leyendo los efectos adversos te das cuenta de que eres una entre cien pacientes Víctor te da el alta pero te pide que sigas tomándote los antidepresivos te están sentando muy bien ya apenas quieres herirte ya casi no te odias a ti misma ¿ese destello son tus ganas de vivir? también es conveniente que veas a Inés quizá cada tres semanas pero resulta que Inés ya no está trabajando le ha surgido un problema familiar del que no te ha contado nada por qué no te ha contado nada ¿no os llevabais tan bien? así que ahora tienes que ponerte a buscar otra psicóloga puedes aprovechar para reconciliarte con Marta ¿no teníais un vínculo especial? pero resulta que ya no tienes su teléfono lo enviaste a la papelera antes de que te hiciera más daño antes de que te quemara la piel así que ahora te toca escribir psicólogos Valencia en el recuadro blanco de la pantalla de Google descartar fotografías en la página de Doctoralia recordar a quiénes has besado y a quiénes has dejado tirados en la estacada para no repetir y sentir la vergüenza del reconocimiento la sonrisa burlona del sabía yo que volverías y entonces quizá, sólo quizá, encuentres lo que estás buscando
miércoles, 19 de febrero de 2025
domingo, 29 de diciembre de 2024
2024
Este año he querido ser más consciente de lo que leo e intentar no escoger libros que no vayan a gustarme; para ver si lo he conseguido, anotaré también la puntuación que haya puesto en GoodReads y al final del todo haré la media (los libros abandonados no contarán para la media, puesto que implican que he sido consciente y no he leído por leer):
♥ENERO♥
- Biblioteca Sandman: Juego a ser tú, de Neil Gaiman (escritor) y Shawn McManus, Colleen Doran, Bryan Talbot y Stan Woch (dibujantes) - 5/5
- Algo explotó acá adentro, de Macarena Álvarez - 5/5
- Apuntes sobre el suicidio, de Simon Critchley - 4.5/5
- Poemas sociales, de guerra y de muerte, de Miguel Hernández - 3.5/5
- El corazón es un lugar feroz, de Anita Nair - 4/5
- Poemas prohibidos, de Charles Baudelaire (dibujos de Gustav Klimt) - 3/5 (dibujos 5/5)
- Del inconveniente de haber nacido, de Emil Cioran - 3/5
- Las cuatro estaciones, de Ana Blandiana - 3/5
- Saga: capítulo NUEVE, de Brian K. Vaughan y Fiona Staples - 5/5
4/5
♥FEBRERO♥
- Su mano sobre mi frente, de Nafisa Haji - 4.5/5
- Abandono Las intermitencias de la muerte, de José Saramago, tras un 25 % de lectura
- Los primeros cuentos de Proyectos de pasado («Una herida esquemática», «Aves voladoras para el consumo», «En el campo» y «Reportaje», abandonado a la mitad), de Ana Blandiana - sin puntuar
- Suicidio, de Édouard Levé - 5/5
- El cuento del cortador de bambú, libro anónimo traducido al castellano por Kayoko Takagi - 3/5
- Memorias de un gato tonto, de Luis Blanco Vila - 4.5/5
- Leo la primera mitad de Los salmos fosforitos, de Berta García Faet, pero no entiendo nada y lo dejo
- Los gatos del Perich, de Jaume Perich - 4/5
4.2/5
♥MARZO♥
- Fuego la sed, de María Sánchez - 5/5
- El corazón de la serpiente, de Ivan Efremov - 3.5/5
- Segunda oportunidad a Los salmos fosforitos, de Berta García Faet, leído a la par que Trilce, de César Vallejo - 3.5/5 y 2.5/5, respectivamente
- Empiezo Una nueva vida, de Lucia Berlin, y me leo la primera parte (cuentos)
- Corazonada, de Berta García Faet - 4.5/5
3.8/5
♥ABRIL♥
- Termino de leer Una nueva vida, de Lucia Berlin - 5/5
- Saga: volumen DIEZ, de Brian K. Vaughan y Fiona Staples - 5/5
- Empiezo el tercer volumen de la correspondencia de Sylvia Plath
5/5
♥MAYO♥
- Inocencia interrumpida, de Susanna Kaysen - 5/5
- Lo que ellos dicen o nada, de Annie Ernaux - 3.5/5
- Continúo leyendo la correspondencia de Sylvia Plath
4.25/5
☼JUNIO☼
- Un gato callejero llamado Bob, de James Bowen - 5/5
- Biblioteca Sandman: Fábulas y reflejos, de Neil Gaiman (escritor) y Bryan Talbot, Stan Woch, P. Craig Russell, Shawn McManus, John Watkiss, Jill Thompson, Duncan Eagleson y Kent Williams (dibujantes) - 3/5
- Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar, de Luis Sepúlveda - 4.5/5
- El verano del inglés, de Carme Riera - 5/5
- Continúo leyendo la correspondencia de Sylvia Plath (termino 1955)
4.375/5
☼JULIO☼
- La gata sobre el tejado de zinc caliente, de Tennessee Williams - 5/5
- El verano sin hombres, de Siri Hustvedt - 4.25/5
- El corazón condenado, de Clive Barker - 2.25/5
- ¿Por qué es divertido el sexo?, de Jared Diamond - 4.75/5
- Lo que muere en verano, de Tom Wright - 4.5/5
- Retomo la correspondencia de Sylvia Plath (iba a hacer un parón veraniego)
- La gata del soltero, de L. F. Hoffman - 1.5/5
- En el corazón del bosque, de John Boyne - 4.5/5
- Leo la primera mitad de La mujer que llora, de Zoé Valdés
3.821/5
☼AGOSTO☼
- Termino La mujer que llora, de Zoé Valdés - 4.25/5
- Agosto, de Tracy Letts - 5/5
- Leo los primeros cuentos de Brasas de agosto, de Luis Mateo Díez, pero no me termina de enganchar
- Termino el tercer volumen de la correspondencia de Sylvia Plath - 5/5
- La mujer endemoniada, de Jim Thompson - 4.25/5
- Una mujer sin importancia, de Oscar Wilde - 4/5
- Mortadelo y Filemón: Corrupción a mogollón, de Francisco Ibáñez - 4.5/5
- Empiezo a leer Una noche en el paraíso, de Lucia Berlin
- Yo, la mujer del talibán, de Dimitra Mantheakis - 5/5
- simplemente caminando, de Conchín Soriano - 3.5/5
- La tienda de los suicidas, de Jean Teulé - 3/5
- Los caníbales (Mangez-le si vous voulez), de Jean Teulé - 4/5
4.275/5
☼SEPTIEMBRE☼
- Tres sombreros de copa, de Miguel Mihura - 2.5/5
- 30 días tenía septiembre (selección cuentos de ciencia-ficción), de Robert F. Young, Ray Bradbury, Isaac Asimov, Robert Abernathy y Algis Budrys - 4.25/5
- Abandono El color púrpura, de Alice Walker, con la posibilidad de retomarlo en otra ocasión
- Antología de poetas estadounidenses: desde Emily Dickinson a Sylvia Plath (1830-2012), vv. aa. - 4/5
- Termino Una noche en el paraíso, de Lucia Berlin - 3.75/5
3.625/5
♥OCTUBRE♥
- El camino rojo y otros cuentos, de Ana Basualdo - 3.25/5
- Mesalina, de Fabrizio Dentice, abandonado justo al final - 2/5
2.625/5
♥NOVIEMBRE♥
- Tiernos y traidores, de Susana Fortes - 4.25/5
- Como agua para chocolate, de Laura Esquivel - 5/5
- Historia del corazón, de Vicente Aleixandre - 3.5/5
- La niña de sus ojos, de Jessica Barksdale Inclán, leído por encima - 1.5/5
3.563/5
♥DICIEMBRE♥
- Cómo pensar más en el sexo, de Alain de Botton - 3.5/5
- La muerte: un amanecer, de Elisabeth Kübler-Ross - 0.5/5
- Abandono Soledades y otros poemas, de Luis de Góngora, casi a mitad
- El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, de Oliver Sacks - 4.5/5
- El gato, de Georges Simenon - 4.5 (porque creo que no entiendo el final)
- Empiezo algún libro más, como los diarios de Iñaki Uriarte o el Antimanual del sexo de Valérie Tasso, pero decido no leer nada hasta nuevo año
3.25/5
NOTA MEDIA: 3.9/5
sábado, 16 de noviembre de 2024
ÉRASE UN PEJE ESPADA MUY BARBADO*
*Francisco de Quevedo
«Soneto a una nariz»
que
cruzó el océano atlántico
sólo
para venir hasta mí
balanceando
de lado a lado
su
esqueleto de madera
y
con la punta de su nariz
me
tocó el corazón
como
en el amor
tengo
que tener mucho cuidado
porque a veces se le despegan las
patitas
martes, 15 de octubre de 2024
NOCTURNA
arriba y abajo tu pecho
meciéndose
al compás de tu respiración
la
palma de mi mano tendida
sobre
ese bello acordeón
el
aire que expulsas sigiloso por la boca
es
el mismo aire al que yo aspiro
acerco
lentamente mi rostro al tuyo
tú
duermes, yo vigilo
arriba
y abajo tu caja torácica
sobre
ella trazo un corazón
pequeño
pero certero
sobre
tu corazón
el
aire que inhalas arduamente por la nariz
es
el mismo aire con el que yo suspiro
acerco
tiernamente mi rostro al tuyo
tú
duermes, yo te miro
miércoles, 14 de agosto de 2024
HASTA LUEGO, Y GRACIAS POR LAS GALLETAS
La
consulta estaba y sigue estando muy cerca de una de las estaciones de
metro que hay en el centro, y como mi apartamento de treinta y cinco
metros cuadrados de independizada primeriza también estaba cerca de
una boca de metro, pues me venía de lujo. El piso era más pequeño
que el de mi anterior psiquiatra, pero estaba mucho mejor iluminado.
La entrada era grande y lo primero que había a la derecha, nada más
pasar por la puerta, era un mostrador con una secretaria sentada de
cara a un ordenador que se encargaba de atender las llamadas
telefónicas, realizarlas, dar citas y cobrar el precio convenido a
los clientes, entre otras cosas. A mano izquierda había una puerta
que daba al cuarto de baño, lugar que no pisé, de nuevo, por miedo
a que me dijeran que tenía prohibido el acceso (es decir, a hacer el
ridículo), a pesar de que vi a más de un cliente traspasar el
umbral.
La
entrada era grande precisamente porque era también la sala de
espera, con una decena de sillas típicas de sala de espera, un
revistero con folletos sobre la salud mental y un par de plantas
decorativas. Una limpiadora se encargaba de dejarlo todo aseado por
la mañana, a eso de las nueve, con ayuda de la propia secretaria,
que le facilitaba la faena para que no hiciera trabajo de más (como
limpiar una consulta que no había sido utilizada desde la última
vez que fue limpiada y, por tanto, no era necesario repetir el
proceso). Había un total de tres y la mía era la que estaba más al
fondo, escondida detrás de una pared. Era más pequeña que la
consulta de mi anterior psiquiatra pero, de nuevo, mucho mejor
iluminada. La consulta además era bastante austera, aunque no por
ello la decoración dejaba de ser bonita, simplemente menos
recargada. Las sesiones costaban ochenta euros, pero como quería
verme cada semana decidió bajármelo diez euros. Según dijo.
Al
principio, que quisiera verme cada semana, me pareció algo positivo:
significaba que quería saber de primera mano cómo iba
evolucionando. Gracias a ello, por ejemplo, me ajustaba las dosis
cada siete días y no cada tres meses. Poco después vi que también
significaba correr. Si me pedía que llamara por teléfono a un
familiar, tenía que hacerlo sí o sí esa semana, puesto que en la
siguiente cita iba a tener que narrarle la experiencia; si me pedía
que socializara un poco en el trabajo, que contara alguna batallita,
como hacían los demás, tenía que hacerlo sí o sí en el siguiente
turno para poder contárselo después; si me pedía que quedara con
alguien, más de lo mismo. Esto me hizo tener miedo de fallarle, de
que si no lograba equis tarea ella pensara que no estaba poniendo
suficiente empeño en mejorar, y empecé a mentirle muy pronto; le
decía, por ejemplo, que había quedado con una amiga y, aunque con
cierta ansiedad, en general lo había pasado bien.
De
todas formas, sí intenté seguir el tratamiento. La mayor parte de
las veces. Intenté hacer las meditaciones, a pesar del escepticismo
y el aburrimiento; hablar por teléfono, sólo que en vez de llamar
lo hacía a través de mensajes de texto; seguir en contacto con
algunas viejas amigas por Instagram; seguir en contacto con mi
familia gracias a alguna que otra visita esporádica; salir de casa
para tomar el aire y no sólo a Consum... Yo lo exageraba, claro: le
decía que había hablado por teléfono en vez de por WhatsApp, le
decía que había hablado en persona en vez de por teléfono.
Necesitaba que siguiera creyendo en mí, y para eso necesitaba
alimentar mis progresos, que viera que su método funcionaba. Y estoy
segura de que así lo pensaba en parte porque, cuando dejé de ir
después de tres meses y medio de visitas semanales, estuvo siete
días enteros llamándome por teléfono, buscándome, intentando
averiguar por qué me había ido.
También
intenté serle sincera, dentro de lo posible, sabiéndome mal decirle
que me quería morir y por tanto no sacando el tema. Quiero decir: no
le hablé de las veces que intenté cortar mis venas, pero cuando mi
ánimo volvió a decaer drásticamente se lo comuniqué y ella me
aumentó la dosis de los antidepresivos. Lo mismo pasó cuando mi
ansiedad subió de nivel por ciertos motivos concretos y ella me dio
otras pastillas que podían o no funcionar y que yo podía o no
tomarme dependiendo de cómo me sintiera en el momento o qué iba a
hacer a lo largo del día que pudiera causarme ansiedad.
No
le conté, al igual que a mi anterior psiquiatra, que las pastillas
para dormir me provocaban alucinaciones, llegando incluso a temer por
mi vida e integridad física, pensando en alguna ocasión que iban a
violarme, momento en el cual yo procedía a encender todas las luces
y a esconderme en el cuarto de baño (única estancia independiente
de mi hogar) para llorar
acurrucada hasta que se pasaran el miedo o las voces. Tampoco que a
veces escribía en mi diario sin percatarme, sin ser yo parte
consciente de la historia, o que en vez de algo tan inofensivo
como una frase puntual en una libreta que sólo yo iba a leer era un
mensaje privado a una persona real que después me contestaba sin
saber que le había escrito bajo los efectos de una droga legal. Pero
cuando dejaron de funcionarme se lo hice saber para que me pusiera
remedio, para que me recetara otra cosa aparte o como aditivo, y ella
me aconsejó la melatonina, para que la tomara junto con el Zolpidem.
Me
vais a permitir ahora hacer un pequeño paréntesis, en parte porque
me gustaría saborear estas últimas horas, para contaros una
anécdota relacionada precisamente con esto, con la melatonina.
Cuando
me la recomendó, yo no había oído hablar nunca de ella. No sabía
ni dónde se compraba ni cómo ni en qué formatos se vendía.
Sobres, cápsulas, comprimidos efervescentes. ¡No sabía nada! Y al
salir de su consulta ese día, yo seguí exactamente igual de
ignorante que al principio. Como no me imaginaba que la melatonina
pudiera ser algo que se compra sin receta, creía firmemente y con el
decaimiento que ello conlleva que a la doctora se le había olvidado
hacerme el papelito; así que durante toda esa semana no me acerqué
a la farmacia y, en la siguiente cita, cuando ella me preguntó, por
miedo a parecer tonta por no haber sabido comprar la melatonina, le
dije que había estado durmiendo mejor gracias a esa nueva ayuda.
Lo
bueno es que sólo fue una semana y, justo después de la siguiente
consulta, sí me atreví a ir a una farmacia donde, gracias a una
farmacéutica muy amable, pude adquirir las que son como golosinas,
que parecen menos medicamento y más tentempié de antes de irte a la
cama. Porque después de estar tanto tiempo medicándome día sí día
también he acabado por aborrecer hasta la píldora más minúscula y
ahora incluso evito tomarme un Paracetamol cuando siento fuertes
dolores menstruales. Lo malo, claro, es que al parecer simples
chucherías no me sentía culpable a la hora de tomarme otra dosis (y
otra y otra y otra) hasta que por fin parecían hacer efecto.
Una
noche, cuando los antidepresivos funcionaban y yo llevaba unos días
sintiéndome más animada, contenta de estar viva, con fuerzas y
convencimiento real de poder conseguir cualquier cosa que me
propusiera, cogí una de las cuchillas que utilizo para rascar la
grasa de la cocina de inducción y empecé a cortarme la muñeca y el
antebrazo. Pensaba, en ese momento, que podía con todo; que no había
nada que fuera capaz de pararme aunque fuera ligeramente, que yo
mandaba en mi vida, que por fin era capaz de suicidarme. A la mañana
siguiente, analizando la escena, pensé que si de todas formas el
resultado iba a ser el mismo, que si mi estado depresivo no tenía
nada que ver y el deseo de matarme estaba ahí independientemente de
mi estado de ánimo, no valía la pena seguir yendo a la consulta de
una psiquiatra que intentaba por todos los medios posibles hacerme
feliz.
Pero
no fue ahí cuando abandoné, sino cuando me volví a quedar sin
trabajo y me di cuenta de que estaba pagando setenta euros a la
semana por unas sesiones de diez minutos en las que ya casi nunca
decía la verdad.
Al
principio, como siempre, no hubo grandes cambios. Ahorré en gastos,
que nunca viene mal. Pronto empezó a costarme más dormir, claro,
por haberme quedado sin pastillas; la melatonina por si sola no
funcionaba y para el hipnótico necesitaba receta. Pero esto era algo
que yo ya tenía asumido que iba a ocurrir. Entonces, a las dos
semanas o así, mi cuerpo empezó a notar los síntomas de haber
dejado los antidepresivos, algo que ya había experimentado
anteriormente pero a lo que parece que una nunca se acostumbra.
Vómitos, mareos, temblores, un dolor de cabeza extraño, como si
hubiera algo atravesándomela, llantos incontrolados, irritabilidad,
nuevos tics nerviosos. El síndrome de abstinencia es distinto para
cada persona; no existe una ciencia exacta en cuanto a la
recuperación, salvo que al final siempre se sale. Siempre, claro,
que vivas lo suficiente para verlo.
Hoy,
aquí y ahora, ya se me ha pasado. Mi cuerpo ha olvidado por fin lo
que fue una vez medicarse y ahora trabaja de manera regular. Apetito
escaso, vértigos puntuales, dolor de cabeza normal, como si hubiera
algo aplastándomela, llantos silenciosos, los tics nerviosos de
siempre, con los que ya casi me siento reconfortada. Ahora incluso
vuelvo a admitir que necesito buscarme otra psiquiatra.
Me
llamo Sara y soy acólita. No en sentido físico, sino más bien
psíquico. A día de hoy no creo que pueda dejar de serlo. Quizá en
unos años no necesite depender de una médica o un medicamento, pero
de momento prefiero no dejar a mi cerebro a cargo del libre albedrío.
Y no creo que haya nada malo en ello. Sé que con el paso de los años
he mejorado en muchos aspectos, aunque haya otros tantos que se han
agudizado. Por ejemplo ahora vivo sola y sin depender económicamente
de nadie, pero es precisamente por estar viviendo sola por lo que no
dudo en descuidar, entre otros, la higiene del hogar. También sé
que avanzar lento es avanzar y que no pasa nada por necesitar ayuda,
aunque a veces le dé la espalda a quien me la conceda. Por ejemplo
las veces que he acudido por voluntad propia a un profesional y lo he
terminado dejando. O que retroceder no es sinónimo de fracaso y que
siempre hay más oportunidades para volver a intentarlo con más
tranquilidad. Por ejemplo las veces que he contactado por voluntad
propia con un profesional y lo he terminado ignorando. No sé, todas
estas cosas me parecen importantes y decirlo en voz alta, un logro.
Pero bueno, creo que ya he acaparado suficiente por hoy el micro.
¿Alguien
más quiere hablar?
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limítese a seguir el tratamiento,
Niña rubita de ojos verdes (2022),
tratamiento con la doctora Elena cuyo apellido no recuerdo,
tratamiento psiquiátrico
domingo, 14 de julio de 2024
FF0000
Un
día, después de que el
chico con el que
hasta hacía poco me
acostaba
me dijera que lo mejor que podía hacer era buscar apoyo
en la medicina, me atreví por fin a ponerme en contacto con un
psiquiatra.
Aproveché
que habían disminuido momentáneamente las medidas de seguridad para
pedir cita, ya que por culpa de la pandemia la mayoría sólo pasaba
consulta a través de Internet y yo no iba a abrirme una cuenta en
Skype para hablar desde el ordenador de la salita donde cualquier
miembro de mi familia pudiera escucharme.
Por
la imagen
que aparecía en la página web,
me pareció
demasiado mayor, muy alejado
de mi generación y,
por tanto, menos dispuesto a comprender. Pero su profesión
precisamente lo obligaba a ello y, como no somos nosotros los que
juzgamos, decidí deshacerme de mis prejuicios y darle una
oportunidad. Como cuando quedas con alguien de Tinder en la vida
real: no sólo no se parecía al
hombre de la
fotografía,
sino que además era bastante más mayor.
La
cita, si mal no recuerdo, estaba programada a las ocho y media de la
tarde. Yo llegué puntual, como siempre que intento llegar antes de
la hora porque me da miedo llegar tarde. Me abrió una enfermera
vestida de enfermera (esto es: pijama blanco de hospital) y me dejó
en la entrada. Después pasé a un despacho bastante lúgubre y vacío
donde me senté a esperar. Entonces la misma enfermera que ya me
había dejado sola dos veces se sentó a la mesa y me hizo unas
cuantas preguntas de rigor, imagino que para pasarle la chuleta al
doctor y que éste no me recibiera en su consulta sin saber nada de
mí. Luego salimos del despacho y me llevó a una pequeñísima sala
de espera donde volvió a dejarme sola por tercera vez.
La
enfermera me dijo qué doctor me atendería, me dio su nombre y
apellido, pero al parecer los dos psiquiatras que allí trabajaban
eran padre e hijo, así que me quedé igual. Me pidió además que
tuviera paciencia, que esperara a que me llamaran para pasar a la
consulta, y que si quería podía cambiar de canal, ya que no iba a
entrar nadie más en la salita. Le di las gracias y me senté en el
extremo izquierdo del sofá, de cara a la televisión. Casi todos los
muebles eran de color marrón, y no sólo los de la sala de espera,
sino los de toda la casa. El piso era grande y con muchas
habitaciones, mínimo seis, aunque dos de ellas fueran muy pequeñas.
Desde donde yo estaba, podía escuchar cómo hablaba una pareja en la
otra sala de espera, cómo conversaban con la enfermera como si
fueran ya clientes habituales, cómo reían, cómo pasaba el tiempo y
seguían sin marcharse a casa. Yo me puse a mirar la televisión,
intentando calmar los nervios que me acechaban, y decidí no cambiar
de canal por temor a que los demás lo supieran y empezaran a
criticarme por poner alguna serie o película poco convencional. Así
que estuve viendo Ahora caigo
y supongo que después Pasapalabra,
ya no me acuerdo, porque era el
canal que estaba puesto.
También bajé el volumen para molestar lo menos posible.
Cuando
ya hacía rato que se habían hecho las nueve y media de la noche y
mi parálisis luchaba contra mis ganas de salir de allí y volver a
casa sin despedirme, la misma enfermera que había estado paseándome
de aquí para allá vino a llamarme. Atravesamos un largo y triste
pasillo y me metió en la habitación del fondo, una de las más
grandes, donde se encontraba el que sería mi psiquiatra sentado a su
mesa. Ahí fue cuando me enteré de que, a pesar de mis dudas acerca
de la edad del doctor cuyo rostro salía en la página web, me había
tocado otro más mayor y, por tanto, aún más alejado de mi
generación.
Una
vez dentro, las preguntas de siempre. Dónde vives, con quién,
háblame de tus padres, de tu familia más cercana, de tu infancia,
¿con quién te has acostado?, nunca has tenido novio, ¿no?, cómo
vas a tener novio si tú misma dices que no hablas, entiendo, ¿cómo
duermes por las noches? Me recetó Stilnox para dormir y Anafranil,
un antidepresivo que, según entendí, él también se tomaba. Me
dijo que esperara sequedad en la boca y estreñimiento, que él mismo
llevaba siempre consigo una botella de agua para lo primero, que sólo
sería mientras se estuviera acostumbrando el cuerpo al medicamento,
que entonces los efectos adversos pasarían a la historia, aunque no
fueron estos los que noté. ¿Tienes carnet de conducir? No. Y
¿cómo piensas irte a casa? En autobús. ¿Hay autobuses a
estas horas? Sí.
Por
culpa de esta primera mentira, al salir definitivamente de la
consulta, tuve que correr hasta la parada del metro más cercana,
esperando que llegara enseguida y así no tener que correr hasta
Plaza España. Una vez bajo, vi que el siguiente metro pasaba en unos
quince o veinte minutos, así que volví a subir corriendo las
escaleras y fui lo más veloz que pude sin sentir que hacía el
ridículo hasta la parada del autobús. Una vez allí, cogí el
primero en llegar, que no era la línea que me llevaba a casa, y le
pregunté al conductor si sabía si vendría el 160 o ya había
pasado el último. Como me dijo con cara de preocupación que ya no
había más autobuses, le dije que no pasaba nada y me senté al lado
de la ventana. Bajé casi a las doce de la noche en el pueblo de al
lado y, guiándome por mi instinto entre la oscuridad, llegué sana y
salva a casa, preguntándome si sería o no capaz al día siguiente
de ir a la farmacia.
*
Siéndoos
totalmente sincera, creo que como profesional era muy bueno. Su forma
de hablar, de indagar en mi vida sin hacer que me sintiera violenta,
de darme ánimos («tiempo al tiempo, paciencia y fuerza», me dijo
la primera vez al salir de su consulta), su manera de explicarme las
cosas para que yo las entendiera. No sé... supongo que con los años
había adquirido cierta experiencia que otros no tienen y se notaba.
Por eso me dolió tanto dejarlo y ojalá me lo hubiera pensado un
poquito mejor, pero lo hecho hecho está y no vale la pena flagelarse
por ello.
Costaba
ciento ochenta euros la sesión, pero daba cita cada dos o tres meses
(mi siguiente psiquiatra me cobraba setenta a la semana, es decir,
dos cientos ochenta euros en un solo mes), así que creedme, aunque
tuviera que aflojar demasiado de golpe: compensaba. No compensaba,
precisamente, la espera. Recuerdo que, cuando mi segunda psicóloga
me daba cita en dos semanas exactas, me parecía demasiado pronto;
pero cuando alargaba a tres me parecía una eternidad. Entiendo que
el doctor quisiera volver a verme después de que el antidepresivo
empezara a surtir efecto porque si no no había mucho que hacer (la
terapia era noventa y nueve por ciento medicación), pero aun así
era mucho tiempo como para poder habituarme a ir al psiquiatra y no
era bueno para mí. (Sí, podía llamarlo por teléfono cualquier día
de la semana a cualquier hora siempre que lo necesitara; pero, seamos
realistas, no iba a hacerlo).
En
la segunda visita, ya casi terminado el verano, me preguntó por mi
rutina diaria y yo no supe qué contestarle. Me puso como ejemplo la
suya: levantarse de la cama, tomarse un café, leer el periódico
(esto quizá me lo acabo de inventar, ¿se siguen vendiendo
periódicos en papel?), y yo seguí sin saber qué decir porque ni
siquiera desayuno todos los días; así que se me ocurrió la
brillante idea de empezar a utilizar una libreta para anotar qué
hacía en cada momento. De esta forma quizá, en la siguiente cita,
pudiera contarle algo más. Después me preguntó qué tal estaba
durmiendo ahora que me había unido al club de los hipnóticos y yo
no le dije que a veces las pastillas me provocaban alucinaciones
terribles pero que tampoco podía dejar de tomarlas porque entonces
tenía pesadillas aún más terribles, por lo que le medio mentí
diciendo que funcionaban bien (casi siempre lo hacían). También me
duplicó la dosis de los antidepresivos, cosa que ya me había
advertido que iría haciendo a lo largo de las sesiones, con forme me
fuera habituando a ellos, para no sufrir demasiados efectos
secundarios.
Tras
salir de su consulta me dirigí a la entrada a través del largo
pasillo para esperar a la enfermera. Allí me quedé de pie mirándome
fijamente en el espejo y de reojo a la cámara de seguridad hasta que
vino ella con el sobre blanco que contenía mis recetas y un papel
impreso en el que ponía cuándo sería mi próxima cita y las
instrucciones para medicarme. Después de repasarlo bien todo, le di
el dinero en efectivo (al contrario que la anterior, esta vez me
acordé en seguida) para que ella me diera a mí el sobre y poder así
meterlo torpemente y mal doblado en mi bolso. Bajé por las
escaleras, salí a la calle y me dirigí tranquilamente hasta la
parada del autobús.
Fue
unas semanas después cuando tuve la brillante idea de mudarme.
Necesitaba huir de casa de mis padres y tenía lo que yo consideraba
suficiente dinero ahorrado para salir del paso; aunque me había
quedado recientemente sin trabajo, yo sabía que no pasarían muchos
meses antes de que me volvieran a llamar, así que no había motivos
por los que esperar.
Busqué
en diferentes páginas de Google hasta dar con una habitación
bastante amplia en un piso bastante grande y bonito muy cerca de
Plaza España y, por tanto, de una parada de metro y varias de
autobús. Compartiría cocina y cuarto de baño con otras tres o
cuatro personas, pero era un comienzo. «¿Qué es lo peor que puede
pasar?», escribí el catorce de octubre en mi diario, «¿Que me
digan que no me quieren alquilar porque actualmente no tengo trabajo?
Pues vale, me busco otra habitación». Al día siguiente, tras
muchos ensayos y muchos mensajes descartados, conseguí escribir al
número que aparecía en el anuncio y concerté una cita. El viernes
de esa misma semana, vi el piso y quedé maravillada con el espacio y
la iluminación; pero como era la primera vez que hacía algo así no
supe qué preguntas específicas hacerle al dueño y éste pensó que
en realidad no estaba interesada. Quedamos en que le haría saber si
me quedaba o no una de esas dos habitaciones que tenía libres, pero
a la semana siguiente encontré otro piso mejor acerca del cual sí
supe preguntar y no volvió a saber de mí.
Una
vez hube firmado el contrato de alquiler en el banco de madera que
había plantado delante de la misma puerta del patio, vino lo más
difícil: decírselo a mis padres. Así que, en vez de eso, lo
primero que hice fue empezar a llevar poco a poco cosas a mi nuevo
piso, principalmente ropa y libros, para ver si la presión me podía
y acababa confesando. Cuando se suponía que llevaba ya casi dos
semanas viviendo por mi cuenta, después de haber pagado media fianza
y el primer mes de alquiler, decidí que lo mejor era empezar por mi
hermano, en quien normalmente me sentía apoyada, para que después
él me respaldara a la hora de contárselo a nuestros padres. Pero en
vez de respaldarme se enfadó conmigo, quizá porque no quería que
su hermana pequeña fuese la primera en marcharse, «así que al
final no se lo dije a mis padres», escribí nueve días más tarde.
«En su lugar, decidí que lo mejor era morir». Como podéis
comprobar, paso de cero a cien en menos de medio segundo. Y lo cierto
es que me pasé la comida tratando de que no me vieran llorar al
mismo tiempo en que pensaba que esa misma tarde me suicidaría dando
todo por finalizado. Total, qué otra cosa podía hacer.
Ahora
lo pienso y la verdad es que ese día cometí muchos errores. El
primero y más grave fue decirles a mis padres que llegaría para la
cena.
Allá
a las cinco de la tarde cogí todas mis pastillas y las recetas que
me quedaban por canjear en la farmacia y me despedí diciendo que
había quedado. Si les hubiera dicho que cenaba fuera, puede que
ahora mismo no estuviera aquí contándoos nada de esto. O puede que
sí porque creo que mi segundo error fue, precisamente, tomar
demasiadas pastillas y acabar vomitándolas.
Como
era sábado, no encontré ninguna abierta y, harta de buscar
farmacias, me fui directa a mi nuevo estudio: una habitación de casi
treinta y seis metros cuadrados con una llamada cocina office
que en realidad no era tal y un pequeñísimo cuarto de baño para mí
sola. Una vez allí volví a guardar todas las cosas que había ido
llevando poco a poco para devolverlas a casa de mis padres, no
pensando en la muerte sino en que al final no iba a mudarme. Mientras
todo esto ocurría, yo lloraba y lloraba. Lloraba en la calle,
lloraba en el autobús, lloraba subiendo los tres pisos de escaleras,
lloraba metiendo mis libros en diferentes bolsas de tela, lloraba
cerrando con fuerza las cremalleras de mi mochila. Entonces, sobre
las seis y media, cuando hube terminado de desinstalarme, me tomé
todas las
pastillas de
Anafranil que me quedaban,
casi media caja
de Stilnox (al final no pude
canjear el resto de las recetas),
una
decena de Diacepames,
un orfidal, una pastilla
blanca y ovalada cuyo nombre desconocía
y siempre desconoceré y
cuatro pastillas redondas
y marrones que parecían Lacasitos
pero que no sabían
a chocolate. Tras
esto me tumbé en la cama de
colchón viscoelástico con la que contaba el estudio y me puse a
llorar. De repente me entró pánico y se me quitaron de golpe todas
las ganas de morir que tenía. Me tapé con la fina colcha color
hueso que venía dentro de uno de los armarios y me acurruqué
llorando y temblando cada vez más hasta que prácticamente me dormí
o perdí conciencia de mí misma. A partir de aquí lo único que
recuerdo son breves fragmentos de lo que ocurrió aquella
tarde-noche.
Supongo
que, al ver que no llegaba para la cena, me llamaron por teléfono
(mi tercer y creo que último
error fue no ponerlo en silencio, en cuyo caso jamás habría
contestado) porque tengo una
imagen de mí bajando las escaleras mientras le digo
a mi padre en qué calle puede
encontrarme. Iba tan colocada que cuando me vieron a través de la
ventanilla del coche sin mascarilla lo primero y único que pensaron
fue que estaba borracha. Al día siguiente me desperté en mi cama y
él estaba sentado a mi lado. Según tengo entendido me desmayé y
probablemente me caí, ya que encontré un moratón en mi cadera
izquierda y me dolía mucho ese
mismo lateral de la cabeza,
como si me hubiera dado un golpe. Pero creo que ni siquiera me
llevaron al hospital, cosa que habría
agradecido por mil razones distintas.
Por supuesto, después de
esto, tuve que contarles lo del piso.
Y la cosa no fue mal, aunque
siguieron pensando que me había ido de fiesta y me había pasado de
rosca con el alcohol. Incluso después de decirles que no había
bebido nada.
«El
lunes por la mañana»,
escribí nueve días después en mi diario
«fui
al piso a ver si encontraba mi bolso (me lo dejé allí
junto con la cartera, pero me
traje la mochilita con las cosas que había dejado en el
estudio).
Me daba miedo haber roto algún mueble, la verdad,
y que tuviera que decírselo al casero;
por suerte no lo hice. Lo que
sí hice, al parecer, fue vomitar y tratar de limpiarlo (vi
un trozo de vómito en el
suelo
que pude limpiar sin dificultad alguna
y
un rollo de papel
higiénico sobre la cama,
probablemente de intentar limpiarlo sin mucho éxito mientras me
encontraba bajo el efecto de las pastillas).
Lo que
no sé es si vomité aposta o sin querer (supongo que sin querer,
pero deseándolo)». También
encontré el pez espada que me regaló el chico con el que aún no
sabía que había dejado de acostarme sobre la mesa, totalmente
intacto salvo por una aleta
perdida. Afortunadamente la
encontré enseguida justo
debajo de la mesa y se la
puse, y
palpando
la madera pude hacer un poco más
de memoria y recordar que
justo después de tomarme todas las pastillas le había enviado un
mensaje, un mensaje de lo más simple preguntándole cómo estaba, si
estaba bien, y que me había contestado. Luego fantaseé con que
quizá podría invitarlo a mi piso para hablar y contarle todo esto,
pero nuestra relación
terminó antes de que pudiera
hacerlo.
Una
vez me hube mudado del todo, abandonando, esta vez sí, la casa de
mis padres para siempre, decidí que no volvería al psiquiatra.
«¿Cómo
van a saber qué medicinas
necesito si no me hacen
pruebas?», anoté el
veintitrés de diciembre,
«¿Todos
los antidepresivos sirven para todas las
depresiones? ¿Cómo puede
saber lo que tengo en sólo
una sesión?».
De repente me volví escéptica (como ya me había ocurrido en el
pasado) recordando que yo misma en el trabajo había llevado a
pacientes a que les hicieran
un TAC porque de un día para
otro les había caído encima la tristeza
y los médicos querían ver que les estaba ocurriendo
dentro de sus cabezas. «¿Por
qué no pueden a mí hacerme un TAC?
¿Por qué no pueden llevarme a mí al hospital para que me ayuden?».
En
el fondo lo único
que ocurría era que me daba miedo tener que confesarle a ese
pobre hombre que trataba de ayudarme
que había intentado matarme con todo lo que él me había recetado,
así que la tomé con su forma de ejercer la medicina. Le envié un
mensaje por WhatsApp a
la enfermera, que era quien gestionaba las citas, diciéndole que no
podría
acudir a
la siguiente cita
y supongo que tampoco le di la
opción de adjuntarme
otra fecha,
así que ella me habló muy
enfadada y
yo acabé bloqueando su
número de teléfono.
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viernes, 14 de junio de 2024
DEL GRIEGO ΨΥΧΟ- (PSYCHO-); DEL LATÍN EMOTIO, -ONIS
Esto
fue en dos mil diecisiete, y hasta dos años después no volví a
intentarlo.
La
encontré en Internet, en una de las tantas páginas poco fiables
sobre médicos privados que existen. Focalicé la búsqueda en una
ciudad concreta et voilà. No era la primera, pero sí la
única sin una foto personal de perfil; esto me dio confianza, ya que
al menos sabría que no la estaba eligiendo por su sonrisa amable o
su mirada persuasiva, sino por su experiencia. Contaba con la opción
de pedir cita online, cosa que siempre viene bien si tienes
ansiedad social y te es imposible hacer una llamada telefónica, se
ubicaba en una dirección a la que podía llegar sin dificultad
alguna y la primera sesión era gratis: ¿qué podía salir mal?
Esta
vez decidí no decírselo a nadie, ni si quiera a mis padres,
esconderlo como un secreto o algo vergonzoso, un defecto del
espíritu. Yo llevaba ya un año trabajando en el mismo puesto (mi
primer y más largo contrato) y la situación en casa se había
tranquilizado mucho; pero seguía contaminada por la tristeza,
paralizada ante la vida, encerrada en el silencio.
La
consulta estaba, si mal no recuerdo, en un primer piso de una finca
bastante antigua con una fachada bien bonita y muy cuidada. La que
sería mi psicóloga medio compartía lugar de trabajo con otra
colega suya: cada una en una habitación distinta, cada una con
horarios también distintos. El apartamento no era precisamente
grande pero sí suficiente. La entrada daba directamente a la sala de
espera, que tenía un enorme ventanal como pared del fondo, justo
detrás de un pequeño sofá en el que nunca llegué a sentarme por
miedo a que sólo fuese decorativo. Los colores predominantes eran el
gris y el blanco, con motas de color rosa claro dispersas por toda la
estancia. Aparte del sofá, había tres o cuatro sillas que sí
llegué a probar (tampoco era cuestión de esperar erguida), una
lámpara de pie, un reloj de agujas colgado en la pared, un par de
mesitas decoradas con flores de tela y un farolillo con una vela
apagada dentro... Un paraíso para los ojos si no fuera por los
excesivos ejemplares de Mr. Wonderful que se reproducían por toda la
casa.
También
había un cuarto de baño en el que nunca entré, quizá por miedo a
que yo como paciente no tuviera permitido el acceso, pero sobre todo
por el temor que a veces aún me embarga de contemplar mi rostro en
el espejo y ver que ya no lo tengo, o que sólo está a medias, o que
me es completamente desconocido.
Durante
esa época me obsesionaba terriblemente esta idea. Mirarme en el
espejo y descubrir que, en contra de toda lógica, mi aspecto había
cambiado desde la última vez que lo vi. Por ejemplo encontrar una
brecha enorme dividiendo mi cara en dos mitades casi exactas, como si
mi piel estuviese hecha de tierra y hubiera habido un terremoto de
magnitud seis en la escala de Richter. O ver un profundo agujero
negro donde debería alojarse mi ojo izquierdo.
Y
no sólo a encontrarme desfigurada sino también, poco a poco, a la
propia muerte. La obsesión por el suicidio que me había acompañado
durante tantísimos años acabó convirtiéndose en un temor
irracional a morirme de repente. Procuraba alejarme de los coches
aparcados por si acaso había alguna bomba en ellos a punto de
estallar, corría cada vez que cruzaba un puente para evitar la bala
del francotirador, alzaba regularmente la vista al techo para
comprobar si parecía o no que fuera a caérseme encima. Estoy segura
de no ser la única en esta sala que ha pasado por este tipo de
crisis, pero es que las cosas empezaron a ponerse... obsesivas. Esta
clase de pensamientos derivaron en psicosis.
De
golpe empecé a tener un miedo excesivo a que se me rompieran los
huesos. Por ejemplo hacer un movimiento demasiado brusco y que se me
partiera el cuello; o coger objetos pesados, e incluso hacer un mal
giro al masturbarme, y que se me rompieran las muñecas; caminar
tranquilamente por la calle y que se me partieran las piernas. Me
imaginaba cayendo en medio del paso de cebra y que un pobre
transeúnte tuviera la obligación moral y legal de recogerme. O que
ocurriera en mi dormitorio y no hubiera nadie en casa. Después
empecé a temer el quedarme dormida, de noche, sola o acompañada, en
la cama. Me daba miedo dormir de lado por si se me dislocaba el
hombro; me daba miedo dormir boca arriba por si se me hacía añicos
la caja torácica; me levantaba de repente y sobresaltada, en plena
oscuridad, para palpar mi cuerpo y comprobar que no había nada roto
en él, que mis clavículas seguían intactas, que mi cráneo no
presentaba abolladuras. Al mismo tiempo intentaba convencerme, claro,
de que mis sospechas eran infundadas, que no había motivos para que
ocurriera semejante disparate; pero me era imposible evitar pensar
de esa manera.
Tampoco
era este mi mayor temor. Del mismo modo que la cicatriz en el espejo,
también me daba miedo descubrirme haciéndoles daño a los demás
sin darme cuenta. Actuar sin percatarme de ello. Estar ahí sin
saberlo, sin estarlo realmente, de nuevo, sin saberme parte de la
historia. Por ejemplo pegarle un puñetazo a alguien de repente y sin
motivo alguno en el transporte público. O tener un hijo y en un
episodio de locura transitoria ahogarlo en la bañera. O estar
haciendo las prácticas del carnet de conducir y provocar un
accidente con más de un muerto y que ninguno de ellos fuera yo.
Nada
de esto le conté a la psicóloga; me sabía mal que creyera que
estaba loca o peor: que estaba mintiendo. Yo sabía que estaba siendo
irracional, que no tenía ningún antecedente de dicha índole como
para creer que pudiera ocurrir, así que no pensé que fuera
necesario decírselo, porque de todas formas no me diría nada que yo
no supiera ya. A ella sólo le hablé del miedo al rechazo, a que se
burlaran de mí, a hacer el ridículo delante de todo el mundo y que
todo el mundo empezara a pensar mal de mi persona.
Para
mí el ridículo abarca un gran espectro de circunstancias. Desde
resbalarme un día de lluvia y caerme de culo delante de un grupo de
estudiantes de instituto (me ha pasado) hasta que me pillen robando
un pintaúñas de setenta y cinco céntimos en un bazar (también me
ha pasado). Además es algo que se mide con el doble rasero de: si lo
hago yo es ridículo, si lo hacen los demás no. Tratar sin éxito de
suicidarme es un buen ejemplo de ello. Dejarme la cartera en casa y
darme cuenta justo cuando estoy en la caja o, como me ocurrió aquel
día, olvidarme simplemente de que tengo que pagar, es otro.
Como
en esa época yo no estaba acostumbrada a pagar una consulta, al
final de la segunda sesión, que fue la primera después de la de
reconocimiento, estuve a punto de levantarme de la silla sin darle
sus cincuenta euros. Afortunadamente para mí y mi autoestima, sólo
hice la tentativa; porque ella se me quedó mirando fijamente a los
ojos durante unos segundos y yo, por mucho que insistiera en que
dicha acción era imposible de realizar, fui capaz de leerle la
mente: saqué de mi cartera un billete naranja y lo tendí, un poco
avergonzada, a sus manos.
A
sus manos también me puse yo (qué fino hilo cuando quiero) al
aceptar intentar lo que generalmente se abrevia con las siglas TCC.
La
terapia cognitiva-conductual da por hecho que me paso el día
consciente de lo que pienso (pienso y luego siento); pero no siempre
es así. A veces la tristeza se instala en mi cuerpo sin ver siquiera
una estrella fugaz recorriendo el cielo de mi mente, sin que una
imagen (nítida o borrosa) se haya postrado ante mí. No hay pájaros
revoloteando en mi cabeza, no hay polillas en mi estómago, no hay
avispas en mi corazón. No soy consciente de que me haya ocurrido
nada concreto, ni lo más mínimo, a lo largo del día; sólo estoy
yo permaneciendo erguida en medio de mi habitación. A veces este
pesar se instala en mi pecho nada más despertarme simplemente por
haberme despertado, y ni siquiera recuerdo lo que he soñado, si es
que he soñado. Quizá esté leyendo un libro, inmersa en el tercer
capítulo de una serie de televisión o masturbándome tranquilamente
dentro del cuarto de baño justo antes de empezar ducharme. Quizá
este pesar me atraviese mientras me masturbo tranquilamente dentro
del cuarto de baño justo antes de empezar a ducharme y yo ni
siquiera tenga forma de saber por qué.
Pero
mi psicóloga creía firmemente que si analizaba cada pensamiento, si
diseccionaba minuciosamente cada momento de mi vida, separaba la
frase en mi cerebro del sentimiento que causaba del hecho que la
había ocasionado del lugar en el que estaba de cómo había actuado,
dejaría de tener miedo y, por tanto, empezaría a vivir. Para esto
empecé a llevar una especie de diario en el que trataba de anotar la
mayor información posible sobre cada oración condenatoria que
rezaba mi cabeza. Por ejemplo, si había pensando que cierto grupito
de personas se había reído de mí en la calle, tenía que escribir
qué estaba haciendo (pasear por la calle) y qué había ocurrido
exactamente (un grupo de chicas jóvenes cerca de mí se estaba
riendo) y cuál había sido mi respuesta (llorar e insultarme a mí
misma) y si había o no pruebas reales de que mi pensamiento fuera
certero (en realidad no las había porque yo sólo estaba caminando
por la calle y el grupo de chicas jóvenes parecía estar a su bola)
y si había o no reaccionado de manera proporcionada (en realidad no
porque, aunque fuera cierto que se reían de mí, no las conocía de
nada y sólo era un grupo de crías de instituto aún por madurar) y,
por tanto, de qué clase de pensamiento se trataba (conclusiones
apresuradas: lectura de pensamiento).
Por
ejemplo, si pensaba que mi psicóloga me odiaba y no se preocupaba
por mí, tenía que escribir dónde estaba (en la consulta) y qué
había ocurrido exactamente (la psicóloga me ha llamado María) y
cuál había sido mi respuesta (perder la fe en el tratamiento) y si
era o no motivo de peso para generar dicho pensamiento (probablemente
no, ya que sólo se ha equivocado de nombre y es mi segunda cita con
ella) y si mi reacción había sido coherente con lo que había
pasado (no porque el hecho de que se equivoque de nombre no quiere
decir que sea una mala psicóloga, sólo que acabamos de conocernos)
y, de nuevo, de qué clase de pensamiento se trataba (conclusiones
apresuradas: error del adivino).
Por
ejemplo, si pensaba que él me quería, tenía que escribir por qué
lo creía (por su forma de rozarme con los dedos de la mano, por cómo
me miraba, cómo me apoyaba en los momentos difíciles, cuando la
relación con mis padres se complicaba o cuando yo sentía que no
valía para nada, que era preferible estar muerta, por su manera de
hacerme ver que yo era mejor persona de lo que pensaba, que tenía
que ser más indulgente conmigo misma, que tenía que tratarme bien,
o por el tiempo que pasábamos en silencio, el uno junto a la otra,
compartiendo el calor de nuestros cuerpos, desnudos, después de
hacer el amor) y qué había hecho yo (ilusionarme) y si era o no
motivo suficiente (al parecer no) y si había reaccionado de manera
exagerada (sinceramente, no lo creo) y qué tipo de pensamiento
había tenido (conclusiones apresuradas: lógica deductiva). Ahí me
di cuenta de la rapidez de mis conclusiones, de lo que deduje que era
culpable la ansiedad, pero sospechar la raíz del problema no
significa empezar a desecharlas todas de manera automática.
Los
cambios de cita a última hora y su insistencia en que todo estaba en
mi cabecita, como ella la
llamaba, como si por ello mis sentimientos fueran menos válidos y
nada de lo que creyera que ocurría pudiera ser real, son dos de los
motivos por los que empecé a odiarla.
Empecé
a ocultarle información, bien porque no sabía cómo explicarme,
bien porque no quería hacerlo. Me planteé incluso fingir una mejora
a la par que buscaba otro psicólogo, pero me pareció una idea de lo
más estúpida. Me planteé, no sé cómo, hacer que fuera ella la
que dejara de darme citas. No sabía cómo conseguir despedirme
(despedirla) y me daba miedo empezar a ir a otro profesional sin
haber sido capaz de dejar a la primera y que luego me ocurriera lo
mismo con este otro y empezara a acumular psicólogos como quien
sufre el síndrome de Diógenes. Aparte, claro, de la pérdida de
dinero. Supongo que se dio cuenta de que tenía pensado abandonar la
terapia porque se me da fatal disimular, así que un día me dijo,
sin venir a cuento, que si decidía dejar de ir yo dejaría de tener
psicóloga, pero ella seguiría teniendo otros clientes. Fue el
tercer motivo por el que empecé a odiarla.
Un
mes después de finalizar mi contrato de trabajo, me apunté a un
cursillo gratuito sobre la higiene alimenticia a través del SERVEF;
uno para parados, básicamente para salir de casa. Eran sesenta
horas, cinco al día durante dos semanas, de lunes a viernes por la
mañana. La buena o mala suerte hizo que justo el primer día me
coincidiera con mi siguiente cita con la psicóloga, así que después
de pensármelo mucho le envíe un mensaje vía WhatsApp para decirle
que no podría acudir a nuestro encuentro, pero me abstuve de manera
consciente de proponerle un cambio de día. Entonces ella me preguntó
si quería que me diera otra cita o no, y yo me quedé en blanco, sin
saber cómo darle una negativa por respuesta, hasta que ella me dio,
consciente o no, el empujón que necesitaba escribiéndome que, yo
ya lo sabía, tenía una agenda muy complicada. Cuarto y
último motivo.
Parece
mentira, pero irse no es nada fácil. Por eso es importante saber
aprovechar las pequeñas y repentinas oportunidades que se te
brindan. Si tenéis, por ejemplo, la oportunidad de escaquearos de
esa comida de fin de exámenes antes de sentaros a la mesa, adelante,
no os lo penséis: hacedlo. Porque cuando ya os hayáis acomodado a
la silla, cuando a vuestro alrededor estén recitando versos sueltos
del menú y hayan germinado un par de sangrías en el centro, será
demasiado tarde. Esa creencia tan extendida que dice que, por el
simple hecho de exponerte a situaciones que te generan ansiedad o
cualquier otro tipo de malestar, te acabarás habituando y al final,
mágicamente y sin ningún otro tipo de herramienta, sólo por el
puro costumbrismo, te habrás curado es falsa. Eso nunca pasa, siento
ser yo la que os lo diga. Aunque esto tampoco significa que una tenga
que dejar definitivamente de vivir; sólo hay que saber encontrar el
punto intermedio.
Por
eso os pido que os marchéis, si de todas formas no sentís que
estáis ahí realmente, porque un acólito observa, escucha, espera,
sonríe y asiente, finge estar ahí. Un acólito finge
estar ahí. Nadie se percata del fingimiento, de la representación
teatral al aire libre, de la excesiva dramatización. Nadie se da
cuenta de las veces que mira la hora en su teléfono móvil, o de las
veces que desvía la mirada para ver si tiene la suerte de hacerse
invisible y logra escabullirse entre las sillas sin que lo vean. Hace
como que presta atención cuando en realidad está esperando a que
alguien se ponga de pie para tener la excusa de marcharse también.
Pero de aquí a que esto ocurra pueden pasar HORAS, y durante ese
tiempo la cosa sólo puede empeorar.
No
digo que la primera persona en levantarse de la mesa vaya a
preguntarle a la acólita si le apetece irse ya a su casa, pero
siempre es más fácil decir «Yo también me voy» que «Yo me voy».
El adverbio implica acumulación, una reiteración en el acto, una
seguridad sin precedentes gracias, precisamente, a que hay
precedentes: ya ha habido alguien que ha avisado de su partida, ¿por
qué no iba a poder hacerlo una comensal más?, de donde salen dos
salen tres. Por supuesto, en estas situaciones hay que ser rápida;
de nada sirve esperar a que desaparezca por el horizonte la silueta
del pionero para decir que tú también tienes que irte a casa, pues
ese «también» pierde su validez con el paso del tiempo. Tienes que
saber coger la oportunidad al vuelo antes de que se encuentre
demasiado lejos como para tener que cogerla estirando el brazo.
Así
que el miércoles, veintisiete de noviembre, ya no tenía psicóloga.
Pero no pasaba nada, decidí no desanimarme y empezar en seguida a
buscar otra: si había logrado hacerlo una vez, por qué no iba a
poder hacerlo otra. Esta vez sí había antecedentes y, creo, pensar
que podría repetirlo no entraba dentro de la categoría de las
conclusiones apresuradas; sobre todo porque la TCC se centra
únicamente en los pensamientos negativos, si bien los positivos
pueden ser igual de erráticos, y la respuesta a dicho pensamiento
iba a ser algo productivo sí o sí aunque no consiguiera volver a
pisar la consulta de un psicólogo en lo que me quedaba de vida.
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lunes, 13 de mayo de 2024
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