en mi cuerpo sin ver siquiera una estrella fugaz recorriendo el cielo de mi mente, sin que una imagen (nítida o borrosa) se haya postrado ante mí. No hay pájaros revoloteando en mi cabeza, no hay polillas en mi estómago, no hay avispas en mi corazón. No soy consciente de que me haya ocurrido nada concreto, ni lo más mínimo, a lo largo del día; sólo estoy yo permaneciendo erguida en medio de mi habitación. A veces este pesar se instala en mi pecho nada más despertarme simplemente por haberme despertado, y ni siquiera recuerdo lo que he soñado, si es que he soñado. Quizá esté leyendo un libro, inmersa en el tercer capítulo de una serie de televisión o masturbándome tranquilamente dentro del cuarto de baño justo antes de empezar ducharme. Quizá este pesar me atraviese mientras me masturbo tranquilamente dentro del cuarto de baño justo antes de empezar a ducharme y yo ni siquiera tenga forma de saber por qué.
        Pero mi psicóloga creía firmemente que si analizaba cada pensamiento, si diseccionaba minuciosamente cada momento de mi vida, separaba la frase en mi cerebro del sentimiento que causaba del hecho que la había ocasionado del lugar en el que estaba de cómo había actuado, dejaría de tener miedo y, por tanto, empezaría a vivir. Para esto empecé a llevar una especie de diario en el que trataba de anotar la mayor información posible sobre cada oración condenatoria que rezaba mi cabeza. Por ejemplo, si había pensando que cierto grupito de personas se había reído de mí en la calle, tenía que escribir qué estaba haciendo (pasear por la calle) y qué había ocurrido exactamente (un grupo de chicas jóvenes cerca de mí se estaba riendo) y cuál había sido mi respuesta (llorar e insultarme a mí misma) y si había o no pruebas reales de que mi pensamiento fuera certero (en realidad no las había porque yo sólo estaba caminando por la calle y el grupo de chicas jóvenes parecía estar a su bola) y si había o no reaccionado de manera proporcionada (en realidad no porque, aunque fuera cierto que se reían de mí, no las conocía de nada y sólo era un grupo de crías de instituto aún por madurar) y, por tanto, de qué clase de pensamiento se trataba (conclusiones apresuradas: lectura de pensamiento).
        Por ejemplo, si pensaba que mi psicóloga me odiaba y no se preocupaba por mí, tenía que escribir dónde estaba (en la consulta) y qué había ocurrido exactamente (la psicóloga me ha llamado María) y cuál había sido mi respuesta (perder la fe en el tratamiento) y si era o no motivo de peso para generar dicho pensamiento (probablemente no, ya que sólo se ha equivocado de nombre y es mi segunda cita con ella) y si mi reacción había sido coherente con lo que había pasado (no porque el hecho de que se equivoque de nombre no quiere decir que sea una mala psicóloga, sólo que acabamos de conocernos) y, de nuevo, de qué clase de pensamiento se trataba (conclusiones apresuradas: error del adivino).
        Por ejemplo, si pensaba que él me quería, tenía que escribir por qué lo creía (por su forma de rozarme con los dedos de la mano, por cómo me miraba, cómo me apoyaba en los momentos difíciles, cuando la relación con mis padres se complicaba o cuando yo sentía que no valía para nada, que era preferible estar muerta, por su manera de hacerme ver que yo era mejor persona de lo que pensaba, que tenía que ser más indulgente conmigo misma, que tenía que tratarme bien, o por el tiempo que pasábamos en silencio, el uno junto a la otra, compartiendo el calor de nuestros cuerpos, desnudos, después de hacer el amor) y qué había hecho yo (ilusionarme) y si era o no motivo suficiente (al parecer no) y si había reaccionado de manera exagerada (sinceramente, no lo creo) y qué tipo de pensamiento había tenido (conclusiones apresuradas: lógica deductiva). Ahí me di cuenta de la rapidez de mis conclusiones, de lo que deduje que era culpable la ansiedad, pero sospechar la raíz del problema no significa empezar a desecharlas todas de manera automática.
        Los cambios de cita a última hora y su insistencia en que todo estaba en mi cabecita, como ella la llamaba, como si por ello mis sentimientos fueran menos válidos y nada de lo que creyera que ocurría pudiera ser real, son dos de los motivos por los que empecé a odiarla.
        Empecé a ocultarle información, bien porque no sabía cómo explicarme, bien porque no quería hacerlo. Me planteé incluso fingir una mejora a la par que buscaba otro psicólogo, pero me pareció una idea de lo más estúpida. Me planteé, no sé cómo, hacer que fuera ella la que dejara de darme citas. No sabía cómo conseguir despedirme (despedirla) y me daba miedo empezar a ir a otro profesional sin haber sido capaz de dejar a la primera y que luego me ocurriera lo mismo con este otro y empezara a acumular psicólogos como quien sufre el síndrome de Diógenes. Aparte, claro, de la pérdida de dinero. Supongo que se dio cuenta de que tenía pensado abandonar la terapia porque se me da fatal disimular, así que un día me dijo, sin venir a cuento, que si decidía dejar de ir yo dejaría de tener psicóloga, pero ella seguiría teniendo otros clientes. Fue el tercer motivo por el que empecé a odiarla.
        Un mes después de finalizar mi contrato de trabajo, me apunté a un cursillo gratuito sobre la higiene alimenticia a través del SERVEF; uno para parados, básicamente para salir de casa. Eran sesenta horas, cinco al día durante dos semanas, de lunes a viernes por la mañana. La buena o mala suerte hizo que justo el primer día me coincidiera con mi siguiente cita con la psicóloga, así que después de pensármelo mucho le envíe un mensaje vía WhatsApp para decirle que no podría acudir a nuestro encuentro, pero me abstuve de manera consciente de proponerle un cambio de día. Entonces ella me preguntó si quería que me diera otra cita o no, y yo me quedé en blanco, sin saber cómo darle una negativa por respuesta, hasta que ella me dio, consciente o no, el empujón que necesitaba escribiéndome que, yo ya lo sabía, tenía una agenda muy complicada. Cuarto y último motivo.
        Parece mentira, pero irse no es nada fácil. Por eso es importante saber aprovechar las pequeñas y repentinas oportunidades que se te brindan. Si tenéis, por ejemplo, la oportunidad de escaquearos de esa comida de fin de exámenes antes de sentaros a la mesa, adelante, no os lo penséis: hacedlo. Porque cuando ya os hayáis acomodado a la silla, cuando a vuestro alrededor estén recitando versos sueltos del menú y hayan germinado un par de sangrías en el centro, será demasiado tarde. Esa creencia tan extendida que dice que, por el simple hecho de exponerte a situaciones que te generan ansiedad o cualquier otro tipo de malestar, te acabarás habituando y al final, mágicamente y sin ningún otro tipo de herramienta, sólo por el puro costumbrismo, te habrás curado es falsa. Eso nunca pasa, siento ser yo la que os lo diga. Aunque esto tampoco significa que una tenga que dejar definitivamente de vivir; sólo hay que saber encontrar el punto intermedio.
        Por eso os pido que os marchéis, si de todas formas no sentís que estáis ahí realmente, porque un acólito observa, escucha, espera, sonríe y asiente, finge estar ahí. Un acólito finge estar ahí. Nadie se percata del fingimiento, de la representación teatral al aire libre, de la excesiva dramatización. Nadie se da cuenta de las veces que mira la hora en su teléfono móvil, o de las veces que desvía la mirada para ver si tiene la suerte de hacerse invisible y logra escabullirse entre las sillas sin que lo vean. Hace como que presta atención cuando en realidad está esperando a que alguien se ponga de pie para tener la excusa de marcharse también. Pero de aquí a que esto ocurra pueden pasar HORAS, y durante ese tiempo la cosa sólo puede empeorar.
        No digo que la primera persona en levantarse de la mesa vaya a preguntarle a la acólita si le apetece irse ya a su casa, pero siempre es más fácil decir «Yo también me voy» que «Yo me voy». El adverbio implica acumulación, una reiteración en el acto, una seguridad sin precedentes gracias, precisamente, a que hay precedentes: ya ha habido alguien que ha avisado de su partida, ¿por qué no iba a poder hacerlo una comensal más?, de donde salen dos salen tres. Por supuesto, en estas situaciones hay que ser rápida; de nada sirve esperar a que desaparezca por el horizonte la silueta del pionero para decir que tú también tienes que irte a casa, pues ese «también» pierde su validez con el paso del tiempo. Tienes que saber coger la oportunidad al vuelo antes de que se encuentre demasiado lejos como para tener que cogerla estirando el brazo.
        Así que el miércoles, veintisiete de noviembre, ya no tenía psicóloga. Pero no pasaba nada, decidí no desanimarme y empezar en seguida a buscar otra: si había logrado hacerlo una vez, por qué no iba a poder hacerlo otra. Esta vez sí había antecedentes y, creo, pensar que podría repetirlo no entraba dentro de la categoría de las conclusiones apresuradas; sobre todo porque la TCC se centra únicamente en los pensamientos negativos, si bien los positivos pueden ser igual de erráticos, y la respuesta a dicho pensamiento iba a ser algo productivo sí o sí aunque no consiguiera volver a pisar la consulta de un psicólogo en lo que me quedaba de vida.