miércoles, 14 de agosto de 2024

HASTA LUEGO, Y GRACIAS POR LAS GALLETAS

La consulta estaba y sigue estando muy cerca de una de las estaciones de metro que hay en el centro, y como mi apartamento de treinta y cinco metros cuadrados de independizada primeriza también estaba cerca de una boca de metro, pues me venía de lujo. El piso era más pequeño que el de mi anterior psiquiatra, pero estaba mucho mejor iluminado. La entrada era grande y lo primero que había a la derecha, nada más pasar por la puerta, era un mostrador con una secretaria sentada de cara a un ordenador que se encargaba de atender las llamadas telefónicas, realizarlas, dar citas y cobrar el precio convenido a los clientes, entre otras cosas. A mano izquierda había una puerta que daba al cuarto de baño, lugar que no pisé, de nuevo, por miedo a que me dijeran que tenía prohibido el acceso (es decir, a hacer el ridículo), a pesar de que vi a más de un cliente traspasar el umbral.
        La entrada era grande precisamente porque era también la sala de espera, con una decena de sillas típicas de sala de espera, un revistero con folletos sobre la salud mental y un par de plantas decorativas. Una limpiadora se encargaba de dejarlo todo aseado por la mañana, a eso de las nueve, con ayuda de la propia secretaria, que le facilitaba la faena para que no hiciera trabajo de más (como limpiar una consulta que no había sido utilizada desde la última vez que fue limpiada y, por tanto, no era necesario repetir el proceso). Había un total de tres y la mía era la que estaba más al fondo, escondida detrás de una pared. Era más pequeña que la consulta de mi anterior psiquiatra pero, de nuevo, mucho mejor iluminada. La consulta además era bastante austera, aunque no por ello la decoración dejaba de ser bonita, simplemente menos recargada. Las sesiones costaban ochenta euros, pero como quería verme cada semana decidió bajármelo diez euros. Según dijo.
        Al principio, que quisiera verme cada semana, me pareció algo positivo: significaba que quería saber de primera mano cómo iba evolucionando. Gracias a ello, por ejemplo, me ajustaba las dosis cada siete días y no cada tres meses. Poco después vi que también significaba correr. Si me pedía que llamara por teléfono a un familiar, tenía que hacerlo sí o sí esa semana, puesto que en la siguiente cita iba a tener que narrarle la experiencia; si me pedía que socializara un poco en el trabajo, que contara alguna batallita, como hacían los demás, tenía que hacerlo sí o sí en el siguiente turno para poder contárselo después; si me pedía que quedara con alguien, más de lo mismo. Esto me hizo tener miedo de fallarle, de que si no lograba equis tarea ella pensara que no estaba poniendo suficiente empeño en mejorar, y empecé a mentirle muy pronto; le decía, por ejemplo, que había quedado con una amiga y, aunque con cierta ansiedad, en general lo había pasado bien.
        De todas formas, sí intenté seguir el tratamiento. La mayor parte de las veces. Intenté hacer las meditaciones, a pesar del escepticismo y el aburrimiento; hablar por teléfono, sólo que en vez de llamar lo hacía a través de mensajes de texto; seguir en contacto con algunas viejas amigas por Instagram; seguir en contacto con mi familia gracias a alguna que otra visita esporádica; salir de casa para tomar el aire y no sólo a Consum... Yo lo exageraba, claro: le decía que había hablado por teléfono en vez de por WhatsApp, le decía que había hablado en persona en vez de por teléfono. Necesitaba que siguiera creyendo en mí, y para eso necesitaba alimentar mis progresos, que viera que su método funcionaba. Y estoy segura de que así lo pensaba en parte porque, cuando dejé de ir después de tres meses y medio de visitas semanales, estuvo siete días enteros llamándome por teléfono, buscándome, intentando averiguar por qué me había ido.
        También intenté serle sincera, dentro de lo posible, sabiéndome mal decirle que me quería morir y por tanto no sacando el tema. Quiero decir: no le hablé de las veces que intenté cortar mis venas, pero cuando mi ánimo volvió a decaer drásticamente se lo comuniqué y ella me aumentó la dosis de los antidepresivos. Lo mismo pasó cuando mi ansiedad subió de nivel por ciertos motivos concretos y ella me dio otras pastillas que podían o no funcionar y que yo podía o no tomarme dependiendo de cómo me sintiera en el momento o qué iba a hacer a lo largo del día que pudiera causarme ansiedad.
        No le conté, al igual que a mi anterior psiquiatra, que las pastillas para dormir me provocaban alucinaciones, llegando incluso a temer por mi vida e integridad física, pensando en alguna ocasión que iban a violarme, momento en el cual yo procedía a encender todas las luces y a esconderme en el cuarto de baño (única estancia independiente de mi hogar) para llorar acurrucada hasta que se pasaran el miedo o las voces. Tampoco que a veces escribía en mi diario sin percatarme, sin ser yo parte consciente de la historia, o que en vez de algo tan inofensivo como una frase puntual en una libreta que sólo yo iba a leer era un mensaje privado a una persona real que después me contestaba sin saber que le había escrito bajo los efectos de una droga legal. Pero cuando dejaron de funcionarme se lo hice saber para que me pusiera remedio, para que me recetara otra cosa aparte o como aditivo, y ella me aconsejó la melatonina, para que la tomara junto con el Zolpidem.
        Me vais a permitir ahora hacer un pequeño paréntesis, en parte porque me gustaría saborear estas últimas horas, para contaros una anécdota relacionada precisamente con esto, con la melatonina.
        Cuando me la recomendó, yo no había oído hablar nunca de ella. No sabía ni dónde se compraba ni cómo ni en qué formatos se vendía. Sobres, cápsulas, comprimidos efervescentes. ¡No sabía nada! Y al salir de su consulta ese día, yo seguí exactamente igual de ignorante que al principio. Como no me imaginaba que la melatonina pudiera ser algo que se compra sin receta, creía firmemente y con el decaimiento que ello conlleva que a la doctora se le había olvidado hacerme el papelito; así que durante toda esa semana no me acerqué a la farmacia y, en la siguiente cita, cuando ella me preguntó, por miedo a parecer tonta por no haber sabido comprar la melatonina, le dije que había estado durmiendo mejor gracias a esa nueva ayuda.
        Lo bueno es que sólo fue una semana y, justo después de la siguiente consulta, sí me atreví a ir a una farmacia donde, gracias a una farmacéutica muy amable, pude adquirir las que son como golosinas, que parecen menos medicamento y más tentempié de antes de irte a la cama. Porque después de estar tanto tiempo medicándome día sí día también he acabado por aborrecer hasta la píldora más minúscula y ahora incluso evito tomarme un Paracetamol cuando siento fuertes dolores menstruales. Lo malo, claro, es que al parecer simples chucherías no me sentía culpable a la hora de tomarme otra dosis (y otra y otra y otra) hasta que por fin parecían hacer efecto.
        Una noche, cuando los antidepresivos funcionaban y yo llevaba unos días sintiéndome más animada, contenta de estar viva, con fuerzas y convencimiento real de poder conseguir cualquier cosa que me propusiera, cogí una de las cuchillas que utilizo para rascar la grasa de la cocina de inducción y empecé a cortarme la muñeca y el antebrazo. Pensaba, en ese momento, que podía con todo; que no había nada que fuera capaz de pararme aunque fuera ligeramente, que yo mandaba en mi vida, que por fin era capaz de suicidarme. A la mañana siguiente, analizando la escena, pensé que si de todas formas el resultado iba a ser el mismo, que si mi estado depresivo no tenía nada que ver y el deseo de matarme estaba ahí independientemente de mi estado de ánimo, no valía la pena seguir yendo a la consulta de una psiquiatra que intentaba por todos los medios posibles hacerme feliz.
        Pero no fue ahí cuando abandoné, sino cuando me volví a quedar sin trabajo y me di cuenta de que estaba pagando setenta euros a la semana por unas sesiones de diez minutos en las que ya casi nunca decía la verdad.
        Al principio, como siempre, no hubo grandes cambios. Ahorré en gastos, que nunca viene mal. Pronto empezó a costarme más dormir, claro, por haberme quedado sin pastillas; la melatonina por si sola no funcionaba y para el hipnótico necesitaba receta. Pero esto era algo que yo ya tenía asumido que iba a ocurrir. Entonces, a las dos semanas o así, mi cuerpo empezó a notar los síntomas de haber dejado los antidepresivos, algo que ya había experimentado anteriormente pero a lo que parece que una nunca se acostumbra. Vómitos, mareos, temblores, un dolor de cabeza extraño, como si hubiera algo atravesándomela, llantos incontrolados, irritabilidad, nuevos tics nerviosos. El síndrome de abstinencia es distinto para cada persona; no existe una ciencia exacta en cuanto a la recuperación, salvo que al final siempre se sale. Siempre, claro, que vivas lo suficiente para verlo.
        Hoy, aquí y ahora, ya se me ha pasado. Mi cuerpo ha olvidado por fin lo que fue una vez medicarse y ahora trabaja de manera regular. Apetito escaso, vértigos puntuales, dolor de cabeza normal, como si hubiera algo aplastándomela, llantos silenciosos, los tics nerviosos de siempre, con los que ya casi me siento reconfortada. Ahora incluso vuelvo a admitir que necesito buscarme otra psiquiatra.
        Me llamo Sara y soy acólita. No en sentido físico, sino más bien psíquico. A día de hoy no creo que pueda dejar de serlo. Quizá en unos años no necesite depender de una médica o un medicamento, pero de momento prefiero no dejar a mi cerebro a cargo del libre albedrío. Y no creo que haya nada malo en ello. Sé que con el paso de los años he mejorado en muchos aspectos, aunque haya otros tantos que se han agudizado. Por ejemplo ahora vivo sola y sin depender económicamente de nadie, pero es precisamente por estar viviendo sola por lo que no dudo en descuidar, entre otros, la higiene del hogar. También sé que avanzar lento es avanzar y que no pasa nada por necesitar ayuda, aunque a veces le dé la espalda a quien me la conceda. Por ejemplo las veces que he acudido por voluntad propia a un profesional y lo he terminado dejando. O que retroceder no es sinónimo de fracaso y que siempre hay más oportunidades para volver a intentarlo con más tranquilidad. Por ejemplo las veces que he contactado por voluntad propia con un profesional y lo he terminado ignorando. No sé, todas estas cosas me parecen importantes y decirlo en voz alta, un logro. Pero bueno, creo que ya he acaparado suficiente por hoy el micro.
        ¿Alguien más quiere hablar?