Un
día, después de que el
chico con el que
hasta hacía poco me
acostaba
me dijera que lo mejor que podía hacer era buscar apoyo
en la medicina, me atreví por fin a ponerme en contacto con un
psiquiatra.
Aproveché
que habían disminuido momentáneamente las medidas de seguridad para
pedir cita, ya que por culpa de la pandemia la mayoría sólo pasaba
consulta a través de Internet y yo no iba a abrirme una cuenta en
Skype para hablar desde el ordenador de la salita donde cualquier
miembro de mi familia pudiera escucharme.
Por
la imagen
que aparecía en la página web,
me pareció
demasiado mayor, muy alejado
de mi generación y,
por tanto, menos dispuesto a comprender. Pero su profesión
precisamente lo obligaba a ello y, como no somos nosotros los que
juzgamos, decidí deshacerme de mis prejuicios y darle una
oportunidad. Como cuando quedas con alguien de Tinder en la vida
real: no sólo no se parecía al
hombre de la
fotografía,
sino que además era bastante más mayor.
La
cita, si mal no recuerdo, estaba programada a las ocho y media de la
tarde. Yo llegué puntual, como siempre que intento llegar antes de
la hora porque me da miedo llegar tarde. Me abrió una enfermera
vestida de enfermera (esto es: pijama blanco de hospital) y me dejó
en la entrada. Después pasé a un despacho bastante lúgubre y vacío
donde me senté a esperar. Entonces la misma enfermera que ya me
había dejado sola dos veces se sentó a la mesa y me hizo unas
cuantas preguntas de rigor, imagino que para pasarle la chuleta al
doctor y que éste no me recibiera en su consulta sin saber nada de
mí. Luego salimos del despacho y me llevó a una pequeñísima sala
de espera donde volvió a dejarme sola por tercera vez.
La
enfermera me dijo qué doctor me atendería, me dio su nombre y
apellido, pero al parecer los dos psiquiatras que allí trabajaban
eran padre e hijo, así que me quedé igual. Me pidió además que
tuviera paciencia, que esperara a que me llamaran para pasar a la
consulta, y que si quería podía cambiar de canal, ya que no iba a
entrar nadie más en la salita. Le di las gracias y me senté en el
extremo izquierdo del sofá, de cara a la televisión. Casi todos los
muebles eran de color marrón, y no sólo los de la sala de espera,
sino los de toda la casa. El piso era grande y con muchas
habitaciones, mínimo seis, aunque dos de ellas fueran muy pequeñas.
Desde donde yo estaba, podía escuchar cómo hablaba una pareja en la
otra sala de espera, cómo conversaban con la enfermera como si
fueran ya clientes habituales, cómo reían, cómo pasaba el tiempo y
seguían sin marcharse a casa. Yo me puse a mirar la televisión,
intentando calmar los nervios que me acechaban, y decidí no cambiar
de canal por temor a que los demás lo supieran y empezaran a
criticarme por poner alguna serie o película poco convencional. Así
que estuve viendo Ahora caigo
y supongo que después Pasapalabra,
ya no me acuerdo, porque era el
canal que estaba puesto.
También bajé el volumen para molestar lo menos posible.
Cuando
ya hacía rato que se habían hecho las nueve y media de la noche y
mi parálisis luchaba contra mis ganas de salir de allí y volver a
casa sin despedirme, la misma enfermera que había estado paseándome
de aquí para allá vino a llamarme. Atravesamos un largo y triste
pasillo y me metió en la habitación del fondo, una de las más
grandes, donde se encontraba el que sería mi psiquiatra sentado a su
mesa. Ahí fue cuando me enteré de que, a pesar de mis dudas acerca
de la edad del doctor cuyo rostro salía en la página web, me había
tocado otro más mayor y, por tanto, aún más alejado de mi
generación.
Una
vez dentro, las preguntas de siempre. Dónde vives, con quién,
háblame de tus padres, de tu familia más cercana, de tu infancia,
¿con quién te has acostado?, nunca has tenido novio, ¿no?, cómo
vas a tener novio si tú misma dices que no hablas, entiendo, ¿cómo
duermes por las noches? Me recetó Stilnox para dormir y Anafranil,
un antidepresivo que, según entendí, él también se tomaba. Me
dijo que esperara sequedad en la boca y estreñimiento, que él mismo
llevaba siempre consigo una botella de agua para lo primero, que sólo
sería mientras se estuviera acostumbrando el cuerpo al medicamento,
que entonces los efectos adversos pasarían a la historia, aunque no
fueron estos los que noté. ¿Tienes carnet de conducir? No. Y
¿cómo piensas irte a casa? En autobús. ¿Hay autobuses a
estas horas? Sí.
Por
culpa de esta primera mentira, al salir definitivamente de la
consulta, tuve que correr hasta la parada del metro más cercana,
esperando que llegara enseguida y así no tener que correr hasta
Plaza España. Una vez bajo, vi que el siguiente metro pasaba en unos
quince o veinte minutos, así que volví a subir corriendo las
escaleras y fui lo más veloz que pude sin sentir que hacía el
ridículo hasta la parada del autobús. Una vez allí, cogí el
primero en llegar, que no era la línea que me llevaba a casa, y le
pregunté al conductor si sabía si vendría el 160 o ya había
pasado el último. Como me dijo con cara de preocupación que ya no
había más autobuses, le dije que no pasaba nada y me senté al lado
de la ventana. Bajé casi a las doce de la noche en el pueblo de al
lado y, guiándome por mi instinto entre la oscuridad, llegué sana y
salva a casa, preguntándome si sería o no capaz al día siguiente
de ir a la farmacia.
*
Siéndoos
totalmente sincera, creo que como profesional era muy bueno. Su forma
de hablar, de indagar en mi vida sin hacer que me sintiera violenta,
de darme ánimos («tiempo al tiempo, paciencia y fuerza», me dijo
la primera vez al salir de su consulta), su manera de explicarme las
cosas para que yo las entendiera. No sé... supongo que con los años
había adquirido cierta experiencia que otros no tienen y se notaba.
Por eso me dolió tanto dejarlo y ojalá me lo hubiera pensado un
poquito mejor, pero lo hecho hecho está y no vale la pena flagelarse
por ello.
Costaba
ciento ochenta euros la sesión, pero daba cita cada dos o tres meses
(mi siguiente psiquiatra me cobraba setenta a la semana, es decir,
dos cientos ochenta euros en un solo mes), así que creedme, aunque
tuviera que aflojar demasiado de golpe: compensaba. No compensaba,
precisamente, la espera. Recuerdo que, cuando mi segunda psicóloga
me daba cita en dos semanas exactas, me parecía demasiado pronto;
pero cuando alargaba a tres me parecía una eternidad. Entiendo que
el doctor quisiera volver a verme después de que el antidepresivo
empezara a surtir efecto porque si no no había mucho que hacer (la
terapia era noventa y nueve por ciento medicación), pero aun así
era mucho tiempo como para poder habituarme a ir al psiquiatra y no
era bueno para mí. (Sí, podía llamarlo por teléfono cualquier día
de la semana a cualquier hora siempre que lo necesitara; pero, seamos
realistas, no iba a hacerlo).
En
la segunda visita, ya casi terminado el verano, me preguntó por mi
rutina diaria y yo no supe qué contestarle. Me puso como ejemplo la
suya: levantarse de la cama, tomarse un café, leer el periódico
(esto quizá me lo acabo de inventar, ¿se siguen vendiendo
periódicos en papel?), y yo seguí sin saber qué decir porque ni
siquiera desayuno todos los días; así que se me ocurrió la
brillante idea de empezar a utilizar una libreta para anotar qué
hacía en cada momento. De esta forma quizá, en la siguiente cita,
pudiera contarle algo más. Después me preguntó qué tal estaba
durmiendo ahora que me había unido al club de los hipnóticos y yo
no le dije que a veces las pastillas me provocaban alucinaciones
terribles pero que tampoco podía dejar de tomarlas porque entonces
tenía pesadillas aún más terribles, por lo que le medio mentí
diciendo que funcionaban bien (casi siempre lo hacían). También me
duplicó la dosis de los antidepresivos, cosa que ya me había
advertido que iría haciendo a lo largo de las sesiones, con forme me
fuera habituando a ellos, para no sufrir demasiados efectos
secundarios.
Tras
salir de su consulta me dirigí a la entrada a través del largo
pasillo para esperar a la enfermera. Allí me quedé de pie mirándome
fijamente en el espejo y de reojo a la cámara de seguridad hasta que
vino ella con el sobre blanco que contenía mis recetas y un papel
impreso en el que ponía cuándo sería mi próxima cita y las
instrucciones para medicarme. Después de repasarlo bien todo, le di
el dinero en efectivo (al contrario que la anterior, esta vez me
acordé en seguida) para que ella me diera a mí el sobre y poder así
meterlo torpemente y mal doblado en mi bolso. Bajé por las
escaleras, salí a la calle y me dirigí tranquilamente hasta la
parada del autobús.
Fue
unas semanas después cuando tuve la brillante idea de mudarme.
Necesitaba huir de casa de mis padres y tenía lo que yo consideraba
suficiente dinero ahorrado para salir del paso; aunque me había
quedado recientemente sin trabajo, yo sabía que no pasarían muchos
meses antes de que me volvieran a llamar, así que no había motivos
por los que esperar.
Busqué
en diferentes páginas de Google hasta dar con una habitación
bastante amplia en un piso bastante grande y bonito muy cerca de
Plaza España y, por tanto, de una parada de metro y varias de
autobús. Compartiría cocina y cuarto de baño con otras tres o
cuatro personas, pero era un comienzo. «¿Qué es lo peor que puede
pasar?», escribí el catorce de octubre en mi diario, «¿Que me
digan que no me quieren alquilar porque actualmente no tengo trabajo?
Pues vale, me busco otra habitación». Al día siguiente, tras
muchos ensayos y muchos mensajes descartados, conseguí escribir al
número que aparecía en el anuncio y concerté una cita. El viernes
de esa misma semana, vi el piso y quedé maravillada con el espacio y
la iluminación; pero como era la primera vez que hacía algo así no
supe qué preguntas específicas hacerle al dueño y éste pensó que
en realidad no estaba interesada. Quedamos en que le haría saber si
me quedaba o no una de esas dos habitaciones que tenía libres, pero
a la semana siguiente encontré otro piso mejor acerca del cual sí
supe preguntar y no volvió a saber de mí.
Una
vez hube firmado el contrato de alquiler en el banco de madera que
había plantado delante de la misma puerta del patio, vino lo más
difícil: decírselo a mis padres. Así que, en vez de eso, lo
primero que hice fue empezar a llevar poco a poco cosas a mi nuevo
piso, principalmente ropa y libros, para ver si la presión me podía
y acababa confesando. Cuando se suponía que llevaba ya casi dos
semanas viviendo por mi cuenta, después de haber pagado media fianza
y el primer mes de alquiler, decidí que lo mejor era empezar por mi
hermano, en quien normalmente me sentía apoyada, para que después
él me respaldara a la hora de contárselo a nuestros padres. Pero en
vez de respaldarme se enfadó conmigo, quizá porque no quería que
su hermana pequeña fuese la primera en marcharse, «así que al
final no se lo dije a mis padres», escribí nueve días más tarde.
«En su lugar, decidí que lo mejor era morir». Como podéis
comprobar, paso de cero a cien en menos de medio segundo. Y lo cierto
es que me pasé la comida tratando de que no me vieran llorar al
mismo tiempo en que pensaba que esa misma tarde me suicidaría dando
todo por finalizado. Total, qué otra cosa podía hacer.
Ahora
lo pienso y la verdad es que ese día cometí muchos errores. El
primero y más grave fue decirles a mis padres que llegaría para la
cena.
Allá
a las cinco de la tarde cogí todas mis pastillas y las recetas que
me quedaban por canjear en la farmacia y me despedí diciendo que
había quedado. Si les hubiera dicho que cenaba fuera, puede que
ahora mismo no estuviera aquí contándoos nada de esto. O puede que
sí porque creo que mi segundo error fue, precisamente, tomar
demasiadas pastillas y acabar vomitándolas.
Como
era sábado, no encontré ninguna abierta y, harta de buscar
farmacias, me fui directa a mi nuevo estudio: una habitación de casi
treinta y seis metros cuadrados con una llamada cocina office
que en realidad no era tal y un pequeñísimo cuarto de baño para mí
sola. Una vez allí volví a guardar todas las cosas que había ido
llevando poco a poco para devolverlas a casa de mis padres, no
pensando en la muerte sino en que al final no iba a mudarme. Mientras
todo esto ocurría, yo lloraba y lloraba. Lloraba en la calle,
lloraba en el autobús, lloraba subiendo los tres pisos de escaleras,
lloraba metiendo mis libros en diferentes bolsas de tela, lloraba
cerrando con fuerza las cremalleras de mi mochila. Entonces, sobre
las seis y media, cuando hube terminado de desinstalarme, me tomé
todas las
pastillas de
Anafranil que me quedaban,
casi media caja
de Stilnox (al final no pude
canjear el resto de las recetas),
una
decena de Diacepames,
un orfidal, una pastilla
blanca y ovalada cuyo nombre desconocía
y siempre desconoceré y
cuatro pastillas redondas
y marrones que parecían Lacasitos
pero que no sabían
a chocolate. Tras
esto me tumbé en la cama de
colchón viscoelástico con la que contaba el estudio y me puse a
llorar. De repente me entró pánico y se me quitaron de golpe todas
las ganas de morir que tenía. Me tapé con la fina colcha color
hueso que venía dentro de uno de los armarios y me acurruqué
llorando y temblando cada vez más hasta que prácticamente me dormí
o perdí conciencia de mí misma. A partir de aquí lo único que
recuerdo son breves fragmentos de lo que ocurrió aquella
tarde-noche.
Supongo
que, al ver que no llegaba para la cena, me llamaron por teléfono
(mi tercer y creo que último
error fue no ponerlo en silencio, en cuyo caso jamás habría
contestado) porque tengo una
imagen de mí bajando las escaleras mientras le digo
a mi padre en qué calle puede
encontrarme. Iba tan colocada que cuando me vieron a través de la
ventanilla del coche sin mascarilla lo primero y único que pensaron
fue que estaba borracha. Al día siguiente me desperté en mi cama y
él estaba sentado a mi lado. Según tengo entendido me desmayé y
probablemente me caí, ya que encontré un moratón en mi cadera
izquierda y me dolía mucho ese
mismo lateral de la cabeza,
como si me hubiera dado un golpe. Pero creo que ni siquiera me
llevaron al hospital, cosa que habría
agradecido por mil razones distintas.
Por supuesto, después de
esto, tuve que contarles lo del piso.
Y la cosa no fue mal, aunque
siguieron pensando que me había ido de fiesta y me había pasado de
rosca con el alcohol. Incluso después de decirles que no había
bebido nada.
«El
lunes por la mañana»,
escribí nueve días después en mi diario
«fui
al piso a ver si encontraba mi bolso (me lo dejé allí
junto con la cartera, pero me
traje la mochilita con las cosas que había dejado en el
estudio).
Me daba miedo haber roto algún mueble, la verdad,
y que tuviera que decírselo al casero;
por suerte no lo hice. Lo que
sí hice, al parecer, fue vomitar y tratar de limpiarlo (vi
un trozo de vómito en el
suelo
que pude limpiar sin dificultad alguna
y
un rollo de papel
higiénico sobre la cama,
probablemente de intentar limpiarlo sin mucho éxito mientras me
encontraba bajo el efecto de las pastillas).
Lo que
no sé es si vomité aposta o sin querer (supongo que sin querer,
pero deseándolo)». También
encontré el pez espada que me regaló el chico con el que aún no
sabía que había dejado de acostarme sobre la mesa, totalmente
intacto salvo por una aleta
perdida. Afortunadamente la
encontré enseguida justo
debajo de la mesa y se la
puse, y
palpando
la madera pude hacer un poco más
de memoria y recordar que
justo después de tomarme todas las pastillas le había enviado un
mensaje, un mensaje de lo más simple preguntándole cómo estaba, si
estaba bien, y que me había contestado. Luego fantaseé con que
quizá podría invitarlo a mi piso para hablar y contarle todo esto,
pero nuestra relación
terminó antes de que pudiera
hacerlo.
Una
vez me hube mudado del todo, abandonando, esta vez sí, la casa de
mis padres para siempre, decidí que no volvería al psiquiatra.
«¿Cómo
van a saber qué medicinas
necesito si no me hacen
pruebas?», anoté el
veintitrés de diciembre,
«¿Todos
los antidepresivos sirven para todas las
depresiones? ¿Cómo puede
saber lo que tengo en sólo
una sesión?».
De repente me volví escéptica (como ya me había ocurrido en el
pasado) recordando que yo misma en el trabajo había llevado a
pacientes a que les hicieran
un TAC porque de un día para
otro les había caído encima la tristeza
y los médicos querían ver que les estaba ocurriendo
dentro de sus cabezas. «¿Por
qué no pueden a mí hacerme un TAC?
¿Por qué no pueden llevarme a mí al hospital para que me ayuden?».
En
el fondo lo único
que ocurría era que me daba miedo tener que confesarle a ese
pobre hombre que trataba de ayudarme
que había intentado matarme con todo lo que él me había recetado,
así que la tomé con su forma de ejercer la medicina. Le envié un
mensaje por WhatsApp a
la enfermera, que era quien gestionaba las citas, diciéndole que no
podría
acudir a
la siguiente cita
y supongo que tampoco le di la
opción de adjuntarme
otra fecha,
así que ella me habló muy
enfadada y
yo acabé bloqueando su
número de teléfono.