miércoles, 19 de febrero de 2025

leyendo los efectos adversos te das cuenta de que eres una entre cien pacientes Víctor te da el alta pero te pide que sigas tomándote los antidepresivos te están sentando muy bien ya apenas quieres herirte ya casi no te odias a ti misma ¿ese destello son tus ganas de vivir? también es conveniente que veas a Inés quizá cada tres semanas pero resulta que Inés ya no está trabajando le ha surgido un problema familiar del que no te ha contado nada por qué no te ha contado nada ¿no os llevabais tan bien? así que ahora tienes que ponerte a buscar otra psicóloga puedes aprovechar para reconciliarte con Marta ¿no teníais un vínculo especial? pero resulta que ya no tienes su teléfono lo enviaste a la papelera antes de que te hiciera más daño antes de que te quemara la piel así que ahora te toca escribir psicólogos Valencia en el recuadro blanco de la pantalla de Google descartar fotografías en la página de Doctoralia recordar a quiénes has besado y a quiénes has dejado tirados en la estacada para no repetir y sentir la vergüenza del reconocimiento la sonrisa burlona del sabía yo que volverías y entonces quizá, sólo quizá, encuentres lo que estás buscando
 

domingo, 29 de diciembre de 2024

2024

Este año he querido ser más consciente de lo que leo e intentar no escoger libros que no vayan a gustarme; para ver si lo he conseguido, anotaré también la puntuación que haya puesto en GoodReads y al final del todo haré la media (los libros abandonados no contarán para la media, puesto que implican que he sido consciente y no he leído por leer):

♥ENERO♥

  • Biblioteca Sandman: Juego a ser tú, de Neil Gaiman (escritor) y Shawn McManus, Colleen Doran, Bryan Talbot y Stan Woch (dibujantes) - 5/5
  • Algo explotó acá adentro, de Macarena Álvarez - 5/5
  • Apuntes sobre el suicidio, de Simon Critchley - 4.5/5
  • Poemas sociales, de guerra y de muerte, de Miguel Hernández - 3.5/5
  • El corazón es un lugar feroz, de Anita Nair - 4/5
  • Poemas prohibidos, de Charles Baudelaire (dibujos de Gustav Klimt) - 3/5 (dibujos 5/5)
  • Del inconveniente de haber nacido, de Emil Cioran - 3/5
  • Las cuatro estaciones, de Ana Blandiana - 3/5
  • Saga: capítulo NUEVE, de Brian K. Vaughan y Fiona Staples - 5/5

4/5

 

♥FEBRERO♥

  • Su mano sobre mi frente, de Nafisa Haji - 4.5/5
  • Abandono Las intermitencias de la muerte, de José Saramago, tras un 25 % de lectura
  • Los primeros cuentos de Proyectos de pasado («Una herida esquemática», «Aves voladoras para el consumo», «En el campo» y «Reportaje», abandonado a la mitad), de Ana Blandiana - sin puntuar
  • Suicidio, de Édouard Levé - 5/5
  • El cuento del cortador de bambú, libro anónimo traducido al castellano por Kayoko Takagi - 3/5
  • Memorias de un gato tonto, de Luis Blanco Vila - 4.5/5
  • Leo la primera mitad de Los salmos fosforitos, de Berta García Faet, pero no entiendo nada y lo dejo
  • Los gatos del Perich, de Jaume Perich - 4/5

4.2/5

 

♥MARZO♥

  • Fuego la sed, de María Sánchez - 5/5
  • El corazón de la serpiente, de Ivan Efremov - 3.5/5
  • Segunda oportunidad a Los salmos fosforitos, de Berta García Faet, leído a la par que Trilce, de César Vallejo - 3.5/5 y 2.5/5, respectivamente
  • Empiezo Una nueva vida, de Lucia Berlin, y me leo la primera parte (cuentos)
  • Corazonada, de Berta García Faet - 4.5/5

3.8/5

 

♥ABRIL♥

  • Termino de leer Una nueva vida, de Lucia Berlin - 5/5
  • Saga: volumen DIEZ, de Brian K. Vaughan y Fiona Staples - 5/5
  • Empiezo el tercer volumen de la correspondencia de Sylvia Plath
5/5

 

♥MAYO♥

  • Inocencia interrumpida, de Susanna Kaysen - 5/5
  • Lo que ellos dicen o nada, de Annie Ernaux - 3.5/5
  • Continúo leyendo la correspondencia de Sylvia Plath

4.25/5

 

☼JUNIO☼

  • Un gato callejero llamado Bob, de James Bowen - 5/5
  • Biblioteca Sandman: Fábulas y reflejos, de Neil Gaiman (escritor) y Bryan Talbot, Stan Woch, P. Craig Russell, Shawn McManus, John Watkiss, Jill Thompson, Duncan Eagleson y Kent Williams (dibujantes) - 3/5
  • Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar, de Luis Sepúlveda - 4.5/5
  • El verano del inglés, de Carme Riera - 5/5
  • Continúo leyendo la correspondencia de Sylvia Plath (termino 1955)

4.375/5

 

☼JULIO☼

  • La gata sobre el tejado de zinc caliente, de Tennessee Williams - 5/5
  • El verano sin hombres, de Siri Hustvedt - 4.25/5
  • El corazón condenado, de Clive Barker - 2.25/5
  • ¿Por qué es divertido el sexo?, de Jared Diamond - 4.75/5
  • Lo que muere en verano, de Tom Wright - 4.5/5
  • Retomo la correspondencia de Sylvia Plath (iba a hacer un parón veraniego)
  • La gata del soltero, de L. F. Hoffman - 1.5/5
  • En el corazón del bosque, de John Boyne - 4.5/5
  • Leo la primera mitad de La mujer que llora, de Zoé Valdés

3.821/5

 

☼AGOSTO☼

  • Termino La mujer que llora, de Zoé Valdés - 4.25/5
  • Agosto, de Tracy Letts - 5/5
  • Leo los primeros cuentos de Brasas de agosto, de Luis Mateo Díez, pero no me termina de enganchar
  • Termino el tercer volumen de la correspondencia de Sylvia Plath - 5/5
  • La mujer endemoniada, de Jim Thompson - 4.25/5
  • Una mujer sin importancia, de Oscar Wilde - 4/5
  • Mortadelo y Filemón: Corrupción a mogollón, de Francisco Ibáñez - 4.5/5
  • Empiezo a leer Una noche en el paraíso, de Lucia Berlin
  • Yo, la mujer del talibán, de Dimitra Mantheakis - 5/5
  • simplemente caminando, de Conchín Soriano - 3.5/5
  • La tienda de los suicidas, de Jean Teulé - 3/5
  • Los caníbales (Mangez-le si vous voulez), de Jean Teulé - 4/5

4.275/5

 

☼SEPTIEMBRE☼

  • Tres sombreros de copa, de Miguel Mihura - 2.5/5
  • 30 días tenía septiembre (selección cuentos de ciencia-ficción), de Robert F. Young, Ray Bradbury, Isaac Asimov, Robert Abernathy y Algis Budrys -  4.25/5
  • Abandono El color púrpura, de Alice Walker, con la posibilidad de retomarlo en otra ocasión
  • Antología de poetas estadounidenses: desde Emily Dickinson a Sylvia Plath (1830-2012), vv. aa. - 4/5
  • Termino Una noche en el paraíso, de Lucia Berlin - 3.75/5

3.625/5

 

♥OCTUBRE♥

  • El camino rojo y otros cuentos, de Ana Basualdo - 3.25/5
  • Mesalina, de Fabrizio Dentice, abandonado justo al final - 2/5

 2.625/5

 

♥NOVIEMBRE♥

  • Tiernos y traidores, de Susana Fortes - 4.25/5
  • Como agua para chocolate, de Laura Esquivel - 5/5
  • Historia del corazón, de Vicente Aleixandre - 3.5/5
  • La niña de sus ojos, de Jessica Barksdale Inclán, leído por encima - 1.5/5

 3.563/5

 

♥DICIEMBRE♥

  • Cómo pensar más en el sexo, de Alain de Botton - 3.5/5
  • La muerte: un amanecer, de Elisabeth Kübler-Ross - 0.5/5
  • Abandono Soledades y otros poemas, de Luis de Góngora, casi a mitad
  • El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, de Oliver Sacks - 4.5/5
  • El gato, de Georges Simenon - 4.5 (porque creo que no entiendo el final)
  • Empiezo algún libro más, como los diarios de Iñaki Uriarte o el Antimanual del sexo de Valérie Tasso, pero decido no leer nada hasta nuevo año


3.25/5 


NOTA MEDIA: 3.9/5

sábado, 16 de noviembre de 2024

ÉRASE UN PEJE ESPADA MUY BARBADO*

*Francisco de Quevedo
«Soneto a una nariz»
 
 
que cruzó el océano atlántico
sólo para venir hasta mí
 
balanceando de lado a lado
su esqueleto de madera
 
y con la punta de su nariz
me tocó el corazón
 
como en el amor
 
tengo que tener mucho cuidado
porque a veces se le despegan las patitas

martes, 15 de octubre de 2024

NOCTURNA

arriba y abajo tu pecho
meciéndose al compás de tu respiración
la palma de mi mano tendida
 
sobre ese bello acordeón
 
el aire que expulsas sigiloso por la boca
es el mismo aire al que yo aspiro
acerco lentamente mi rostro al tuyo
 
 tú duermes, yo vigilo
 
arriba y abajo tu caja torácica
sobre ella trazo un corazón
pequeño pero certero
 
sobre tu corazón
 
el aire que inhalas arduamente por la nariz
es el mismo aire con el que yo suspiro
acerco tiernamente mi rostro al tuyo
 
tú duermes, yo te miro

miércoles, 14 de agosto de 2024

HASTA LUEGO, Y GRACIAS POR LAS GALLETAS

La consulta estaba y sigue estando muy cerca de una de las estaciones de metro que hay en el centro, y como mi apartamento de treinta y cinco metros cuadrados de independizada primeriza también estaba cerca de una boca de metro, pues me venía de lujo. El piso era más pequeño que el de mi anterior psiquiatra, pero estaba mucho mejor iluminado. La entrada era grande y lo primero que había a la derecha, nada más pasar por la puerta, era un mostrador con una secretaria sentada de cara a un ordenador que se encargaba de atender las llamadas telefónicas, realizarlas, dar citas y cobrar el precio convenido a los clientes, entre otras cosas. A mano izquierda había una puerta que daba al cuarto de baño, lugar que no pisé, de nuevo, por miedo a que me dijeran que tenía prohibido el acceso (es decir, a hacer el ridículo), a pesar de que vi a más de un cliente traspasar el umbral.
        La entrada era grande precisamente porque era también la sala de espera, con una decena de sillas típicas de sala de espera, un revistero con folletos sobre la salud mental y un par de plantas decorativas. Una limpiadora se encargaba de dejarlo todo aseado por la mañana, a eso de las nueve, con ayuda de la propia secretaria, que le facilitaba la faena para que no hiciera trabajo de más (como limpiar una consulta que no había sido utilizada desde la última vez que fue limpiada y, por tanto, no era necesario repetir el proceso). Había un total de tres y la mía era la que estaba más al fondo, escondida detrás de una pared. Era más pequeña que la consulta de mi anterior psiquiatra pero, de nuevo, mucho mejor iluminada. La consulta además era bastante austera, aunque no por ello la decoración dejaba de ser bonita, simplemente menos recargada. Las sesiones costaban ochenta euros, pero como quería verme cada semana decidió bajármelo diez euros. Según dijo.
        Al principio, que quisiera verme cada semana, me pareció algo positivo: significaba que quería saber de primera mano cómo iba evolucionando. Gracias a ello, por ejemplo, me ajustaba las dosis cada siete días y no cada tres meses. Poco después vi que también significaba correr. Si me pedía que llamara por teléfono a un familiar, tenía que hacerlo sí o sí esa semana, puesto que en la siguiente cita iba a tener que narrarle la experiencia; si me pedía que socializara un poco en el trabajo, que contara alguna batallita, como hacían los demás, tenía que hacerlo sí o sí en el siguiente turno para poder contárselo después; si me pedía que quedara con alguien, más de lo mismo. Esto me hizo tener miedo de fallarle, de que si no lograba equis tarea ella pensara que no estaba poniendo suficiente empeño en mejorar, y empecé a mentirle muy pronto; le decía, por ejemplo, que había quedado con una amiga y, aunque con cierta ansiedad, en general lo había pasado bien.
        De todas formas, sí intenté seguir el tratamiento. La mayor parte de las veces. Intenté hacer las meditaciones, a pesar del escepticismo y el aburrimiento; hablar por teléfono, sólo que en vez de llamar lo hacía a través de mensajes de texto; seguir en contacto con algunas viejas amigas por Instagram; seguir en contacto con mi familia gracias a alguna que otra visita esporádica; salir de casa para tomar el aire y no sólo a Consum... Yo lo exageraba, claro: le decía que había hablado por teléfono en vez de por WhatsApp, le decía que había hablado en persona en vez de por teléfono. Necesitaba que siguiera creyendo en mí, y para eso necesitaba alimentar mis progresos, que viera que su método funcionaba. Y estoy segura de que así lo pensaba en parte porque, cuando dejé de ir después de tres meses y medio de visitas semanales, estuvo siete días enteros llamándome por teléfono, buscándome, intentando averiguar por qué me había ido.
        También intenté serle sincera, dentro de lo posible, sabiéndome mal decirle que me quería morir y por tanto no sacando el tema. Quiero decir: no le hablé de las veces que intenté cortar mis venas, pero cuando mi ánimo volvió a decaer drásticamente se lo comuniqué y ella me aumentó la dosis de los antidepresivos. Lo mismo pasó cuando mi ansiedad subió de nivel por ciertos motivos concretos y ella me dio otras pastillas que podían o no funcionar y que yo podía o no tomarme dependiendo de cómo me sintiera en el momento o qué iba a hacer a lo largo del día que pudiera causarme ansiedad.
        No le conté, al igual que a mi anterior psiquiatra, que las pastillas para dormir me provocaban alucinaciones, llegando incluso a temer por mi vida e integridad física, pensando en alguna ocasión que iban a violarme, momento en el cual yo procedía a encender todas las luces y a esconderme en el cuarto de baño (única estancia independiente de mi hogar) para llorar acurrucada hasta que se pasaran el miedo o las voces. Tampoco que a veces escribía en mi diario sin percatarme, sin ser yo parte consciente de la historia, o que en vez de algo tan inofensivo como una frase puntual en una libreta que sólo yo iba a leer era un mensaje privado a una persona real que después me contestaba sin saber que le había escrito bajo los efectos de una droga legal. Pero cuando dejaron de funcionarme se lo hice saber para que me pusiera remedio, para que me recetara otra cosa aparte o como aditivo, y ella me aconsejó la melatonina, para que la tomara junto con el Zolpidem.
        Me vais a permitir ahora hacer un pequeño paréntesis, en parte porque me gustaría saborear estas últimas horas, para contaros una anécdota relacionada precisamente con esto, con la melatonina.
        Cuando me la recomendó, yo no había oído hablar nunca de ella. No sabía ni dónde se compraba ni cómo ni en qué formatos se vendía. Sobres, cápsulas, comprimidos efervescentes. ¡No sabía nada! Y al salir de su consulta ese día, yo seguí exactamente igual de ignorante que al principio. Como no me imaginaba que la melatonina pudiera ser algo que se compra sin receta, creía firmemente y con el decaimiento que ello conlleva que a la doctora se le había olvidado hacerme el papelito; así que durante toda esa semana no me acerqué a la farmacia y, en la siguiente cita, cuando ella me preguntó, por miedo a parecer tonta por no haber sabido comprar la melatonina, le dije que había estado durmiendo mejor gracias a esa nueva ayuda.
        Lo bueno es que sólo fue una semana y, justo después de la siguiente consulta, sí me atreví a ir a una farmacia donde, gracias a una farmacéutica muy amable, pude adquirir las que son como golosinas, que parecen menos medicamento y más tentempié de antes de irte a la cama. Porque después de estar tanto tiempo medicándome día sí día también he acabado por aborrecer hasta la píldora más minúscula y ahora incluso evito tomarme un Paracetamol cuando siento fuertes dolores menstruales. Lo malo, claro, es que al parecer simples chucherías no me sentía culpable a la hora de tomarme otra dosis (y otra y otra y otra) hasta que por fin parecían hacer efecto.
        Una noche, cuando los antidepresivos funcionaban y yo llevaba unos días sintiéndome más animada, contenta de estar viva, con fuerzas y convencimiento real de poder conseguir cualquier cosa que me propusiera, cogí una de las cuchillas que utilizo para rascar la grasa de la cocina de inducción y empecé a cortarme la muñeca y el antebrazo. Pensaba, en ese momento, que podía con todo; que no había nada que fuera capaz de pararme aunque fuera ligeramente, que yo mandaba en mi vida, que por fin era capaz de suicidarme. A la mañana siguiente, analizando la escena, pensé que si de todas formas el resultado iba a ser el mismo, que si mi estado depresivo no tenía nada que ver y el deseo de matarme estaba ahí independientemente de mi estado de ánimo, no valía la pena seguir yendo a la consulta de una psiquiatra que intentaba por todos los medios posibles hacerme feliz.
        Pero no fue ahí cuando abandoné, sino cuando me volví a quedar sin trabajo y me di cuenta de que estaba pagando setenta euros a la semana por unas sesiones de diez minutos en las que ya casi nunca decía la verdad.
        Al principio, como siempre, no hubo grandes cambios. Ahorré en gastos, que nunca viene mal. Pronto empezó a costarme más dormir, claro, por haberme quedado sin pastillas; la melatonina por si sola no funcionaba y para el hipnótico necesitaba receta. Pero esto era algo que yo ya tenía asumido que iba a ocurrir. Entonces, a las dos semanas o así, mi cuerpo empezó a notar los síntomas de haber dejado los antidepresivos, algo que ya había experimentado anteriormente pero a lo que parece que una nunca se acostumbra. Vómitos, mareos, temblores, un dolor de cabeza extraño, como si hubiera algo atravesándomela, llantos incontrolados, irritabilidad, nuevos tics nerviosos. El síndrome de abstinencia es distinto para cada persona; no existe una ciencia exacta en cuanto a la recuperación, salvo que al final siempre se sale. Siempre, claro, que vivas lo suficiente para verlo.
        Hoy, aquí y ahora, ya se me ha pasado. Mi cuerpo ha olvidado por fin lo que fue una vez medicarse y ahora trabaja de manera regular. Apetito escaso, vértigos puntuales, dolor de cabeza normal, como si hubiera algo aplastándomela, llantos silenciosos, los tics nerviosos de siempre, con los que ya casi me siento reconfortada. Ahora incluso vuelvo a admitir que necesito buscarme otra psiquiatra.
        Me llamo Sara y soy acólita. No en sentido físico, sino más bien psíquico. A día de hoy no creo que pueda dejar de serlo. Quizá en unos años no necesite depender de una médica o un medicamento, pero de momento prefiero no dejar a mi cerebro a cargo del libre albedrío. Y no creo que haya nada malo en ello. Sé que con el paso de los años he mejorado en muchos aspectos, aunque haya otros tantos que se han agudizado. Por ejemplo ahora vivo sola y sin depender económicamente de nadie, pero es precisamente por estar viviendo sola por lo que no dudo en descuidar, entre otros, la higiene del hogar. También sé que avanzar lento es avanzar y que no pasa nada por necesitar ayuda, aunque a veces le dé la espalda a quien me la conceda. Por ejemplo las veces que he acudido por voluntad propia a un profesional y lo he terminado dejando. O que retroceder no es sinónimo de fracaso y que siempre hay más oportunidades para volver a intentarlo con más tranquilidad. Por ejemplo las veces que he contactado por voluntad propia con un profesional y lo he terminado ignorando. No sé, todas estas cosas me parecen importantes y decirlo en voz alta, un logro. Pero bueno, creo que ya he acaparado suficiente por hoy el micro.
        ¿Alguien más quiere hablar?

domingo, 14 de julio de 2024

FF0000

Un día, después de que el chico con el que hasta hacía poco me acostaba me dijera que lo mejor que podía hacer era buscar apoyo en la medicina, me atreví por fin a ponerme en contacto con un psiquiatra.
        Aproveché que habían disminuido momentáneamente las medidas de seguridad para pedir cita, ya que por culpa de la pandemia la mayoría sólo pasaba consulta a través de Internet y yo no iba a abrirme una cuenta en Skype para hablar desde el ordenador de la salita donde cualquier miembro de mi familia pudiera escucharme.
        Por la imagen que aparecía en la página web, me pareció demasiado mayor, muy alejado de mi generación y, por tanto, menos dispuesto a comprender. Pero su profesión precisamente lo obligaba a ello y, como no somos nosotros los que juzgamos, decidí deshacerme de mis prejuicios y darle una oportunidad. Como cuando quedas con alguien de Tinder en la vida real: no sólo no se parecía al hombre de la fotografía, sino que además era bastante más mayor.
        La cita, si mal no recuerdo, estaba programada a las ocho y media de la tarde. Yo llegué puntual, como siempre que intento llegar antes de la hora porque me da miedo llegar tarde. Me abrió una enfermera vestida de enfermera (esto es: pijama blanco de hospital) y me dejó en la entrada. Después pasé a un despacho bastante lúgubre y vacío donde me senté a esperar. Entonces la misma enfermera que ya me había dejado sola dos veces se sentó a la mesa y me hizo unas cuantas preguntas de rigor, imagino que para pasarle la chuleta al doctor y que éste no me recibiera en su consulta sin saber nada de mí. Luego salimos del despacho y me llevó a una pequeñísima sala de espera donde volvió a dejarme sola por tercera vez.
        La enfermera me dijo qué doctor me atendería, me dio su nombre y apellido, pero al parecer los dos psiquiatras que allí trabajaban eran padre e hijo, así que me quedé igual. Me pidió además que tuviera paciencia, que esperara a que me llamaran para pasar a la consulta, y que si quería podía cambiar de canal, ya que no iba a entrar nadie más en la salita. Le di las gracias y me senté en el extremo izquierdo del sofá, de cara a la televisión. Casi todos los muebles eran de color marrón, y no sólo los de la sala de espera, sino los de toda la casa. El piso era grande y con muchas habitaciones, mínimo seis, aunque dos de ellas fueran muy pequeñas. Desde donde yo estaba, podía escuchar cómo hablaba una pareja en la otra sala de espera, cómo conversaban con la enfermera como si fueran ya clientes habituales, cómo reían, cómo pasaba el tiempo y seguían sin marcharse a casa. Yo me puse a mirar la televisión, intentando calmar los nervios que me acechaban, y decidí no cambiar de canal por temor a que los demás lo supieran y empezaran a criticarme por poner alguna serie o película poco convencional. Así que estuve viendo Ahora caigo y supongo que después Pasapalabra, ya no me acuerdo, porque era el canal que estaba puesto. También bajé el volumen para molestar lo menos posible.
        Cuando ya hacía rato que se habían hecho las nueve y media de la noche y mi parálisis luchaba contra mis ganas de salir de allí y volver a casa sin despedirme, la misma enfermera que había estado paseándome de aquí para allá vino a llamarme. Atravesamos un largo y triste pasillo y me metió en la habitación del fondo, una de las más grandes, donde se encontraba el que sería mi psiquiatra sentado a su mesa. Ahí fue cuando me enteré de que, a pesar de mis dudas acerca de la edad del doctor cuyo rostro salía en la página web, me había tocado otro más mayor y, por tanto, aún más alejado de mi generación.
        Una vez dentro, las preguntas de siempre. Dónde vives, con quién, háblame de tus padres, de tu familia más cercana, de tu infancia, ¿con quién te has acostado?, nunca has tenido novio, ¿no?, cómo vas a tener novio si tú misma dices que no hablas, entiendo, ¿cómo duermes por las noches? Me recetó Stilnox para dormir y Anafranil, un antidepresivo que, según entendí, él también se tomaba. Me dijo que esperara sequedad en la boca y estreñimiento, que él mismo llevaba siempre consigo una botella de agua para lo primero, que sólo sería mientras se estuviera acostumbrando el cuerpo al medicamento, que entonces los efectos adversos pasarían a la historia, aunque no fueron estos los que noté. ¿Tienes carnet de conducir? No. Y ¿cómo piensas irte a casa? En autobús. ¿Hay autobuses a estas horas? Sí.
        Por culpa de esta primera mentira, al salir definitivamente de la consulta, tuve que correr hasta la parada del metro más cercana, esperando que llegara enseguida y así no tener que correr hasta Plaza España. Una vez bajo, vi que el siguiente metro pasaba en unos quince o veinte minutos, así que volví a subir corriendo las escaleras y fui lo más veloz que pude sin sentir que hacía el ridículo hasta la parada del autobús. Una vez allí, cogí el primero en llegar, que no era la línea que me llevaba a casa, y le pregunté al conductor si sabía si vendría el 160 o ya había pasado el último. Como me dijo con cara de preocupación que ya no había más autobuses, le dije que no pasaba nada y me senté al lado de la ventana. Bajé casi a las doce de la noche en el pueblo de al lado y, guiándome por mi instinto entre la oscuridad, llegué sana y salva a casa, preguntándome si sería o no capaz al día siguiente de ir a la farmacia.
 
*
 
Siéndoos totalmente sincera, creo que como profesional era muy bueno. Su forma de hablar, de indagar en mi vida sin hacer que me sintiera violenta, de darme ánimos («tiempo al tiempo, paciencia y fuerza», me dijo la primera vez al salir de su consulta), su manera de explicarme las cosas para que yo las entendiera. No sé... supongo que con los años había adquirido cierta experiencia que otros no tienen y se notaba. Por eso me dolió tanto dejarlo y ojalá me lo hubiera pensado un poquito mejor, pero lo hecho hecho está y no vale la pena flagelarse por ello.
        Costaba ciento ochenta euros la sesión, pero daba cita cada dos o tres meses (mi siguiente psiquiatra me cobraba setenta a la semana, es decir, dos cientos ochenta euros en un solo mes), así que creedme, aunque tuviera que aflojar demasiado de golpe: compensaba. No compensaba, precisamente, la espera. Recuerdo que, cuando mi segunda psicóloga me daba cita en dos semanas exactas, me parecía demasiado pronto; pero cuando alargaba a tres me parecía una eternidad. Entiendo que el doctor quisiera volver a verme después de que el antidepresivo empezara a surtir efecto porque si no no había mucho que hacer (la terapia era noventa y nueve por ciento medicación), pero aun así era mucho tiempo como para poder habituarme a ir al psiquiatra y no era bueno para mí. (Sí, podía llamarlo por teléfono cualquier día de la semana a cualquier hora siempre que lo necesitara; pero, seamos realistas, no iba a hacerlo).
        En la segunda visita, ya casi terminado el verano, me preguntó por mi rutina diaria y yo no supe qué contestarle. Me puso como ejemplo la suya: levantarse de la cama, tomarse un café, leer el periódico (esto quizá me lo acabo de inventar, ¿se siguen vendiendo periódicos en papel?), y yo seguí sin saber qué decir porque ni siquiera desayuno todos los días; así que se me ocurrió la brillante idea de empezar a utilizar una libreta para anotar qué hacía en cada momento. De esta forma quizá, en la siguiente cita, pudiera contarle algo más. Después me preguntó qué tal estaba durmiendo ahora que me había unido al club de los hipnóticos y yo no le dije que a veces las pastillas me provocaban alucinaciones terribles pero que tampoco podía dejar de tomarlas porque entonces tenía pesadillas aún más terribles, por lo que le medio mentí diciendo que funcionaban bien (casi siempre lo hacían). También me duplicó la dosis de los antidepresivos, cosa que ya me había advertido que iría haciendo a lo largo de las sesiones, con forme me fuera habituando a ellos, para no sufrir demasiados efectos secundarios.
        Tras salir de su consulta me dirigí a la entrada a través del largo pasillo para esperar a la enfermera. Allí me quedé de pie mirándome fijamente en el espejo y de reojo a la cámara de seguridad hasta que vino ella con el sobre blanco que contenía mis recetas y un papel impreso en el que ponía cuándo sería mi próxima cita y las instrucciones para medicarme. Después de repasarlo bien todo, le di el dinero en efectivo (al contrario que la anterior, esta vez me acordé en seguida) para que ella me diera a mí el sobre y poder así meterlo torpemente y mal doblado en mi bolso. Bajé por las escaleras, salí a la calle y me dirigí tranquilamente hasta la parada del autobús.
        Fue unas semanas después cuando tuve la brillante idea de mudarme. Necesitaba huir de casa de mis padres y tenía lo que yo consideraba suficiente dinero ahorrado para salir del paso; aunque me había quedado recientemente sin trabajo, yo sabía que no pasarían muchos meses antes de que me volvieran a llamar, así que no había motivos por los que esperar.
        Busqué en diferentes páginas de Google hasta dar con una habitación bastante amplia en un piso bastante grande y bonito muy cerca de Plaza España y, por tanto, de una parada de metro y varias de autobús. Compartiría cocina y cuarto de baño con otras tres o cuatro personas, pero era un comienzo. «¿Qué es lo peor que puede pasar?», escribí el catorce de octubre en mi diario, «¿Que me digan que no me quieren alquilar porque actualmente no tengo trabajo? Pues vale, me busco otra habitación». Al día siguiente, tras muchos ensayos y muchos mensajes descartados, conseguí escribir al número que aparecía en el anuncio y concerté una cita. El viernes de esa misma semana, vi el piso y quedé maravillada con el espacio y la iluminación; pero como era la primera vez que hacía algo así no supe qué preguntas específicas hacerle al dueño y éste pensó que en realidad no estaba interesada. Quedamos en que le haría saber si me quedaba o no una de esas dos habitaciones que tenía libres, pero a la semana siguiente encontré otro piso mejor acerca del cual sí supe preguntar y no volvió a saber de mí.
        Una vez hube firmado el contrato de alquiler en el banco de madera que había plantado delante de la misma puerta del patio, vino lo más difícil: decírselo a mis padres. Así que, en vez de eso, lo primero que hice fue empezar a llevar poco a poco cosas a mi nuevo piso, principalmente ropa y libros, para ver si la presión me podía y acababa confesando. Cuando se suponía que llevaba ya casi dos semanas viviendo por mi cuenta, después de haber pagado media fianza y el primer mes de alquiler, decidí que lo mejor era empezar por mi hermano, en quien normalmente me sentía apoyada, para que después él me respaldara a la hora de contárselo a nuestros padres. Pero en vez de respaldarme se enfadó conmigo, quizá porque no quería que su hermana pequeña fuese la primera en marcharse, «así que al final no se lo dije a mis padres», escribí nueve días más tarde. «En su lugar, decidí que lo mejor era morir». Como podéis comprobar, paso de cero a cien en menos de medio segundo. Y lo cierto es que me pasé la comida tratando de que no me vieran llorar al mismo tiempo en que pensaba que esa misma tarde me suicidaría dando todo por finalizado. Total, qué otra cosa podía hacer.
        Ahora lo pienso y la verdad es que ese día cometí muchos errores. El primero y más grave fue decirles a mis padres que llegaría para la cena.
        Allá a las cinco de la tarde cogí todas mis pastillas y las recetas que me quedaban por canjear en la farmacia y me despedí diciendo que había quedado. Si les hubiera dicho que cenaba fuera, puede que ahora mismo no estuviera aquí contándoos nada de esto. O puede que sí porque creo que mi segundo error fue, precisamente, tomar demasiadas pastillas y acabar vomitándolas.
        Como era sábado, no encontré ninguna abierta y, harta de buscar farmacias, me fui directa a mi nuevo estudio: una habitación de casi treinta y seis metros cuadrados con una llamada cocina office que en realidad no era tal y un pequeñísimo cuarto de baño para mí sola. Una vez allí volví a guardar todas las cosas que había ido llevando poco a poco para devolverlas a casa de mis padres, no pensando en la muerte sino en que al final no iba a mudarme. Mientras todo esto ocurría, yo lloraba y lloraba. Lloraba en la calle, lloraba en el autobús, lloraba subiendo los tres pisos de escaleras, lloraba metiendo mis libros en diferentes bolsas de tela, lloraba cerrando con fuerza las cremalleras de mi mochila. Entonces, sobre las seis y media, cuando hube terminado de desinstalarme, me tomé todas las pastillas de Anafranil que me quedaban, casi media caja de Stilnox (al final no pude canjear el resto de las recetas), una decena de Diacepames, un orfidal, una pastilla blanca y ovalada cuyo nombre desconocía y siempre desconoceré y cuatro pastillas redondas y marrones que parecían Lacasitos pero que no sabían a chocolate. Tras esto me tumbé en la cama de colchón viscoelástico con la que contaba el estudio y me puse a llorar. De repente me entró pánico y se me quitaron de golpe todas las ganas de morir que tenía. Me tapé con la fina colcha color hueso que venía dentro de uno de los armarios y me acurruqué llorando y temblando cada vez más hasta que prácticamente me dormí o perdí conciencia de mí misma. A partir de aquí lo único que recuerdo son breves fragmentos de lo que ocurrió aquella tarde-noche.
        Supongo que, al ver que no llegaba para la cena, me llamaron por teléfono (mi tercer y creo que último error fue no ponerlo en silencio, en cuyo caso jamás habría contestado) porque tengo una imagen de mí bajando las escaleras mientras le digo a mi padre en qué calle puede encontrarme. Iba tan colocada que cuando me vieron a través de la ventanilla del coche sin mascarilla lo primero y único que pensaron fue que estaba borracha. Al día siguiente me desperté en mi cama y él estaba sentado a mi lado. Según tengo entendido me desmayé y probablemente me caí, ya que encontré un moratón en mi cadera izquierda y me dolía mucho ese mismo lateral de la cabeza, como si me hubiera dado un golpe. Pero creo que ni siquiera me llevaron al hospital, cosa que habría agradecido por mil razones distintas. Por supuesto, después de esto, tuve que contarles lo del piso. Y la cosa no fue mal, aunque siguieron pensando que me había ido de fiesta y me había pasado de rosca con el alcohol. Incluso después de decirles que no había bebido nada.
        «El lunes por la mañana», escribí nueve días después en mi diario «fui al piso a ver si encontraba mi bolso (me lo dejé allí junto con la cartera, pero me traje la mochilita con las cosas que había dejado en el estudio). Me daba miedo haber roto algún mueble, la verdad, y que tuviera que decírselo al casero; por suerte no lo hice. Lo que sí hice, al parecer, fue vomitar y tratar de limpiarlo (vi un trozo de vómito en el suelo que pude limpiar sin dificultad alguna y un rollo de papel higiénico sobre la cama, probablemente de intentar limpiarlo sin mucho éxito mientras me encontraba bajo el efecto de las pastillas). Lo que no sé es si vomité aposta o sin querer (supongo que sin querer, pero deseándolo)». También encontré el pez espada que me regaló el chico con el que aún no sabía que había dejado de acostarme sobre la mesa, totalmente intacto salvo por una aleta perdida. Afortunadamente la encontré enseguida justo debajo de la mesa y se la puse, y palpando la madera pude hacer un poco más de memoria y recordar que justo después de tomarme todas las pastillas le había enviado un mensaje, un mensaje de lo más simple preguntándole cómo estaba, si estaba bien, y que me había contestado. Luego fantaseé con que quizá podría invitarlo a mi piso para hablar y contarle todo esto, pero nuestra relación terminó antes de que pudiera hacerlo.
        Una vez me hube mudado del todo, abandonando, esta vez sí, la casa de mis padres para siempre, decidí que no volvería al psiquiatra. «¿Cómo van a saber qué medicinas necesito si no me hacen pruebas?», anoté el veintitrés de diciembre, «¿Todos los antidepresivos sirven para todas las depresiones? ¿Cómo puede saber lo que tengo en sólo una sesión?». De repente me volví escéptica (como ya me había ocurrido en el pasado) recordando que yo misma en el trabajo había llevado a pacientes a que les hicieran un TAC porque de un día para otro les había caído encima la tristeza y los médicos querían ver que les estaba ocurriendo dentro de sus cabezas. «¿Por qué no pueden a mí hacerme un TAC? ¿Por qué no pueden llevarme a mí al hospital para que me ayuden?».
        En el fondo lo único que ocurría era que me daba miedo tener que confesarle a ese pobre hombre que trataba de ayudarme que había intentado matarme con todo lo que él me había recetado, así que la tomé con su forma de ejercer la medicina. Le envié un mensaje por WhatsApp a la enfermera, que era quien gestionaba las citas, diciéndole que no podría acudir a la siguiente cita y supongo que tampoco le di la opción de adjuntarme otra fecha, así que ella me habló muy enfadada y yo acabé bloqueando su número de teléfono.

viernes, 14 de junio de 2024

DEL GRIEGO ΨΥΧΟ- (PSYCHO-); DEL LATÍN EMOTIO, -ONIS

Esto fue en dos mil diecisiete, y hasta dos años después no volví a intentarlo.
        La encontré en Internet, en una de las tantas páginas poco fiables sobre médicos privados que existen. Focalicé la búsqueda en una ciudad concreta et voilà. No era la primera, pero sí la única sin una foto personal de perfil; esto me dio confianza, ya que al menos sabría que no la estaba eligiendo por su sonrisa amable o su mirada persuasiva, sino por su experiencia. Contaba con la opción de pedir cita online, cosa que siempre viene bien si tienes ansiedad social y te es imposible hacer una llamada telefónica, se ubicaba en una dirección a la que podía llegar sin dificultad alguna y la primera sesión era gratis: ¿qué podía salir mal?
        Esta vez decidí no decírselo a nadie, ni si quiera a mis padres, esconderlo como un secreto o algo vergonzoso, un defecto del espíritu. Yo llevaba ya un año trabajando en el mismo puesto (mi primer y más largo contrato) y la situación en casa se había tranquilizado mucho; pero seguía contaminada por la tristeza, paralizada ante la vida, encerrada en el silencio.
        La consulta estaba, si mal no recuerdo, en un primer piso de una finca bastante antigua con una fachada bien bonita y muy cuidada. La que sería mi psicóloga medio compartía lugar de trabajo con otra colega suya: cada una en una habitación distinta, cada una con horarios también distintos. El apartamento no era precisamente grande pero sí suficiente. La entrada daba directamente a la sala de espera, que tenía un enorme ventanal como pared del fondo, justo detrás de un pequeño sofá en el que nunca llegué a sentarme por miedo a que sólo fuese decorativo. Los colores predominantes eran el gris y el blanco, con motas de color rosa claro dispersas por toda la estancia. Aparte del sofá, había tres o cuatro sillas que sí llegué a probar (tampoco era cuestión de esperar erguida), una lámpara de pie, un reloj de agujas colgado en la pared, un par de mesitas decoradas con flores de tela y un farolillo con una vela apagada dentro... Un paraíso para los ojos si no fuera por los excesivos ejemplares de Mr. Wonderful que se reproducían por toda la casa.
        También había un cuarto de baño en el que nunca entré, quizá por miedo a que yo como paciente no tuviera permitido el acceso, pero sobre todo por el temor que a veces aún me embarga de contemplar mi rostro en el espejo y ver que ya no lo tengo, o que sólo está a medias, o que me es completamente desconocido.
        Durante esa época me obsesionaba terriblemente esta idea. Mirarme en el espejo y descubrir que, en contra de toda lógica, mi aspecto había cambiado desde la última vez que lo vi. Por ejemplo encontrar una brecha enorme dividiendo mi cara en dos mitades casi exactas, como si mi piel estuviese hecha de tierra y hubiera habido un terremoto de magnitud seis en la escala de Richter. O ver un profundo agujero negro donde debería alojarse mi ojo izquierdo.
        Y no sólo a encontrarme desfigurada sino también, poco a poco, a la propia muerte. La obsesión por el suicidio que me había acompañado durante tantísimos años acabó convirtiéndose en un temor irracional a morirme de repente. Procuraba alejarme de los coches aparcados por si acaso había alguna bomba en ellos a punto de estallar, corría cada vez que cruzaba un puente para evitar la bala del francotirador, alzaba regularmente la vista al techo para comprobar si parecía o no que fuera a caérseme encima. Estoy segura de no ser la única en esta sala que ha pasado por este tipo de crisis, pero es que las cosas empezaron a ponerse... obsesivas. Esta clase de pensamientos derivaron en psicosis.
        De golpe empecé a tener un miedo excesivo a que se me rompieran los huesos. Por ejemplo hacer un movimiento demasiado brusco y que se me partiera el cuello; o coger objetos pesados, e incluso hacer un mal giro al masturbarme, y que se me rompieran las muñecas; caminar tranquilamente por la calle y que se me partieran las piernas. Me imaginaba cayendo en medio del paso de cebra y que un pobre transeúnte tuviera la obligación moral y legal de recogerme. O que ocurriera en mi dormitorio y no hubiera nadie en casa. Después empecé a temer el quedarme dormida, de noche, sola o acompañada, en la cama. Me daba miedo dormir de lado por si se me dislocaba el hombro; me daba miedo dormir boca arriba por si se me hacía añicos la caja torácica; me levantaba de repente y sobresaltada, en plena oscuridad, para palpar mi cuerpo y comprobar que no había nada roto en él, que mis clavículas seguían intactas, que mi cráneo no presentaba abolladuras. Al mismo tiempo intentaba convencerme, claro, de que mis sospechas eran infundadas, que no había motivos para que ocurriera semejante disparate; pero me era imposible evitar pensar de esa manera.
        Tampoco era este mi mayor temor. Del mismo modo que la cicatriz en el espejo, también me daba miedo descubrirme haciéndoles daño a los demás sin darme cuenta. Actuar sin percatarme de ello. Estar ahí sin saberlo, sin estarlo realmente, de nuevo, sin saberme parte de la historia. Por ejemplo pegarle un puñetazo a alguien de repente y sin motivo alguno en el transporte público. O tener un hijo y en un episodio de locura transitoria ahogarlo en la bañera. O estar haciendo las prácticas del carnet de conducir y provocar un accidente con más de un muerto y que ninguno de ellos fuera yo.
        Nada de esto le conté a la psicóloga; me sabía mal que creyera que estaba loca o peor: que estaba mintiendo. Yo sabía que estaba siendo irracional, que no tenía ningún antecedente de dicha índole como para creer que pudiera ocurrir, así que no pensé que fuera necesario decírselo, porque de todas formas no me diría nada que yo no supiera ya. A ella sólo le hablé del miedo al rechazo, a que se burlaran de mí, a hacer el ridículo delante de todo el mundo y que todo el mundo empezara a pensar mal de mi persona.
        Para mí el ridículo abarca un gran espectro de circunstancias. Desde resbalarme un día de lluvia y caerme de culo delante de un grupo de estudiantes de instituto (me ha pasado) hasta que me pillen robando un pintaúñas de setenta y cinco céntimos en un bazar (también me ha pasado). Además es algo que se mide con el doble rasero de: si lo hago yo es ridículo, si lo hacen los demás no. Tratar sin éxito de suicidarme es un buen ejemplo de ello. Dejarme la cartera en casa y darme cuenta justo cuando estoy en la caja o, como me ocurrió aquel día, olvidarme simplemente de que tengo que pagar, es otro.
        Como en esa época yo no estaba acostumbrada a pagar una consulta, al final de la segunda sesión, que fue la primera después de la de reconocimiento, estuve a punto de levantarme de la silla sin darle sus cincuenta euros. Afortunadamente para mí y mi autoestima, sólo hice la tentativa; porque ella se me quedó mirando fijamente a los ojos durante unos segundos y yo, por mucho que insistiera en que dicha acción era imposible de realizar, fui capaz de leerle la mente: saqué de mi cartera un billete naranja y lo tendí, un poco avergonzada, a sus manos.
        A sus manos también me puse yo (qué fino hilo cuando quiero) al aceptar intentar lo que generalmente se abrevia con las siglas TCC.
        La terapia cognitiva-conductual da por hecho que me paso el día consciente de lo que pienso (pienso y luego siento); pero no siempre es así. A veces la tristeza se instala en mi cuerpo sin ver siquiera una estrella fugaz recorriendo el cielo de mi mente, sin que una imagen (nítida o borrosa) se haya postrado ante mí. No hay pájaros revoloteando en mi cabeza, no hay polillas en mi estómago, no hay avispas en mi corazón. No soy consciente de que me haya ocurrido nada concreto, ni lo más mínimo, a lo largo del día; sólo estoy yo permaneciendo erguida en medio de mi habitación. A veces este pesar se instala en mi pecho nada más despertarme simplemente por haberme despertado, y ni siquiera recuerdo lo que he soñado, si es que he soñado. Quizá esté leyendo un libro, inmersa en el tercer capítulo de una serie de televisión o masturbándome tranquilamente dentro del cuarto de baño justo antes de empezar ducharme. Quizá este pesar me atraviese mientras me masturbo tranquilamente dentro del cuarto de baño justo antes de empezar a ducharme y yo ni siquiera tenga forma de saber por qué.
        Pero mi psicóloga creía firmemente que si analizaba cada pensamiento, si diseccionaba minuciosamente cada momento de mi vida, separaba la frase en mi cerebro del sentimiento que causaba del hecho que la había ocasionado del lugar en el que estaba de cómo había actuado, dejaría de tener miedo y, por tanto, empezaría a vivir. Para esto empecé a llevar una especie de diario en el que trataba de anotar la mayor información posible sobre cada oración condenatoria que rezaba mi cabeza. Por ejemplo, si había pensando que cierto grupito de personas se había reído de mí en la calle, tenía que escribir qué estaba haciendo (pasear por la calle) y qué había ocurrido exactamente (un grupo de chicas jóvenes cerca de mí se estaba riendo) y cuál había sido mi respuesta (llorar e insultarme a mí misma) y si había o no pruebas reales de que mi pensamiento fuera certero (en realidad no las había porque yo sólo estaba caminando por la calle y el grupo de chicas jóvenes parecía estar a su bola) y si había o no reaccionado de manera proporcionada (en realidad no porque, aunque fuera cierto que se reían de mí, no las conocía de nada y sólo era un grupo de crías de instituto aún por madurar) y, por tanto, de qué clase de pensamiento se trataba (conclusiones apresuradas: lectura de pensamiento).
        Por ejemplo, si pensaba que mi psicóloga me odiaba y no se preocupaba por mí, tenía que escribir dónde estaba (en la consulta) y qué había ocurrido exactamente (la psicóloga me ha llamado María) y cuál había sido mi respuesta (perder la fe en el tratamiento) y si era o no motivo de peso para generar dicho pensamiento (probablemente no, ya que sólo se ha equivocado de nombre y es mi segunda cita con ella) y si mi reacción había sido coherente con lo que había pasado (no porque el hecho de que se equivoque de nombre no quiere decir que sea una mala psicóloga, sólo que acabamos de conocernos) y, de nuevo, de qué clase de pensamiento se trataba (conclusiones apresuradas: error del adivino).
        Por ejemplo, si pensaba que él me quería, tenía que escribir por qué lo creía (por su forma de rozarme con los dedos de la mano, por cómo me miraba, cómo me apoyaba en los momentos difíciles, cuando la relación con mis padres se complicaba o cuando yo sentía que no valía para nada, que era preferible estar muerta, por su manera de hacerme ver que yo era mejor persona de lo que pensaba, que tenía que ser más indulgente conmigo misma, que tenía que tratarme bien, o por el tiempo que pasábamos en silencio, el uno junto a la otra, compartiendo el calor de nuestros cuerpos, desnudos, después de hacer el amor) y qué había hecho yo (ilusionarme) y si era o no motivo suficiente (al parecer no) y si había reaccionado de manera exagerada (sinceramente, no lo creo) y qué tipo de pensamiento había tenido (conclusiones apresuradas: lógica deductiva). Ahí me di cuenta de la rapidez de mis conclusiones, de lo que deduje que era culpable la ansiedad, pero sospechar la raíz del problema no significa empezar a desecharlas todas de manera automática.
        Los cambios de cita a última hora y su insistencia en que todo estaba en mi cabecita, como ella la llamaba, como si por ello mis sentimientos fueran menos válidos y nada de lo que creyera que ocurría pudiera ser real, son dos de los motivos por los que empecé a odiarla.
        Empecé a ocultarle información, bien porque no sabía cómo explicarme, bien porque no quería hacerlo. Me planteé incluso fingir una mejora a la par que buscaba otro psicólogo, pero me pareció una idea de lo más estúpida. Me planteé, no sé cómo, hacer que fuera ella la que dejara de darme citas. No sabía cómo conseguir despedirme (despedirla) y me daba miedo empezar a ir a otro profesional sin haber sido capaz de dejar a la primera y que luego me ocurriera lo mismo con este otro y empezara a acumular psicólogos como quien sufre el síndrome de Diógenes. Aparte, claro, de la pérdida de dinero. Supongo que se dio cuenta de que tenía pensado abandonar la terapia porque se me da fatal disimular, así que un día me dijo, sin venir a cuento, que si decidía dejar de ir yo dejaría de tener psicóloga, pero ella seguiría teniendo otros clientes. Fue el tercer motivo por el que empecé a odiarla.
        Un mes después de finalizar mi contrato de trabajo, me apunté a un cursillo gratuito sobre la higiene alimenticia a través del SERVEF; uno para parados, básicamente para salir de casa. Eran sesenta horas, cinco al día durante dos semanas, de lunes a viernes por la mañana. La buena o mala suerte hizo que justo el primer día me coincidiera con mi siguiente cita con la psicóloga, así que después de pensármelo mucho le envíe un mensaje vía WhatsApp para decirle que no podría acudir a nuestro encuentro, pero me abstuve de manera consciente de proponerle un cambio de día. Entonces ella me preguntó si quería que me diera otra cita o no, y yo me quedé en blanco, sin saber cómo darle una negativa por respuesta, hasta que ella me dio, consciente o no, el empujón que necesitaba escribiéndome que, yo ya lo sabía, tenía una agenda muy complicada. Cuarto y último motivo.
        Parece mentira, pero irse no es nada fácil. Por eso es importante saber aprovechar las pequeñas y repentinas oportunidades que se te brindan. Si tenéis, por ejemplo, la oportunidad de escaquearos de esa comida de fin de exámenes antes de sentaros a la mesa, adelante, no os lo penséis: hacedlo. Porque cuando ya os hayáis acomodado a la silla, cuando a vuestro alrededor estén recitando versos sueltos del menú y hayan germinado un par de sangrías en el centro, será demasiado tarde. Esa creencia tan extendida que dice que, por el simple hecho de exponerte a situaciones que te generan ansiedad o cualquier otro tipo de malestar, te acabarás habituando y al final, mágicamente y sin ningún otro tipo de herramienta, sólo por el puro costumbrismo, te habrás curado es falsa. Eso nunca pasa, siento ser yo la que os lo diga. Aunque esto tampoco significa que una tenga que dejar definitivamente de vivir; sólo hay que saber encontrar el punto intermedio.
        Por eso os pido que os marchéis, si de todas formas no sentís que estáis ahí realmente, porque un acólito observa, escucha, espera, sonríe y asiente, finge estar ahí. Un acólito finge estar ahí. Nadie se percata del fingimiento, de la representación teatral al aire libre, de la excesiva dramatización. Nadie se da cuenta de las veces que mira la hora en su teléfono móvil, o de las veces que desvía la mirada para ver si tiene la suerte de hacerse invisible y logra escabullirse entre las sillas sin que lo vean. Hace como que presta atención cuando en realidad está esperando a que alguien se ponga de pie para tener la excusa de marcharse también. Pero de aquí a que esto ocurra pueden pasar HORAS, y durante ese tiempo la cosa sólo puede empeorar.
        No digo que la primera persona en levantarse de la mesa vaya a preguntarle a la acólita si le apetece irse ya a su casa, pero siempre es más fácil decir «Yo también me voy» que «Yo me voy». El adverbio implica acumulación, una reiteración en el acto, una seguridad sin precedentes gracias, precisamente, a que hay precedentes: ya ha habido alguien que ha avisado de su partida, ¿por qué no iba a poder hacerlo una comensal más?, de donde salen dos salen tres. Por supuesto, en estas situaciones hay que ser rápida; de nada sirve esperar a que desaparezca por el horizonte la silueta del pionero para decir que tú también tienes que irte a casa, pues ese «también» pierde su validez con el paso del tiempo. Tienes que saber coger la oportunidad al vuelo antes de que se encuentre demasiado lejos como para tener que cogerla estirando el brazo.
        Así que el miércoles, veintisiete de noviembre, ya no tenía psicóloga. Pero no pasaba nada, decidí no desanimarme y empezar en seguida a buscar otra: si había logrado hacerlo una vez, por qué no iba a poder hacerlo otra. Esta vez sí había antecedentes y, creo, pensar que podría repetirlo no entraba dentro de la categoría de las conclusiones apresuradas; sobre todo porque la TCC se centra únicamente en los pensamientos negativos, si bien los positivos pueden ser igual de erráticos, y la respuesta a dicho pensamiento iba a ser algo productivo sí o sí aunque no consiguiera volver a pisar la consulta de un psicólogo en lo que me quedaba de vida.