domingo, 14 de julio de 2024

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Un día, después de que el chico con el que hasta hacía poco me acostaba me dijera que lo mejor que podía hacer era buscar apoyo en la medicina, me atreví por fin a ponerme en contacto con un psiquiatra.
        Aproveché que habían disminuido momentáneamente las medidas de seguridad para pedir cita, ya que por culpa de la pandemia la mayoría sólo pasaba consulta a través de Internet y yo no iba a abrirme una cuenta en Skype para hablar desde el ordenador de la salita donde cualquier miembro de mi familia pudiera escucharme.
        Por la imagen que aparecía en la página web, me pareció demasiado mayor, muy alejado de mi generación y, por tanto, menos dispuesto a comprender. Pero su profesión precisamente lo obligaba a ello y, como no somos nosotros los que juzgamos, decidí deshacerme de mis prejuicios y darle una oportunidad. Como cuando quedas con alguien de Tinder en la vida real: no sólo no se parecía al hombre de la fotografía, sino que además era bastante más mayor.
        La cita, si mal no recuerdo, estaba programada a las ocho y media de la tarde. Yo llegué puntual, como siempre que intento llegar antes de la hora porque me da miedo llegar tarde. Me abrió una enfermera vestida de enfermera (esto es: pijama blanco de hospital) y me dejó en la entrada. Después pasé a un despacho bastante lúgubre y vacío donde me senté a esperar. Entonces la misma enfermera que ya me había dejado sola dos veces se sentó a la mesa y me hizo unas cuantas preguntas de rigor, imagino que para pasarle la chuleta al doctor y que éste no me recibiera en su consulta sin saber nada de mí. Luego salimos del despacho y me llevó a una pequeñísima sala de espera donde volvió a dejarme sola por tercera vez.
        La enfermera me dijo qué doctor me atendería, me dio su nombre y apellido, pero al parecer los dos psiquiatras que allí trabajaban eran padre e hijo, así que me quedé igual. Me pidió además que tuviera paciencia, que esperara a que me llamaran para pasar a la consulta, y que si quería podía cambiar de canal, ya que no iba a entrar nadie más en la salita. Le di las gracias y me senté en el extremo izquierdo del sofá, de cara a la televisión. Casi todos los muebles eran de color marrón, y no sólo los de la sala de espera, sino los de toda la casa. El piso era grande y con muchas habitaciones, mínimo seis, aunque dos de ellas fueran muy pequeñas. Desde donde yo estaba, podía escuchar cómo hablaba una pareja en la otra sala de espera, cómo conversaban con la enfermera como si fueran ya clientes habituales, cómo reían, cómo pasaba el tiempo y seguían sin marcharse a casa. Yo me puse a mirar la televisión, intentando calmar los nervios que me acechaban, y decidí no cambiar de canal por temor a que los demás lo supieran y empezaran a criticarme por poner alguna serie o película poco convencional. Así que estuve viendo Ahora caigo y supongo que después Pasapalabra, ya no me acuerdo, porque era el canal que estaba puesto. También bajé el volumen para molestar lo menos posible.
        Cuando ya hacía rato que se habían hecho las nueve y media de la noche y mi parálisis luchaba contra mis ganas de salir de allí y volver a casa sin despedirme, la misma enfermera que había estado paseándome de aquí para allá vino a llamarme. Atravesamos un largo y triste pasillo y me metió en la habitación del fondo, una de las más grandes, donde se encontraba el que sería mi psiquiatra sentado a su mesa. Ahí fue cuando me enteré de que, a pesar de mis dudas acerca de la edad del doctor cuyo rostro salía en la página web, me había tocado otro más mayor y, por tanto, aún más alejado de mi generación.
        Una vez dentro, las preguntas de siempre. Dónde vives, con quién, háblame de tus padres, de tu familia más cercana, de tu infancia, ¿con quién te has acostado?, nunca has tenido novio, ¿no?, cómo vas a tener novio si tú misma dices que no hablas, entiendo, ¿cómo duermes por las noches? Me recetó Stilnox para dormir y Anafranil, un antidepresivo que, según entendí, él también se tomaba. Me dijo que esperara sequedad en la boca y estreñimiento, que él mismo llevaba siempre consigo una botella de agua para lo primero, que sólo sería mientras se estuviera acostumbrando el cuerpo al medicamento, que entonces los efectos adversos pasarían a la historia, aunque no fueron estos los que noté. ¿Tienes carnet de conducir? No. Y ¿cómo piensas irte a casa? En autobús. ¿Hay autobuses a estas horas? Sí.
        Por culpa de esta primera mentira, al salir definitivamente de la consulta, tuve que correr hasta la parada del metro más cercana, esperando que llegara enseguida y así no tener que correr hasta Plaza España. Una vez bajo, vi que el siguiente metro pasaba en unos quince o veinte minutos, así que volví a subir corriendo las escaleras y fui lo más veloz que pude sin sentir que hacía el ridículo hasta la parada del autobús. Una vez allí, cogí el primero en llegar, que no era la línea que me llevaba a casa, y le pregunté al conductor si sabía si vendría el 160 o ya había pasado el último. Como me dijo con cara de preocupación que ya no había más autobuses, le dije que no pasaba nada y me senté al lado de la ventana. Bajé casi a las doce de la noche en el pueblo de al lado y, guiándome por mi instinto entre la oscuridad, llegué sana y salva a casa, preguntándome si sería o no capaz al día siguiente de ir a la farmacia.
 
*
 
Siéndoos totalmente sincera, creo que como profesional era muy bueno. Su forma de hablar, de indagar en mi vida sin hacer que me sintiera violenta, de darme ánimos («tiempo al tiempo, paciencia y fuerza», me dijo la primera vez al salir de su consulta), su manera de explicarme las cosas para que yo las entendiera. No sé... supongo que con los años había adquirido cierta experiencia que otros no tienen y se notaba. Por eso me dolió tanto dejarlo y ojalá me lo hubiera pensado un poquito mejor, pero lo hecho hecho está y no vale la pena flagelarse por ello.
        Costaba ciento ochenta euros la sesión, pero daba cita cada dos o tres meses (mi siguiente psiquiatra me cobraba setenta a la semana, es decir, dos cientos ochenta euros en un solo mes), así que creedme, aunque tuviera que aflojar demasiado de golpe: compensaba. No compensaba, precisamente, la espera. Recuerdo que, cuando mi segunda psicóloga me daba cita en dos semanas exactas, me parecía demasiado pronto; pero cuando alargaba a tres me parecía una eternidad. Entiendo que el doctor quisiera volver a verme después de que el antidepresivo empezara a surtir efecto porque si no no había mucho que hacer (la terapia era noventa y nueve por ciento medicación), pero aun así era mucho tiempo como para poder habituarme a ir al psiquiatra y no era bueno para mí. (Sí, podía llamarlo por teléfono cualquier día de la semana a cualquier hora siempre que lo necesitara; pero, seamos realistas, no iba a hacerlo).
        En la segunda visita, ya casi terminado el verano, me preguntó por mi rutina diaria y yo no supe qué contestarle. Me puso como ejemplo la suya: levantarse de la cama, tomarse un café, leer el periódico (esto quizá me lo acabo de inventar, ¿se siguen vendiendo periódicos en papel?), y yo seguí sin saber qué decir porque ni siquiera desayuno todos los días; así que se me ocurrió la brillante idea de empezar a utilizar una libreta para anotar qué hacía en cada momento. De esta forma quizá, en la siguiente cita, pudiera contarle algo más. Después me preguntó qué tal estaba durmiendo ahora que me había unido al club de los hipnóticos y yo no le dije que a veces las pastillas me provocaban alucinaciones terribles pero que tampoco podía dejar de tomarlas porque entonces tenía pesadillas aún más terribles, por lo que le medio mentí diciendo que funcionaban bien (casi siempre lo hacían). También me duplicó la dosis de los antidepresivos, cosa que ya me había advertido que iría haciendo a lo largo de las sesiones, con forme me fuera habituando a ellos, para no sufrir demasiados efectos secundarios.
        Tras salir de su consulta me dirigí a la entrada a través del largo pasillo para esperar a la enfermera. Allí me quedé de pie mirándome fijamente en el espejo y de reojo a la cámara de seguridad hasta que vino ella con el sobre blanco que contenía mis recetas y un papel impreso en el que ponía cuándo sería mi próxima cita y las instrucciones para medicarme. Después de repasarlo bien todo, le di el dinero en efectivo (al contrario que la anterior, esta vez me acordé en seguida) para que ella me diera a mí el sobre y poder así meterlo torpemente y mal doblado en mi bolso. Bajé por las escaleras, salí a la calle y me dirigí tranquilamente hasta la parada del autobús.
        Fue unas semanas después cuando tuve la brillante idea de mudarme. Necesitaba huir de casa de mis padres y tenía lo que yo consideraba suficiente dinero ahorrado para salir del paso; aunque me había quedado recientemente sin trabajo, yo sabía que no pasarían muchos meses antes de que me volvieran a llamar, así que no había motivos por los que esperar.
        Busqué en diferentes páginas de Google hasta dar con una habitación bastante amplia en un piso bastante grande y bonito muy cerca de Plaza España y, por tanto, de una parada de metro y varias de autobús. Compartiría cocina y cuarto de baño con otras tres o cuatro personas, pero era un comienzo. «¿Qué es lo peor que puede pasar?», escribí el catorce de octubre en mi diario, «¿Que me digan que no me quieren alquilar porque actualmente no tengo trabajo? Pues vale, me busco otra habitación». Al día siguiente, tras muchos ensayos y muchos mensajes descartados, conseguí escribir al número que aparecía en el anuncio y concerté una cita. El viernes de esa misma semana, vi el piso y quedé maravillada con el espacio y la iluminación; pero como era la primera vez que hacía algo así no supe qué preguntas específicas hacerle al dueño y éste pensó que en realidad no estaba interesada. Quedamos en que le haría saber si me quedaba o no una de esas dos habitaciones que tenía libres, pero a la semana siguiente encontré otro piso mejor acerca del cual sí supe preguntar y no volvió a saber de mí.
        Una vez hube firmado el contrato de alquiler en el banco de madera que había plantado delante de la misma puerta del patio, vino lo más difícil: decírselo a mis padres. Así que, en vez de eso, lo primero que hice fue empezar a llevar poco a poco cosas a mi nuevo piso, principalmente ropa y libros, para ver si la presión me podía y acababa confesando. Cuando se suponía que llevaba ya casi dos semanas viviendo por mi cuenta, después de haber pagado media fianza y el primer mes de alquiler, decidí que lo mejor era empezar por mi hermano, en quien normalmente me sentía apoyada, para que después él me respaldara a la hora de contárselo a nuestros padres. Pero en vez de respaldarme se enfadó conmigo, quizá porque no quería que su hermana pequeña fuese la primera en marcharse, «así que al final no se lo dije a mis padres», escribí nueve días más tarde. «En su lugar, decidí que lo mejor era morir». Como podéis comprobar, paso de cero a cien en menos de medio segundo. Y lo cierto es que me pasé la comida tratando de que no me vieran llorar al mismo tiempo en que pensaba que esa misma tarde me suicidaría dando todo por finalizado. Total, qué otra cosa podía hacer.
        Ahora lo pienso y la verdad es que ese día cometí muchos errores. El primero y más grave fue decirles a mis padres que llegaría para la cena.
        Allá a las cinco de la tarde cogí todas mis pastillas y las recetas que me quedaban por canjear en la farmacia y me despedí diciendo que había quedado. Si les hubiera dicho que cenaba fuera, puede que ahora mismo no estuviera aquí contándoos nada de esto. O puede que sí porque creo que mi segundo error fue, precisamente, tomar demasiadas pastillas y acabar vomitándolas.
        Como era sábado, no encontré ninguna abierta y, harta de buscar farmacias, me fui directa a mi nuevo estudio: una habitación de casi treinta y seis metros cuadrados con una llamada cocina office que en realidad no era tal y un pequeñísimo cuarto de baño para mí sola. Una vez allí volví a guardar todas las cosas que había ido llevando poco a poco para devolverlas a casa de mis padres, no pensando en la muerte sino en que al final no iba a mudarme. Mientras todo esto ocurría, yo lloraba y lloraba. Lloraba en la calle, lloraba en el autobús, lloraba subiendo los tres pisos de escaleras, lloraba metiendo mis libros en diferentes bolsas de tela, lloraba cerrando con fuerza las cremalleras de mi mochila. Entonces, sobre las seis y media, cuando hube terminado de desinstalarme, me tomé todas las pastillas de Anafranil que me quedaban, casi media caja de Stilnox (al final no pude canjear el resto de las recetas), una decena de Diacepames, un orfidal, una pastilla blanca y ovalada cuyo nombre desconocía y siempre desconoceré y cuatro pastillas redondas y marrones que parecían Lacasitos pero que no sabían a chocolate. Tras esto me tumbé en la cama de colchón viscoelástico con la que contaba el estudio y me puse a llorar. De repente me entró pánico y se me quitaron de golpe todas las ganas de morir que tenía. Me tapé con la fina colcha color hueso que venía dentro de uno de los armarios y me acurruqué llorando y temblando cada vez más hasta que prácticamente me dormí o perdí conciencia de mí misma. A partir de aquí lo único que recuerdo son breves fragmentos de lo que ocurrió aquella tarde-noche.
        Supongo que, al ver que no llegaba para la cena, me llamaron por teléfono (mi tercer y creo que último error fue no ponerlo en silencio, en cuyo caso jamás habría contestado) porque tengo una imagen de mí bajando las escaleras mientras le digo a mi padre en qué calle puede encontrarme. Iba tan colocada que cuando me vieron a través de la ventanilla del coche sin mascarilla lo primero y único que pensaron fue que estaba borracha. Al día siguiente me desperté en mi cama y él estaba sentado a mi lado. Según tengo entendido me desmayé y probablemente me caí, ya que encontré un moratón en mi cadera izquierda y me dolía mucho ese mismo lateral de la cabeza, como si me hubiera dado un golpe. Pero creo que ni siquiera me llevaron al hospital, cosa que habría agradecido por mil razones distintas. Por supuesto, después de esto, tuve que contarles lo del piso. Y la cosa no fue mal, aunque siguieron pensando que me había ido de fiesta y me había pasado de rosca con el alcohol. Incluso después de decirles que no había bebido nada.
        «El lunes por la mañana», escribí nueve días después en mi diario «fui al piso a ver si encontraba mi bolso (me lo dejé allí junto con la cartera, pero me traje la mochilita con las cosas que había dejado en el estudio). Me daba miedo haber roto algún mueble, la verdad, y que tuviera que decírselo al casero; por suerte no lo hice. Lo que sí hice, al parecer, fue vomitar y tratar de limpiarlo (vi un trozo de vómito en el suelo que pude limpiar sin dificultad alguna y un rollo de papel higiénico sobre la cama, probablemente de intentar limpiarlo sin mucho éxito mientras me encontraba bajo el efecto de las pastillas). Lo que no sé es si vomité aposta o sin querer (supongo que sin querer, pero deseándolo)». También encontré el pez espada que me regaló el chico con el que aún no sabía que había dejado de acostarme sobre la mesa, totalmente intacto salvo por una aleta perdida. Afortunadamente la encontré enseguida justo debajo de la mesa y se la puse, y palpando la madera pude hacer un poco más de memoria y recordar que justo después de tomarme todas las pastillas le había enviado un mensaje, un mensaje de lo más simple preguntándole cómo estaba, si estaba bien, y que me había contestado. Luego fantaseé con que quizá podría invitarlo a mi piso para hablar y contarle todo esto, pero nuestra relación terminó antes de que pudiera hacerlo.
        Una vez me hube mudado del todo, abandonando, esta vez sí, la casa de mis padres para siempre, decidí que no volvería al psiquiatra. «¿Cómo van a saber qué medicinas necesito si no me hacen pruebas?», anoté el veintitrés de diciembre, «¿Todos los antidepresivos sirven para todas las depresiones? ¿Cómo puede saber lo que tengo en sólo una sesión?». De repente me volví escéptica (como ya me había ocurrido en el pasado) recordando que yo misma en el trabajo había llevado a pacientes a que les hicieran un TAC porque de un día para otro les había caído encima la tristeza y los médicos querían ver que les estaba ocurriendo dentro de sus cabezas. «¿Por qué no pueden a mí hacerme un TAC? ¿Por qué no pueden llevarme a mí al hospital para que me ayuden?».
        En el fondo lo único que ocurría era que me daba miedo tener que confesarle a ese pobre hombre que trataba de ayudarme que había intentado matarme con todo lo que él me había recetado, así que la tomé con su forma de ejercer la medicina. Le envié un mensaje por WhatsApp a la enfermera, que era quien gestionaba las citas, diciéndole que no podría acudir a la siguiente cita y supongo que tampoco le di la opción de adjuntarme otra fecha, así que ella me habló muy enfadada y yo acabé bloqueando su número de teléfono.

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