Esto
fue en dos mil diecisiete, y hasta dos años después no volví a
intentarlo.
La
encontré en Internet, en una de las tantas páginas poco fiables
sobre médicos privados que existen. Focalicé la búsqueda en una
ciudad concreta et voilà. No era la primera, pero sí la
única sin una foto personal de perfil; esto me dio confianza, ya que
al menos sabría que no la estaba eligiendo por su sonrisa amable o
su mirada persuasiva, sino por su experiencia. Contaba con la opción
de pedir cita online, cosa que siempre viene bien si tienes
ansiedad social y te es imposible hacer una llamada telefónica, se
ubicaba en una dirección a la que podía llegar sin dificultad
alguna y la primera sesión era gratis: ¿qué podía salir mal?
Esta
vez decidí no decírselo a nadie, ni si quiera a mis padres,
esconderlo como un secreto o algo vergonzoso, un defecto del
espíritu. Yo llevaba ya un año trabajando en el mismo puesto (mi
primer y más largo contrato) y la situación en casa se había
tranquilizado mucho; pero seguía contaminada por la tristeza,
paralizada ante la vida, encerrada en el silencio.
La
consulta estaba, si mal no recuerdo, en un primer piso de una finca
bastante antigua con una fachada bien bonita y muy cuidada. La que
sería mi psicóloga medio compartía lugar de trabajo con otra
colega suya: cada una en una habitación distinta, cada una con
horarios también distintos. El apartamento no era precisamente
grande pero sí suficiente. La entrada daba directamente a la sala de
espera, que tenía un enorme ventanal como pared del fondo, justo
detrás de un pequeño sofá en el que nunca llegué a sentarme por
miedo a que sólo fuese decorativo. Los colores predominantes eran el
gris y el blanco, con motas de color rosa claro dispersas por toda la
estancia. Aparte del sofá, había tres o cuatro sillas que sí
llegué a probar (tampoco era cuestión de esperar erguida), una
lámpara de pie, un reloj de agujas colgado en la pared, un par de
mesitas decoradas con flores de tela y un farolillo con una vela
apagada dentro... Un paraíso para los ojos si no fuera por los
excesivos ejemplares de Mr. Wonderful que se reproducían por toda la
casa.
También
había un cuarto de baño en el que nunca entré, quizá por miedo a
que yo como paciente no tuviera permitido el acceso, pero sobre todo
por el temor que a veces aún me embarga de contemplar mi rostro en
el espejo y ver que ya no lo tengo, o que sólo está a medias, o que
me es completamente desconocido.
Durante
esa época me obsesionaba terriblemente esta idea. Mirarme en el
espejo y descubrir que, en contra de toda lógica, mi aspecto había
cambiado desde la última vez que lo vi. Por ejemplo encontrar una
brecha enorme dividiendo mi cara en dos mitades casi exactas, como si
mi piel estuviese hecha de tierra y hubiera habido un terremoto de
magnitud seis en la escala de Richter. O ver un profundo agujero
negro donde debería alojarse mi ojo izquierdo.
Y
no sólo a encontrarme desfigurada sino también, poco a poco, a la
propia muerte. La obsesión por el suicidio que me había acompañado
durante tantísimos años acabó convirtiéndose en un temor
irracional a morirme de repente. Procuraba alejarme de los coches
aparcados por si acaso había alguna bomba en ellos a punto de
estallar, corría cada vez que cruzaba un puente para evitar la bala
del francotirador, alzaba regularmente la vista al techo para
comprobar si parecía o no que fuera a caérseme encima. Estoy segura
de no ser la única en esta sala que ha pasado por este tipo de
crisis, pero es que las cosas empezaron a ponerse... obsesivas. Esta
clase de pensamientos derivaron en psicosis.
De
golpe empecé a tener un miedo excesivo a que se me rompieran los
huesos. Por ejemplo hacer un movimiento demasiado brusco y que se me
partiera el cuello; o coger objetos pesados, e incluso hacer un mal
giro al masturbarme, y que se me rompieran las muñecas; caminar
tranquilamente por la calle y que se me partieran las piernas. Me
imaginaba cayendo en medio del paso de cebra y que un pobre
transeúnte tuviera la obligación moral y legal de recogerme. O que
ocurriera en mi dormitorio y no hubiera nadie en casa. Después
empecé a temer el quedarme dormida, de noche, sola o acompañada, en
la cama. Me daba miedo dormir de lado por si se me dislocaba el
hombro; me daba miedo dormir boca arriba por si se me hacía añicos
la caja torácica; me levantaba de repente y sobresaltada, en plena
oscuridad, para palpar mi cuerpo y comprobar que no había nada roto
en él, que mis clavículas seguían intactas, que mi cráneo no
presentaba abolladuras. Al mismo tiempo intentaba convencerme, claro,
de que mis sospechas eran infundadas, que no había motivos para que
ocurriera semejante disparate; pero me era imposible evitar pensar
de esa manera.
Tampoco
era este mi mayor temor. Del mismo modo que la cicatriz en el espejo,
también me daba miedo descubrirme haciéndoles daño a los demás
sin darme cuenta. Actuar sin percatarme de ello. Estar ahí sin
saberlo, sin estarlo realmente, de nuevo, sin saberme parte de la
historia. Por ejemplo pegarle un puñetazo a alguien de repente y sin
motivo alguno en el transporte público. O tener un hijo y en un
episodio de locura transitoria ahogarlo en la bañera. O estar
haciendo las prácticas del carnet de conducir y provocar un
accidente con más de un muerto y que ninguno de ellos fuera yo.
Nada
de esto le conté a la psicóloga; me sabía mal que creyera que
estaba loca o peor: que estaba mintiendo. Yo sabía que estaba siendo
irracional, que no tenía ningún antecedente de dicha índole como
para creer que pudiera ocurrir, así que no pensé que fuera
necesario decírselo, porque de todas formas no me diría nada que yo
no supiera ya. A ella sólo le hablé del miedo al rechazo, a que se
burlaran de mí, a hacer el ridículo delante de todo el mundo y que
todo el mundo empezara a pensar mal de mi persona.
Para
mí el ridículo abarca un gran espectro de circunstancias. Desde
resbalarme un día de lluvia y caerme de culo delante de un grupo de
estudiantes de instituto (me ha pasado) hasta que me pillen robando
un pintaúñas de setenta y cinco céntimos en un bazar (también me
ha pasado). Además es algo que se mide con el doble rasero de: si lo
hago yo es ridículo, si lo hacen los demás no. Tratar sin éxito de
suicidarme es un buen ejemplo de ello. Dejarme la cartera en casa y
darme cuenta justo cuando estoy en la caja o, como me ocurrió aquel
día, olvidarme simplemente de que tengo que pagar, es otro.
Como
en esa época yo no estaba acostumbrada a pagar una consulta, al
final de la segunda sesión, que fue la primera después de la de
reconocimiento, estuve a punto de levantarme de la silla sin darle
sus cincuenta euros. Afortunadamente para mí y mi autoestima, sólo
hice la tentativa; porque ella se me quedó mirando fijamente a los
ojos durante unos segundos y yo, por mucho que insistiera en que
dicha acción era imposible de realizar, fui capaz de leerle la
mente: saqué de mi cartera un billete naranja y lo tendí, un poco
avergonzada, a sus manos.
A
sus manos también me puse yo (qué fino hilo cuando quiero) al
aceptar intentar lo que generalmente se abrevia con las siglas TCC.
La
terapia cognitiva-conductual da por hecho que me paso el día
consciente de lo que pienso (pienso y luego siento); pero no siempre
es así. A veces la tristeza se instala en mi cuerpo sin ver siquiera
una estrella fugaz recorriendo el cielo de mi mente, sin que una
imagen (nítida o borrosa) se haya postrado ante mí. No hay pájaros
revoloteando en mi cabeza, no hay polillas en mi estómago, no hay
avispas en mi corazón. No soy consciente de que me haya ocurrido
nada concreto, ni lo más mínimo, a lo largo del día; sólo estoy
yo permaneciendo erguida en medio de mi habitación. A veces este
pesar se instala en mi pecho nada más despertarme simplemente por
haberme despertado, y ni siquiera recuerdo lo que he soñado, si es
que he soñado. Quizá esté leyendo un libro, inmersa en el tercer
capítulo de una serie de televisión o masturbándome tranquilamente
dentro del cuarto de baño justo antes de empezar ducharme. Quizá
este pesar me atraviese mientras me masturbo tranquilamente dentro
del cuarto de baño justo antes de empezar a ducharme y yo ni
siquiera tenga forma de saber por qué.
Pero
mi psicóloga creía firmemente que si analizaba cada pensamiento, si
diseccionaba minuciosamente cada momento de mi vida, separaba la
frase en mi cerebro del sentimiento que causaba del hecho que la
había ocasionado del lugar en el que estaba de cómo había actuado,
dejaría de tener miedo y, por tanto, empezaría a vivir. Para esto
empecé a llevar una especie de diario en el que trataba de anotar la
mayor información posible sobre cada oración condenatoria que
rezaba mi cabeza. Por ejemplo, si había pensando que cierto grupito
de personas se había reído de mí en la calle, tenía que escribir
qué estaba haciendo (pasear por la calle) y qué había ocurrido
exactamente (un grupo de chicas jóvenes cerca de mí se estaba
riendo) y cuál había sido mi respuesta (llorar e insultarme a mí
misma) y si había o no pruebas reales de que mi pensamiento fuera
certero (en realidad no las había porque yo sólo estaba caminando
por la calle y el grupo de chicas jóvenes parecía estar a su bola)
y si había o no reaccionado de manera proporcionada (en realidad no
porque, aunque fuera cierto que se reían de mí, no las conocía de
nada y sólo era un grupo de crías de instituto aún por madurar) y,
por tanto, de qué clase de pensamiento se trataba (conclusiones
apresuradas: lectura de pensamiento).
Por
ejemplo, si pensaba que mi psicóloga me odiaba y no se preocupaba
por mí, tenía que escribir dónde estaba (en la consulta) y qué
había ocurrido exactamente (la psicóloga me ha llamado María) y
cuál había sido mi respuesta (perder la fe en el tratamiento) y si
era o no motivo de peso para generar dicho pensamiento (probablemente
no, ya que sólo se ha equivocado de nombre y es mi segunda cita con
ella) y si mi reacción había sido coherente con lo que había
pasado (no porque el hecho de que se equivoque de nombre no quiere
decir que sea una mala psicóloga, sólo que acabamos de conocernos)
y, de nuevo, de qué clase de pensamiento se trataba (conclusiones
apresuradas: error del adivino).
Por
ejemplo, si pensaba que él me quería, tenía que escribir por qué
lo creía (por su forma de rozarme con los dedos de la mano, por cómo
me miraba, cómo me apoyaba en los momentos difíciles, cuando la
relación con mis padres se complicaba o cuando yo sentía que no
valía para nada, que era preferible estar muerta, por su manera de
hacerme ver que yo era mejor persona de lo que pensaba, que tenía
que ser más indulgente conmigo misma, que tenía que tratarme bien,
o por el tiempo que pasábamos en silencio, el uno junto a la otra,
compartiendo el calor de nuestros cuerpos, desnudos, después de
hacer el amor) y qué había hecho yo (ilusionarme) y si era o no
motivo suficiente (al parecer no) y si había reaccionado de manera
exagerada (sinceramente, no lo creo) y qué tipo de pensamiento
había tenido (conclusiones apresuradas: lógica deductiva). Ahí me
di cuenta de la rapidez de mis conclusiones, de lo que deduje que era
culpable la ansiedad, pero sospechar la raíz del problema no
significa empezar a desecharlas todas de manera automática.
Los
cambios de cita a última hora y su insistencia en que todo estaba en
mi cabecita, como ella la
llamaba, como si por ello mis sentimientos fueran menos válidos y
nada de lo que creyera que ocurría pudiera ser real, son dos de los
motivos por los que empecé a odiarla.
Empecé
a ocultarle información, bien porque no sabía cómo explicarme,
bien porque no quería hacerlo. Me planteé incluso fingir una mejora
a la par que buscaba otro psicólogo, pero me pareció una idea de lo
más estúpida. Me planteé, no sé cómo, hacer que fuera ella la
que dejara de darme citas. No sabía cómo conseguir despedirme
(despedirla) y me daba miedo empezar a ir a otro profesional sin
haber sido capaz de dejar a la primera y que luego me ocurriera lo
mismo con este otro y empezara a acumular psicólogos como quien
sufre el síndrome de Diógenes. Aparte, claro, de la pérdida de
dinero. Supongo que se dio cuenta de que tenía pensado abandonar la
terapia porque se me da fatal disimular, así que un día me dijo,
sin venir a cuento, que si decidía dejar de ir yo dejaría de tener
psicóloga, pero ella seguiría teniendo otros clientes. Fue el
tercer motivo por el que empecé a odiarla.
Un
mes después de finalizar mi contrato de trabajo, me apunté a un
cursillo gratuito sobre la higiene alimenticia a través del SERVEF;
uno para parados, básicamente para salir de casa. Eran sesenta
horas, cinco al día durante dos semanas, de lunes a viernes por la
mañana. La buena o mala suerte hizo que justo el primer día me
coincidiera con mi siguiente cita con la psicóloga, así que después
de pensármelo mucho le envíe un mensaje vía WhatsApp para decirle
que no podría acudir a nuestro encuentro, pero me abstuve de manera
consciente de proponerle un cambio de día. Entonces ella me preguntó
si quería que me diera otra cita o no, y yo me quedé en blanco, sin
saber cómo darle una negativa por respuesta, hasta que ella me dio,
consciente o no, el empujón que necesitaba escribiéndome que, yo
ya lo sabía, tenía una agenda muy complicada. Cuarto y
último motivo.
Parece
mentira, pero irse no es nada fácil. Por eso es importante saber
aprovechar las pequeñas y repentinas oportunidades que se te
brindan. Si tenéis, por ejemplo, la oportunidad de escaquearos de
esa comida de fin de exámenes antes de sentaros a la mesa, adelante,
no os lo penséis: hacedlo. Porque cuando ya os hayáis acomodado a
la silla, cuando a vuestro alrededor estén recitando versos sueltos
del menú y hayan germinado un par de sangrías en el centro, será
demasiado tarde. Esa creencia tan extendida que dice que, por el
simple hecho de exponerte a situaciones que te generan ansiedad o
cualquier otro tipo de malestar, te acabarás habituando y al final,
mágicamente y sin ningún otro tipo de herramienta, sólo por el
puro costumbrismo, te habrás curado es falsa. Eso nunca pasa, siento
ser yo la que os lo diga. Aunque esto tampoco significa que una tenga
que dejar definitivamente de vivir; sólo hay que saber encontrar el
punto intermedio.
Por
eso os pido que os marchéis, si de todas formas no sentís que
estáis ahí realmente, porque un acólito observa, escucha, espera,
sonríe y asiente, finge estar ahí. Un acólito finge
estar ahí. Nadie se percata del fingimiento, de la representación
teatral al aire libre, de la excesiva dramatización. Nadie se da
cuenta de las veces que mira la hora en su teléfono móvil, o de las
veces que desvía la mirada para ver si tiene la suerte de hacerse
invisible y logra escabullirse entre las sillas sin que lo vean. Hace
como que presta atención cuando en realidad está esperando a que
alguien se ponga de pie para tener la excusa de marcharse también.
Pero de aquí a que esto ocurra pueden pasar HORAS, y durante ese
tiempo la cosa sólo puede empeorar.
No
digo que la primera persona en levantarse de la mesa vaya a
preguntarle a la acólita si le apetece irse ya a su casa, pero
siempre es más fácil decir «Yo también me voy» que «Yo me voy».
El adverbio implica acumulación, una reiteración en el acto, una
seguridad sin precedentes gracias, precisamente, a que hay
precedentes: ya ha habido alguien que ha avisado de su partida, ¿por
qué no iba a poder hacerlo una comensal más?, de donde salen dos
salen tres. Por supuesto, en estas situaciones hay que ser rápida;
de nada sirve esperar a que desaparezca por el horizonte la silueta
del pionero para decir que tú también tienes que irte a casa, pues
ese «también» pierde su validez con el paso del tiempo. Tienes que
saber coger la oportunidad al vuelo antes de que se encuentre
demasiado lejos como para tener que cogerla estirando el brazo.
Así
que el miércoles, veintisiete de noviembre, ya no tenía psicóloga.
Pero no pasaba nada, decidí no desanimarme y empezar en seguida a
buscar otra: si había logrado hacerlo una vez, por qué no iba a
poder hacerlo otra. Esta vez sí había antecedentes y, creo, pensar
que podría repetirlo no entraba dentro de la categoría de las
conclusiones apresuradas; sobre todo porque la TCC se centra
únicamente en los pensamientos negativos, si bien los positivos
pueden ser igual de erráticos, y la respuesta a dicho pensamiento
iba a ser algo productivo sí o sí aunque no consiguiera volver a
pisar la consulta de un psicólogo en lo que me quedaba de vida.