La
consulta estaba y sigue estando muy cerca de una de las estaciones de
metro que hay en el centro, y como mi apartamento de treinta y cinco
metros cuadrados de independizada primeriza también estaba cerca de
una boca de metro, pues me venía de lujo. El piso era más pequeño
que el de mi anterior psiquiatra, pero estaba mucho mejor iluminado.
La entrada era grande y lo primero que había a la derecha, nada más
pasar por la puerta, era un mostrador con una secretaria sentada de
cara a un ordenador que se encargaba de atender las llamadas
telefónicas, realizarlas, dar citas y cobrar el precio convenido a
los clientes, entre otras cosas. A mano izquierda había una puerta
que daba al cuarto de baño, lugar que no pisé, de nuevo, por miedo
a que me dijeran que tenía prohibido el acceso (es decir, a hacer el
ridículo), a pesar de que vi a más de un cliente traspasar el
umbral.
La
entrada era grande precisamente porque era también la sala de
espera, con una decena de sillas típicas de sala de espera, un
revistero con folletos sobre la salud mental y un par de plantas
decorativas. Una limpiadora se encargaba de dejarlo todo aseado por
la mañana, a eso de las nueve, con ayuda de la propia secretaria,
que le facilitaba la faena para que no hiciera trabajo de más (como
limpiar una consulta que no había sido utilizada desde la última
vez que fue limpiada y, por tanto, no era necesario repetir el
proceso). Había un total de tres y la mía era la que estaba más al
fondo, escondida detrás de una pared. Era más pequeña que la
consulta de mi anterior psiquiatra pero, de nuevo, mucho mejor
iluminada. La consulta además era bastante austera, aunque no por
ello la decoración dejaba de ser bonita, simplemente menos
recargada. Las sesiones costaban ochenta euros, pero como quería
verme cada semana decidió bajármelo diez euros. Según dijo.
Al
principio, que quisiera verme cada semana, me pareció algo positivo:
significaba que quería saber de primera mano cómo iba
evolucionando. Gracias a ello, por ejemplo, me ajustaba las dosis
cada siete días y no cada tres meses. Poco después vi que también
significaba correr. Si me pedía que llamara por teléfono a un
familiar, tenía que hacerlo sí o sí esa semana, puesto que en la
siguiente cita iba a tener que narrarle la experiencia; si me pedía
que socializara un poco en el trabajo, que contara alguna batallita,
como hacían los demás, tenía que hacerlo sí o sí en el siguiente
turno para poder contárselo después; si me pedía que quedara con
alguien, más de lo mismo. Esto me hizo tener miedo de fallarle, de
que si no lograba equis tarea ella pensara que no estaba poniendo
suficiente empeño en mejorar, y empecé a mentirle muy pronto; le
decía, por ejemplo, que había quedado con una amiga y, aunque con
cierta ansiedad, en general lo había pasado bien.
De
todas formas, sí intenté seguir el tratamiento. La mayor parte de
las veces. Intenté hacer las meditaciones, a pesar del escepticismo
y el aburrimiento; hablar por teléfono, sólo que en vez de llamar
lo hacía a través de mensajes de texto; seguir en contacto con
algunas viejas amigas por Instagram; seguir en contacto con mi
familia gracias a alguna que otra visita esporádica; salir de casa
para tomar el aire y no sólo a Consum... Yo lo exageraba, claro: le
decía que había hablado por teléfono en vez de por WhatsApp, le
decía que había hablado en persona en vez de por teléfono.
Necesitaba que siguiera creyendo en mí, y para eso necesitaba
alimentar mis progresos, que viera que su método funcionaba. Y estoy
segura de que así lo pensaba en parte porque, cuando dejé de ir
después de tres meses y medio de visitas semanales, estuvo siete
días enteros llamándome por teléfono, buscándome, intentando
averiguar por qué me había ido.
También
intenté serle sincera, dentro de lo posible, sabiéndome mal decirle
que me quería morir y por tanto no sacando el tema. Quiero decir: no
le hablé de las veces que intenté cortar mis venas, pero cuando mi
ánimo volvió a decaer drásticamente se lo comuniqué y ella me
aumentó la dosis de los antidepresivos. Lo mismo pasó cuando mi
ansiedad subió de nivel por ciertos motivos concretos y ella me dio
otras pastillas que podían o no funcionar y que yo podía o no
tomarme dependiendo de cómo me sintiera en el momento o qué iba a
hacer a lo largo del día que pudiera causarme ansiedad.
No
le conté, al igual que a mi anterior psiquiatra, que las pastillas
para dormir me provocaban alucinaciones, llegando incluso a temer por
mi vida e integridad física, pensando en alguna ocasión que iban a
violarme, momento en el cual yo procedía a encender todas las luces
y a esconderme en el cuarto de baño (única estancia independiente
de mi hogar) para llorar
acurrucada hasta que se pasaran el miedo o las voces. Tampoco que a
veces escribía en mi diario sin percatarme, sin ser yo parte
consciente de la historia, o que en vez de algo tan inofensivo
como una frase puntual en una libreta que sólo yo iba a leer era un
mensaje privado a una persona real que después me contestaba sin
saber que le había escrito bajo los efectos de una droga legal. Pero
cuando dejaron de funcionarme se lo hice saber para que me pusiera
remedio, para que me recetara otra cosa aparte o como aditivo, y ella
me aconsejó la melatonina, para que la tomara junto con el Zolpidem.
Me
vais a permitir ahora hacer un pequeño paréntesis, en parte porque
me gustaría saborear estas últimas horas, para contaros una
anécdota relacionada precisamente con esto, con la melatonina.
Cuando
me la recomendó, yo no había oído hablar nunca de ella. No sabía
ni dónde se compraba ni cómo ni en qué formatos se vendía.
Sobres, cápsulas, comprimidos efervescentes. ¡No sabía nada! Y al
salir de su consulta ese día, yo seguí exactamente igual de
ignorante que al principio. Como no me imaginaba que la melatonina
pudiera ser algo que se compra sin receta, creía firmemente y con el
decaimiento que ello conlleva que a la doctora se le había olvidado
hacerme el papelito; así que durante toda esa semana no me acerqué
a la farmacia y, en la siguiente cita, cuando ella me preguntó, por
miedo a parecer tonta por no haber sabido comprar la melatonina, le
dije que había estado durmiendo mejor gracias a esa nueva ayuda.
Lo
bueno es que sólo fue una semana y, justo después de la siguiente
consulta, sí me atreví a ir a una farmacia donde, gracias a una
farmacéutica muy amable, pude adquirir las que son como golosinas,
que parecen menos medicamento y más tentempié de antes de irte a la
cama. Porque después de estar tanto tiempo medicándome día sí día
también he acabado por aborrecer hasta la píldora más minúscula y
ahora incluso evito tomarme un Paracetamol cuando siento fuertes
dolores menstruales. Lo malo, claro, es que al parecer simples
chucherías no me sentía culpable a la hora de tomarme otra dosis (y
otra y otra y otra) hasta que por fin parecían hacer efecto.
Una
noche, cuando los antidepresivos funcionaban y yo llevaba unos días
sintiéndome más animada, contenta de estar viva, con fuerzas y
convencimiento real de poder conseguir cualquier cosa que me
propusiera, cogí una de las cuchillas que utilizo para rascar la
grasa de la cocina de inducción y empecé a cortarme la muñeca y el
antebrazo. Pensaba, en ese momento, que podía con todo; que no había
nada que fuera capaz de pararme aunque fuera ligeramente, que yo
mandaba en mi vida, que por fin era capaz de suicidarme. A la mañana
siguiente, analizando la escena, pensé que si de todas formas el
resultado iba a ser el mismo, que si mi estado depresivo no tenía
nada que ver y el deseo de matarme estaba ahí independientemente de
mi estado de ánimo, no valía la pena seguir yendo a la consulta de
una psiquiatra que intentaba por todos los medios posibles hacerme
feliz.
Pero
no fue ahí cuando abandoné, sino cuando me volví a quedar sin
trabajo y me di cuenta de que estaba pagando setenta euros a la
semana por unas sesiones de diez minutos en las que ya casi nunca
decía la verdad.
Al
principio, como siempre, no hubo grandes cambios. Ahorré en gastos,
que nunca viene mal. Pronto empezó a costarme más dormir, claro,
por haberme quedado sin pastillas; la melatonina por si sola no
funcionaba y para el hipnótico necesitaba receta. Pero esto era algo
que yo ya tenía asumido que iba a ocurrir. Entonces, a las dos
semanas o así, mi cuerpo empezó a notar los síntomas de haber
dejado los antidepresivos, algo que ya había experimentado
anteriormente pero a lo que parece que una nunca se acostumbra.
Vómitos, mareos, temblores, un dolor de cabeza extraño, como si
hubiera algo atravesándomela, llantos incontrolados, irritabilidad,
nuevos tics nerviosos. El síndrome de abstinencia es distinto para
cada persona; no existe una ciencia exacta en cuanto a la
recuperación, salvo que al final siempre se sale. Siempre, claro,
que vivas lo suficiente para verlo.
Hoy,
aquí y ahora, ya se me ha pasado. Mi cuerpo ha olvidado por fin lo
que fue una vez medicarse y ahora trabaja de manera regular. Apetito
escaso, vértigos puntuales, dolor de cabeza normal, como si hubiera
algo aplastándomela, llantos silenciosos, los tics nerviosos de
siempre, con los que ya casi me siento reconfortada. Ahora incluso
vuelvo a admitir que necesito buscarme otra psiquiatra.
Me
llamo Sara y soy acólita. No en sentido físico, sino más bien
psíquico. A día de hoy no creo que pueda dejar de serlo. Quizá en
unos años no necesite depender de una médica o un medicamento, pero
de momento prefiero no dejar a mi cerebro a cargo del libre albedrío.
Y no creo que haya nada malo en ello. Sé que con el paso de los años
he mejorado en muchos aspectos, aunque haya otros tantos que se han
agudizado. Por ejemplo ahora vivo sola y sin depender económicamente
de nadie, pero es precisamente por estar viviendo sola por lo que no
dudo en descuidar, entre otros, la higiene del hogar. También sé
que avanzar lento es avanzar y que no pasa nada por necesitar ayuda,
aunque a veces le dé la espalda a quien me la conceda. Por ejemplo
las veces que he acudido por voluntad propia a un profesional y lo he
terminado dejando. O que retroceder no es sinónimo de fracaso y que
siempre hay más oportunidades para volver a intentarlo con más
tranquilidad. Por ejemplo las veces que he contactado por voluntad
propia con un profesional y lo he terminado ignorando. No sé, todas
estas cosas me parecen importantes y decirlo en voz alta, un logro.
Pero bueno, creo que ya he acaparado suficiente por hoy el micro.
¿Alguien
más quiere hablar?
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